De pequeño tuve un caso de notable estrabismo
en el ojo izquierdo. No recuerdo exactamente en qué momento me diagnosticaron
hipermetropía, pero para cuando empecé el parvulario, a los cinco años, ya
llevaba gafas.
Lo que sí recuerdo con total nitidez es el
momento en que mi madre empezó a sospechar que yo podía tener algún problema de
vista. Estábamos cenando cuando, a raíz de algún comentario cuya naturaleza he
olvidado, mi madre creyó entender que yo había afirmado tener dos madres
(aunque, racionalmente, yo sabía que, lejos de debates teológicos, mi señora
madre era única tanto en naturaleza como en persona). Tras demandar
aclaraciones sobre aquella afirmación, acabó por preguntarme:
-Vamos a ver. Si miras hacia mí, ahora,
¿cuántas mamás ves?
A lo que yo respondí, sin dudar, dos, como
que era cierto que las veía. Y, para mayor precisión, añadí, señalando con el
dedo:
-Una ahí y otra ahí.
-Y si miras hacia papá, ¿cuántos ves?
-Dos. Uno ahí y otro ahí.
Todavía está muy fresco y sin cerrar el
debate sobre si un niño puede o no tener dos padres o dos madres, como para que
yo venga ahora a echar más leña al fuego afirmando que incluso puede tener dos
de ambas calidades y especies. En todo caso, quienes padezcan de la vista no se
extrañarán de lo hasta aquí referido, puesto que es lo más corriente en estos
casos que la realidad cobre apariencias inusitadas, duplicándose o aun
triplicándose los objetos, confundiéndose las montañas con castillos almenados
– sobre todo los días de lluvia – e incluso deviniendo gigantes los molinos.
El caso es, en definitiva, que, al ponerme
gafas, como por ensalmo, mis “otros padres” desaparecieron. Dejo para los
especialistas en esas lides las consideraciones sobre la influencia que pueda
haber tenido en mi carácter esta orfandad tan temprana, o el peso que pueda
tener, en general, en el desarrollo del niño dos experiencias tan extremas como
la pérdida parental a tan corta edad y el descubrimiento de la realidad “tal
cual es” (permítaseme por esta vez la simpleza).
Por mi parte, me gustaría solo destacar que
no requiere mucho esfuerzo constatar el altísimo número de escritores que han
llevado gafas (o que, sin llevarlas, las hubieran necesitado). Y, siguiendo
este hilo, no me parece imposible que muchos o al menos algunos de ellos
hubiesen experimentado algo parecido en su infancia, lo cual solo puede
fructificar en una constatación temprana de que una cosa es lo real y otra lo
aparente, y que hace falta ir más allá, mucho más allá, de lo que se ve a
simple vista para tan siquiera comenzar a comprender (o, más bien, vislumbrar)
lo que las cosas son (o pudieran ser).
Y siendo cierto como lo es que cuatro ojos
ven más que dos, al menos en ocasiones, no es de extrañar que, con tan larga
experiencia, los portadores de gafas estemos especialmente dotados para algo
esencial para la literatura: la mirada inquisitiva: una cosa es lo que se ve,
otra muy distinta lo que es. Hay que ser muy platónico (y muy filosófico, en
general) para dedicarse a esto de juntar letras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario