Título: Dracula Autor: Bram Stoker
Fecha públicación original: 1897
Valoración: 4 / 5
Agradezco a Eva Loureiro Vilarelhe las
estupendas
observaciones que han contribuido
a mejorar el fondo y forma de este texto.
Dejando a un lado por innecesarias las referencias
biográficas del autor —más allá de alguna nota que se irá mencionando durante
el texto— y el, por lo demás, ocioso debate sobre la identidad histórica de la
persona que inspiró al personaje —algo irrelevante para la interpretación de la
obra—, comencemos diciendo que Dracula
se publica por primera vez en 1897, tras un periodo bastante extenso —al menos
desde siete años antes— de documentación, redacción y corrección.
El texto se completaba en la forma original con un capítulo
publicado póstumamente como relato, “El invitado de Drácula”, que ni quita ni
aporta nada a la narración general y que tal vez por ello fue retirado de la
versión final a instancias de los editores. En él se cuenta el paseo por los
alrededores de Múnich de un turista inglés —del que no se da expresamente el
nombre pero que, naturalmente, es Jonathan Harker— que empeñado en visitar un
pueblo abandonado en la noche de Walpurgis, acaba refugiándose de la tormenta
en la tumba de lo que luego sabremos que es una vampira. Expulsado del panteón
por una fuerza misteriosa, contempla cómo un rayo destruye el mausoleo y
calcina a su ocupante, y pierde el conocimiento para despertar, al borde de la
congelación, mantenido con vida por el calor de un lobo tumbado sobre su pecho
y que está —dice el texto— “lamiéndole” el cuello, aunque posteriormente
deducimos que lo que estaba haciendo en realidad era empezar a comérselo.
Resumen: Jonathan Harker es un hombre que no tiene mucha suerte en la vida.
En términos descriptivos, en lo que toca a la estructura y
morfología de la obra, el primer elemento que me parece que se debe destacar es
la brillantez técnico-formal: la historia se construye sobre una compleja
estructura basada en la reproducción entrecruzada de diarios, cartas, recortes
periodísticos, bitácoras... e incluso grabaciones fonográficas —ya que Stoker
era un entusiasta de la ciencia[1] y llena
su texto de referencias a las invenciones y teorías entonces más vanguardistas
(p. e., a poco de empezar el texto se mencionan artículos como el listín
telefónico de Londres), así como de conocimientos generales legales, médicos,
psicológicos… algo característico de su demás producción—. Se trata de una
construcción novedosa que debió de sorprender a los lectores contemporáneos, y
que contribuye, claro está, a aportar realismo.
Esta estructura, sin embargo, no es ajena a algún error ocasional
—como cuando olvida que Harker no está presente en la entrevista con Renfield;
Mina ya sabe que se disponían a emprender viaje al continente, aunque ha sido
excluida de las deliberaciones en que se toma esa decisión; y algún que otro
desajuste en la cronología—. Asimismo, el tipo de narrador elegido es un arma
de doble filo que impone al autor ciertas constricciones. Drácula nunca habla
por sí mismo; de hecho, a decir verdad, apenas aparece en la obra, y sólo
sabemos de él por la impresión que causa en otros. No obstante, desde la óptica
del lector victoriano, el sentido de amenaza que planea sobre todo el texto
debía de ser precisamente lo más inquietante, bastando las contadas apariciones
del personaje que le da título —si no su protagonista, al menos su motor— para
generar una reacción de pavor tan aguda como la que observamos en los
personajes. Por otra parte, al tratarse
de textos autógrafos, todos los eventos han ocurrido ya cuando son narrados, lo
cual reduce la intriga. Todo ello provoca que hacia el final acabe por
lastrarse el ritmo, resultado también del comienzo en clímax, y sustituyéndose
el terror más bien por una opresión difusa —aunque en 1897, cuando aún no
tenían el ojo tan hecho a lo truculento como ahora, probablemente no
percibirían esta divergencia—. Fuera de esto, encontramos en Dracula los elementos típicos de la
literatura gótica, epistolar, etc., siendo su estilo literario más bien pobre.
Ya en la parte interpretativa, esta novela trata, en su
nivel explícito o primario, de una criatura que se alimenta de otra para
mantenerse con vida, aunque hacia el final parece insinuarse que Drácula se
convirtió en vampiro de forma espontánea. Según muchos estudiosos, en la figura
del vampiro Stoker estaría
alegóricamente reflejando la personalidad del actor Henry Irving, del cual fue
manager y secretario durante casi tres décadas. Es curioso resaltar que esta
representación literaria gozaba al menos de un precedente en la literatura
inglesa, ya que John Polidori parece haberse inspirado en la figura de lord
Byron, de quien era médico, también transformándolo en un vampiro, si bien el
suyo se diferencia del de Stoker en el carácter más animal y repugnante de este
frente al aristócrata refinado de Polidori.
En el nivel implícito o secundario, por su parte, hallamos
al menos dos temas de importancia crucial en la novela: de un lado, el asunto
sociológico; de otro, el tema teológico.
