Título: La puerta abierta Autora: Margaret Oliphant
Editorial: Valdemar Año: 1987 Lugar: Madrid
Valoración: 3 / 5
No sé por qué, pero la Literatura ha sido tradicionalmente
uno de los campos “profesionales” donde más presencia femenina se ha
constatado, incluso en épocas en las que muchos de los derechos de las mujeres
estaban recortados o eran directamente inexistentes. Quizás se deba a que la
posibilidad de convertirse en escritora de forma más o menos autodidacta
permitía a las que optaban por esta vía de expresión dedicarse a una ocupación a un tiempo honrosa y rentable. Leía hace poco
que un estudio de 2015 identificó más de ciento cincuenta escritoras
decimonónicas sólo en la restringida área geográfica de Galicia. El caso en la
Inglaterra victoriana no es muy distinto.
Con independencia de sus comprensibles variaciones de
calidad, la mayoría de las autoras a que hacemos alusión resultan hoy completas
desconocidas, no ya para el público general, sino que incluso con frecuencia
para los especialistas no representan más que una mera referencia onomástica.
Uno de esos casos es el de la escocesa Margaret Oliphant.
Nacida en 1828 y fallecida en 1897, vino al mundo en el seno
de una familia acomodada —su padre se dedicaba al comercio—, y parece que su
interés por la escritura arranca ya desde la infancia. De hecho, publica su
primera novela, Fragmentos de la vida de
la Sra. Margaret Maitland, con veintiún años.
Sin embargo, esta dedicación vocacional a la Literatura vino
a ser forzosamente ratificada por la necesidad cuando, viuda temprana a los treinta
y un años, quedó al cargo de tres hijos —otros tres habían muerto apenas
infantes—. Para aquel momento, regresada a Inglaterra de un infructuoso viaje terapéutico
a Italia —pues su marido falleció en Roma— y con nada menos que diecinueve
novelas a sus espaldas, entre otros textos, Oliphant era ya un nombre conocido
y exitoso en el mundo literario. Sin embargo, la fortuna editorial de la mano
del editor Blackwood fue jalonada en lo personal con constantes fatigas y
tragedias: vio morir delante de sí a todos sus hijos —sólo dos de los cuales
alcanzaron la edad adulta— y, entre otras obligaciones, debió hacerse cargo de
un hermano alcohólico y de otro que, viudo y arruinado, cargó además sobre las
espaldas de la autora las bocas de tres sobrinos que alimentar.
En esas circunstancias, como ella misma reconoce en su Autobiografía póstuma, su única fuente
de ingresos era la escritura e, incapaz de hallar otra fórmula financiera más ventajosa,
se vio forzada a menudo a primar cantidad sobre calidad en un leonino círculo
vicioso de adelantos y compromisos. La amplitud de la obra de Oliphant, tanto
en géneros como en cantidades, es apabullante, con casi un centenar de novelas,
docenas de artículos, traducciones, libros de viajes, relatos… Los críticos
resaltan, además, que las diferencias de estilo y materia dificultan atribuir
unas características definidas a la producción de la escocesa, que abarca desde
los cuadros realistas rurales tan queridos en la literatura inglesa, hasta las
historias sobrenaturales.
La pieza que hoy nos ocupa se publica en 1882. Es, por
tanto, ya una obra de madurez, pues la autora tenía en ese momento cincuenta y
cuatro años. Se trata de uno de sus textos más conocidos, la novela corta La puerta abierta, donde una vagarosa
descripción de la naturaleza propia de una narradora realista, nos transporta
con tanta claridad al entorno de Brentwood, donde transcurre la acción, como si
Oliphant estuviera describiendo uno de los paisajes de sus libros de viajes.
Tal es la envergadura de estas descripciones, sobre todo al inicio, que se
puede afirmar realmente que el lugar de Brentwood es tan protagonista de la
historia como el puñado de personajes que por ella transitan. Allí, el coronel
Mortimer y su familia, regresados de la India, alquilan una mansión, en busca
de un poco de tranquilidad tras una vida ajetreada. Sin embargo, angustiado por
unos misteriosos sonidos que oye en unas ruinas cercanas, el hijo, Roland,
pronto cae gravemente enfermo.
Además de los valores descriptivos del texto, la presencia
ominosa de las ruinas —los restos de una mansión de la cual la parte más
sobresaliente es una puerta sin hojas que da a la nada— conduce a los
personajes y al propio lector más a un estado de aturdimiento y desconcierto
que de auténtico terror. El miedo en este relato se deriva más de la
incapacidad de la cognición humana para asumir lo inexplicable que de cualquier
evento macabro —por lo demás inexistente aquí—. Es frecuente en las obras de
tema sobrenatural de la autora que estos eventos se relacionen con algún hecho
traumático —los estudiosos ven en ello un reflejo de las etapas de duelo y
serenidad que la escritora experimentó a causa de las sucesivas pérdidas de sus
vástagos, pero se podría aducir que este psicologismo exige pasar por alto las
convenciones del género gótico—.
El juego de Oliphant se vuelve muy sutil al introducir el
personaje del escéptico doctor Simson, al creyente teólogo Montcrieff y al
propio coronel Mortimer, y mantiene un estado de ambigüedad hasta la misma
conclusión, donde precisamente deja la
puerta abierta, pues como el coronel Mortimer señala, quedan patentes “los diferentes efectos que un mismo hecho
puede causar sobre personas diferentes”. El acierto de Oliphant es que, a
diferencia de otros autores de la literatura gótica, como Ann Radcliffe, que al
final siempre aportaba una explicación científica a sus fenómenos paranormales,
o de Stoker, que ya desde el inicio de Drácula
se decanta por la existencia de un personaje sobrenatural e incluso los
científicos de la novela han de acabar pasando por el aro del “creer para ver”,
se queda a medio camino, y cada uno de los implicados puede encontrar pruebas
sólidas para una explicación distinta a lo experimentado. El coronel Mortimer,
narrador intradiegético, permanecerá, por su parte, al igual que el propio
lector, en un estado de indecisión, incapaz de decantarse plenamente por una conclusión
u otra. En su caso lo que se produce es una evolución psicológica que atraviesa
las fases de incredulidad, temor, compasión y propósito de ayudar.
En este sentido, Oliphant propone un final abierto de gran
modernidad, lo cual debe reputarse como un gran acierto narrativo: La puerta abierta podría haberse
convertido en manos de otro autor más inhábil en un insípido canto contra la pretensión
de saber universal de la ciencia —no hay medias tintas en el desagrado que el
doctor Simson inspira al coronel Mortimer—. En cambio, aquí encontramos un
final doble y simultáneo: quienes quieran decantarse por una explicación
científia, encontrarán sobradas pruebas empíricas para sostener su opinión.
Quienes prefieran optar por creer que de verdad ha ocurrido un fenómeno
paranormal, también dispondrán de argumentos para ello. Al final, todo parece
depender de la percepción subjetiva del observante.
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