Empiezo poniendo "Buenos días, princesa", que Nicola Piovani compuso para la película La vida es bella, para acompañar al texto que sigue.
Este está siendo un año de despedidas caninas: ayer murió
mi perra Minoka, a la que familiarmente llamábamos Mini, próxima a cumplir los
quince años.
Mini era un diminuto cruce de pekinés y chino crestado (en
la foto puede verse lo pequeña que era por comparación a su compañera Cosita,
fallecida en junio, que era un caniche enano). La “rescatamos”, por así decir,
de unas condiciones inadecuadas y de una infancia maltratada que condujeron a
una desconfianza en los humanos que tardó mucho tiempo en desaparecer: tuvieron
que pasar años antes de que dejase de temblar cuando se la cogía al colo (o
simplemente se la separaba del suelo), e incluso de vieja seguía encogiendo la
cabeza y las orejas cada vez que una mano se acercaba para rascársela.
Comía como un pollito y tenía un temperamento gatuno (de
hecho, de cachorro, se educó con dos gatos que había en la casa): era
independiente y no precisaba grandes mimos, que más bien rehuía. También era
maniática, y detestaba que le tocasen las orejas o las uñas (menos en los
últimos tiempos). Nunca fue juguetona, sino una perra callada y tranquila,
aunque con una personalidad indomeñable, que solía desobedecer con una
parsimonia y una displicencia verdaderamente envidiables. Le gustaba dormir
enroscada cerca de la gente, lo cual hacía con sumo cuidado si estaban
enfermos.
Mini era epiléptica de nacimiento. En los últimos tiempos
se había quedado prácticamente sorda. Su provecta edad (y la enfermedad,
supongo) la había sumido en una debilidad física que la hacía a veces perder el
equilibrio o tropezar con sus propias patas. Pero era, como puede verse hasta
aquí, una superviviente nata: pese a las estimaciones iniciales, que le daban
meses de vida, acabó sobreviviendo más de tres años al cáncer que finalmente la
venció. Aunque claro, como suele decir mi madre, a esas edades, se muera de lo
que se muera, se muere uno de viejo. Y aunque el desenlace esperado le resta
amargura al hecho, no lo hace menos triste, aunque con una de esas tristezas
apacibles y abúlicas a las que son tan propensos los atardeceres soleados de
otoño, como el de ayer. Nunca dejará de fascinarme el hueco tan grande que
puede dejar algo tan pequeño, ni la enormidad de la ausencia de lo que se da
por sentado.
Buenas noches, princesa.
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