En cuanto al primero, se formula de forma obvia en Dracula una reflexión, e incluso una
defensa que tampoco puede sorprender excesivamente, aunque ya hubiera voces
disonantes en la época, del tipo de mujer ideal, de los valores burgueses sobre
feminidad, matrimonio, familia y religión;
oponiendo las virtudes de la castidad y la pureza a los comportamientos
perversos del conde.
Stoker era un irlandés pro-británico y monárquico que si no por
convicción —era amigo de Oscar Wilde, admirador de Walt Whitman, etc.— sí al
menos por la presión social acabó deviniendo conservador. Dado el sustrato del
que provenía y el que le rodeaba, no resulta extraño encontrar en su obra una
opción por el mantenimiento del statu quo,
que de hecho no conocerá variaciones ni en su obra final, de 1911, donde
seguirá retratando los mismos tipos sociales. Si bien otras voces —anteriores,
coetáneas y posteriores— empezaban a abrir nuevos planteamientos —pensemos en
el tipo de mujer que “sólo” treinta años más tarde retratará D. H. Lawrence en El amante de lady Chatterley, aun
omitiendo el hecho de que cuando se escribe Dracula
el movimiento sufragista estaba en sus albores y que no había tenido lugar la I
Guerra Mundial, con el impulso que esta supuso para los derechos femeninos—,
tampoco puede causar excesiva extrañeza, por muy reaccionario que resulte el victorianismo
tardío visto desde hoy en día, que la mujer ideal fuese un compendio de las
virtudes burguesas. La defensa, o al menos el no cuestionamiento, de tales valores
sobre la familia y el papel de la mujer es evidente, y para vehicularla Stoker
presenta en esencia dos personajes muy diferenciados: Lucy y Mina.
Lucy es una heredera de buena familia de 19 años un poco
pizpireta que sueña con casarse y cuya mayor preocupación en el momento es que
tiene a su disposición nada menos que tres pretendientes. Durante la parte de
la novela en que ella aparece, es presentada siempre como un sujeto pasivo de
la acción ajena, tanto de los hombres como de la propia Mina; desvalida,
inocente, incapaz de defenderse por sí misma y a expensas de la protección de
un hombre… Incluso su salvación eterna acaba siendo obra masculina.
Básicamente, Lucy nos cae bien porque es muy buena; pero narrativamente ha sido
incluida para contrastar con fuerza a Mina.
Mina Murray, o más tarde Mina Harker, representa a lo que en
el propio texto se denomina la “nueva mujer”. De origen mucho más humilde que
el de Lucy, es maestra, sabe taquigrafía, es una entusiasta de los
ferrocarriles… y en general podríamos decir que tiene más espabile que Lucy. Es
de resaltar la sensibilidad de Stoker a los fenómenos sociales y tendencias en
boga en su día: el mismo año de publicación de Dracula, se funda la Unión Nacional de Sociedades por el Sufragio
de las Mujeres, antesala del movimiento sufragista que desde décadas antes se
venía fraguando. Aunque en ningún momento de la novela se trata expresamente el
tema del voto femenino, el autor sí tuvo la sagacidad de resaltar que dada su
clase social más baja, Mina, como ella misma dice en carta a su amiga, necesita
trabajar para ganarse el sustento, incluso una vez que esté casada.
En la trama de la obra, Mina es un agente activo, hasta el
punto de que la propia novela existe por su acción: es a través de ella que los
demás personajes entienden la dimensión real de la trama, puesto que es Mina
quien recolecta todo el material relevante, lo clasifica cronológicamente y lo
mecanografía, dando como resultado la obra en sí. Además, hace sugerencias
respecto al plan de actuación. Esto le vale ser calificada como poseedora de
“un cerebro de hombre” un número de veces que es excesivo para resultar casual.
En un momento dado, el grupo de hombres decide excluirla, por su propia
protección y en atención a su naturaleza
débil, de las deliberaciones. Cuando esto ocurre, Mina acaba cayendo en las
garras de Dracula, al verse falta de la protección masculina, pues los hombres
se han marchado todos en su persecución. Al tomar conciencia de este hecho,
deciden volver a incluirla en su conciliábulo. Sin embargo, al recuperar Mina
su posición activa, sucede que cae en desgracia: es precisamente entonces
cuando tiene lugar la escena de la succión de la sangre, que se salda con la
impureza de Mina. ¿Por qué? Porque a nivel simbólico, es una adúltera —aunque,
de hecho, lo que se describe es una violación y esta es la reacción emocional
que se refleja en ella—.
En la represiva moral sexual del victorianismo —y con los
limitados conocimientos en hematología de la época—, la sangre guardaba
estrecha relación con el esperma, de tal modo que el texto de Stoker se halla
plagado de referencias y alusiones que contribuían a aumentar la sensación de
incomodidad y asombro de los lectores coetáneos. Así, en Dracula incluso los actos aparentemente más sensatos y
bienintencionados ocultan detalles escabrosos, como la cuádruple transfusión a
Lucy que, considerando lo antes dicho, permite comprender las disquisiciones
sobre si es una actuación lícita o no, si deben comunicársela a Arthur o no, y
si este tiene o no derecho a sentirse ofendido. En este marco, no es de
sorprender que, pasado el peligro, para la resolución Stoker quisiera ofrecer a
sus lectores un cuadro donde el orden “natural” de las cosas ha sido
restaurado. Y, ¿qué mejor manera de hacerlo que con una escena de rasgos
reconocibles en la que se ensalza la felicidad hogareña y la prosperidad
material de los Harker, dibujada en términos de convencionalismo burgués?
