El
sonido de las plácidas respiraciones es casi inaudible. Ella tiene
la sien apoyada sobre el puño. Él duerme con una mano sobre el
pecho. En sueños, sus otras dos manos se han buscado y reposan
apenas entrelazadas entre ambos.
De
pronto, se incorporan en la cama cogiendo aire como si les hubiesen
echado un jarro de agua helada. ¿Qué ha sido eso? Tras un instante
de silencio, vuelve a repetirse: ¡un grito aterrador viene de la
habitación del hijo!
Apenas
capaces de desembarazarse de las sábanas, salen disparados, pero
cuando llegan a la puerta de la habitación, descubren que está
atrancada.
-¡Álex,
abre la puerta!
-¡Noooo
—grita el niño—, déjame!
La
sangre se les hiela en las venas al oír una rasposa voz:
-¡Vamoz,
niño, abre la boca! Quieraz o no, te la voy a meter.
Los
padres aporrean la puerta, desesperados.
-¡Eh,
quién está ahí? ¡Deja en paz a mi hijo, cabrón!
Él
se abalanza sobre la puerta infructuosamente. Por el pasillo vuelve
corriendo la madre, blandiendo un martillo, y asesta al pomo un golpe
que lo hace saltar por los aires.
La
puerta se abre y ambos se precipitan al interior. No pueden creer lo
que ven: un orondo gato sujetando unas tenazas agarra los mofletes de
su hijo.
-¿Qué
demonios... —alcanza a balbucear el padre, incrédulo—.
-¡Oh!
—se gira el gato, descubriéndose un sombrerito ridículamente
pequeño—: el Gato Zéper, para zervirlez a uzted y zu zeñora.
Ezto eztá lizto: zu hijo vuelve a tener zu muela.
Y
lanzándola al aire, hace caer en su bolsillo la moneda que habían
dejado bajo la almohada.
-¡Yo
quiero mi moneda! —chilla el niño, enfurruñado—.
-¡Zi
pretenderán que trabaje gratiz! ¡Panda de dezagradecidoz!
Y
saltando ágilmente por la ventana abierta, le ven perderse por los
tejados.
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