SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
Obra poética
Carta Atenagórica
Carta de Monterrey
Respuesta a Sor Filotea
5/5
Uno de los terrenos “profesionales” donde tradicionalmente
ha existido más presencia femenina es el de la Literatura. Dentro del barroco
novohispánico, la figura casi anónima en cuanto a datos biográficos de sor
Juana Inés de la Cruz destaca por su proyección en su época, su éxito
“editorial” ya en vida y, sobre todo, por su enorme calidad literaria e
intelectual. Más de uno serán los motivos que permitan entender la aparición de
la autora, pero es indudable que la decidida fundación de universidades del
imperio hispánico contribuyó a que la pujante vida cultural de Nueva España
—hoy Méjico— permitiese el surgimiento de una figura como la de sor Juana,
impensable —y, de hecho, inexistente— en otros ámbitos geográficos.
Poco, apenas nada, es lo que conocemos de la vida de esta
monja jerónima. Nacida en 1651 o tal vez 1649 de padres adúlteros pero de
cierto rango, accedió en su adolescencia a la corte virreinal como dama de la
virreina, de donde posteriormente, rechazando la idea del matrimonio —que sin
duda le habría impedido incluso la muy mermada libertad que las constricciones de
la vida religiosa le permitieron—, intentó profesar primero con las carmelitas
y, casi de inmediato, con los mucho menos rigurosos jerónimos.
A juzgar por su obra, sor Juana no carecía de sentimiento
religioso; sin embargo, era plenamente consciente de que el factor determinante
en su toma de hábitos fue que la vida conventual era la única salida razonable
para que una mujer soltera pudiese mantener tanto su autonomía personal e
intelectual como su estatus. Así nos lo hace saber en la Respuesta a Sor Filotea, uno de sus textos fundamentales:
“Entréme
religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias
hablo, no de las formales) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la
total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más
decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi
salvación; a cuyo primer respecto (como al fin más importante) cedieron y
sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer
vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad
de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis
libros”.
Ávida lectora desde edad tempranísima, para cuando accede a
la corte con dieciséis o diecisiete años lo hace casi precedida por su fama,
con conocimientos y memoria de vastedad tales que hasta intelectuales reputados
se reunían para “examinarla” asombrados por su saber. Se sabe que fue autora de una extensa
correspondencia —buena parte de la cual o se ha perdido, o no está localizada—,
así como ensayista, matemática, música… pero el terreno que le ha granjeado
fama duradera —así como mayores quebraderos de cabeza en vida— es el de la
Poesía, donde un par de centenares de piezas la convierten en una autora
considerablemente prolífica.
Hábil versificadora, destaca por la fluidez, el dominio
lingüístico, el racionalismo que impregna toda su labor creativa, formalmente
por su querencia por el soneto y el romance y, estilísticamente, por una
singular preferencia por el quiasmo, como podemos ver en este cuarteto:
“Al que
ingrato me deja, busco amante;
al que amante
me sigue, dejo ingrata;
constante
adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a
quien mi amor busca constante”.
Asimismo, es curioso que la amplia mayoría de la obra
poética de sor Juana se caracterice por tratar de materias profanas, lo que
unido a la intransigencia y ortodoxia de la sociedad coetánea, y a diversas
inquinas personales, pudo determinar los constantes ataques de que fue objeto,
casi a partes iguales con las descomunales alabanzas, que la propia autora veía
con prudente desconfianza, pero probablemente también con un punto de comprensible
orgullo.
Es importante no caer en la tentación de hacer de sor Juana
un personaje más moderno de lo que es, ni mucho menos una feminista avant la lettre: de hecho, teológica e
ideológicamente puede considerarse a la autora bastante conservadora. Así,
cuando en la Carta atenagórica
responde al sermón del padre Vieyra, lo hace en defensa nada menos que de
Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y Juan Crisóstomo; ni son raras en sus
líneas invectivas contra Lutero. E incluso cuando va a buscar ejemplos de
mujeres instruidas que justifiquen su labor intelectual, recurre abundantemente
a las Escrituras, como se ve en la Respuesta.
También en otras materias, como la astronomía o la medicina, encontramos esta
ortodoxia.
Igualmente tentador podría ser olvidar el carácter
eminentemente artificioso, formulista y estereotipado del arte barroco y
suponer, a partir de sus versos, un trasfondo autobiográfico casi con total
seguridad inexistente, o sólo muy remoto. Con ello es muy posible que
perdiésemos de vista alguno de los elementos más novedosos de la poesía de sor
Juana, como su insistencia en la aplicación del racionalismo (estilísticamente
recurriendo a menudo a lenguaje de tipo judicial) a las disputas o dudas
amorosas, imponiendo casi siempre la razón sobre el gusto.
Lo que sí es cierto es que el uso recurrente de ciertos alias
(especialmente Fabio), permite hacer una lectura “narrativa” entretenida e
interesante de un ciclo de los poemas de amor/desamor. Aparte de estos,
temáticamente lo que encontramos en su obra son, de una parte, los muy
abundantes poemas de circunstancias y, de otra, los asuntos filosófico-morales
habituales del barroco: la vanidad, el honor, los celos —curioso lo mucho que
habla la autora de ellos—, las contradicciones del mundo y de la gente… con una
llamativa escasez de poesía religiosa.
Posición muy destacada, sin embargo, la ocupa El Sueño, un poema compuesto por casi un
millar de versos, en estilo deliberadamente gongorino, con un lenguaje inundado
por auténticas cataratas de hipérbatos, referencias mitológicas, digresiones,
amplificaciones… Según su autora, esta fue la única pieza poética que escribió
por gusto, debiéndose todas las demás al mandato. La ausencia de fechas de
composición de toda su obra hace imposible calcular la veracidad de las
palabras de sor Juana.
La sencillez de la premisa de El sueño es inversamente proporcional a la densidad de su estilo:
tras haber comido, un sopor sobreviene a la voz lírica, que se imagina
observando todo cuanto existe en derredor desde la enorme altura de una
pirámide o monte; allí, se plantea la cuestión de la imposibilidad del
conocimiento humano total, tanto por vía inductiva como deductiva, en un caso
por la vastedad excesiva de lo contemplado, y en otro por el detalle abrumador.
La elección de un asunto tan árido como la epistemología, con repaso de los
conocimientos sobre fisiología, botánica, etc., de la autora da fe de su
defensa a ultranza del conocimiento y el racionalismo; pero quizás lo más
llamativo sea que la voz que emplea para llevar a cabo ese hercúleo esfuerzo es
femenina —como queda claro en el último verso del poema—, no perdiendo nunca
sor Juana la posibilidad de reivindicar las capacidades intelectuales de la
mujer.
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