El segundo tema implícito que habíamos apuntado es la
dimensión teológica. La premisa de partida es el temor a la muerte que
experimenta el malvado conde, su pulsión de aferrarse a la vida en cualquier
condición, lo que debe interpretarse, desde los parámetros de Stoker, como una
negación de la auténtica vida eterna, es decir, de la vida verdadera posterior
a la muerte, y por tanto de la obra de dios en su conjunto. Tanto desagrado
como la parte terrorífica del relato debían de causar en los lectores
decimonónicos los múltiples remedos de los evangelios y la liturgia, desde la
herida autoinfligida en el costado hasta el bautismo a través de la libación de
la sangre, pasando por la promesa de la vida eterna.
Algún autor ha señalado que Dracula opera una defensa de los católicos, afirmación como poco
sorprendente, puesto que Stoker era protestante. A mi entender, lo que se hace
es confrontar la expiación por las obras con la salvación por la gracia. En el
momento inicial, los amigos parecen muy confiados en su capacidad para vencer a
Drácula a través de sus actos, pero a medida que sufren derrotas y desengaños y
se va imponiendo cierto fatalismo en el grupo, se incrementan el número de
frases recurrentes como “Estamos en manos de Dios”. Es de resaltar que en la
misma proporción en que este segundo elemento va tomando fuerza, los personajes
se van volviendo más estereotípicos, no siendo excesivamente investigados a
nivel psicológico.
Entre las múltiples interpretaciones de Dracula hay quien ha visto en esta novela un panfleto contra la
inmigración y una defensa del papel civilizador
de Inglaterra en el mundo, por cuanto el personaje titular ansía conquistar una
nueva tierra propagando en ella una nueva especie de no-muertos (una perversión
del “creced y multiplicaos”). Según creo, aunque efectivamente se refleja el
tradicional rol de superioridad británica sobre todos los demás países de la
tierra (a propósito de alguno de los países continentales se afirman cosas como
“Gracias a Dios, en este país los sobornos sí que sirven para algo”), tal
asunto no tiene envergadura suficiente como para incluirlo dentro de la nómina
de temas o premisas desarrollados: entre otras cosas, el líder moral del grupo
es el Profesor Van Helsing, un holandés. Más bien parece que nos encontramos
ante un reflejo de la “britanidad”,
algo más consustancial al planteamiento político de la potencia colonial que
Inglaterra era entonces que a un verdadero proselitismo.
Título: La madriguera del gusano blanco
Autor: Bram Stoker
Fecha de publicación original: 1911
Valoración: 2 / 5
Confrontada a efectos meramente comparativos con la obra de
la que hasta aquí hemos hablado, La
madriguera del gusano blanco, última novela de Stoker, tiene más potencial
que acierto.
Comienza con el cliché del desconocido pariente lejano que
nombra heredero y sigue con el del rico de fortuna ignorada. Dispone escenas de
bastante intensidad narrativa (especialmente el clímax final, una auténtica
lluvia de carne y sangre), pero se ven constantemente lastradas, incluso en la
versión abreviada de 1925, particularmente al principio, por la catarata de
datos históricos sobre el reino de Mercia, la romanización de Gales, la
toponimia local, la orografía de la zona, etc., y en todo caso no consigue que
pase desapercibida su patente naturaleza de alegoría de la lucha entre el bien
y el mal, inclusive con el valor simbólico del envío de “mensajeros” a la
cometa (es decir, al cielo), y la presencia de los pájaros (Daphne du Maurier
se inspiró al parecer en esta escena para su novela corta Los pájaros, luego adaptada por Hitchcock), de los cuales se incide
en el aleteo, lo que a nivel simbólico nos permite pensar en ángeles caídos o
huidos. Hay nula investigación en la psique de los personajes y excesivas
subtramas que no terminan de empastar entre sí, a lo establecerse un correlato
necesario entre el mesmerismo del señor Casswall y la naturaleza de lady
Arabella. Se diría que en un primer término el autor quiso escribir una obra costumbrista
a la cual, a mitad de camino, se le ocurrió añadir el elemento sobrenatural.
Sólo el hecho de que fuera la última obra de Stoker, que
moriría poco después aquejado de sífilis, y bajo el efecto de potente medicación
durante su composición, hace comprensible esta pérdida de eficiencia narrativa.
Ni siquiera el subtexto de la historia es interesante, al proponer unos
personajes de cartón completamente insípidos.
[1]
En este punto, no dejar de ser curioso el hecho de que una buena parte de la
acción pivote sobre el tránsito de la incredulidad a la aceptación de lo
grotesco, en especial en lo que respecta al personaje de John Seward, en
términos de adquisición de una “mente abierta” (Van Helsing dixit); es decir, de una actitud
acientífica, o lo que podríamos resumir como “para ver hay que creer”.
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