Título: Sus ojos miraban a Dios Autor: Zora Neale Hurston
Valoración: ♥♥♥♥
“Es
tan fácil sentirse esperanzado a la luz del día,
cuando
puedes ver lo que deseas.”
—Zora Neale Hurston, Sus
ojos miraban a Dios—
Vamos
al garaje, de un tirón quitamos la sábana que la recubre —cof,
cof, ¡qué de polvo!— y, una vez más, nos subimos en nuestra
máquina del espacio-tiempo literario. ¡Y esta vez es para dar un
buen salto!
Dejamos
a Bertha von Suttner y la remota y fría Austria y, avanzando casi
cuarenta años, volvemos a pisar suelo norteamericano. Estamos en
1937. Y claro, 1937 no es 1859 —fecha en que, recordemos, Harriet
Wilson había publicado Our nig—,
no sólo por los setenta y ocho años que los separan, sino porque a)
estos se producen en uno de los momentos de avance más rápido de la
historia humana —sólo hay que pensar en las redes de ferrocarril y
medios de comunicación disponibles en cada uno de esos momentos—;
b) de por medio, EEUU sufrió cinco años de Guerra Civil, y el mundo
la 1ª Guerra Mundial. España está inmersa en su propia
confrontación, y los tambores de la 2ª Conflagración Mundial, con
Hitler armándose hasta los dientes, resuenan ya en lontananza. Y es
lo que tienen las guerras, que lo cambian todo.
Pero
por ahora, EEUU es un país muy distinto al que dejamos en nuestra
última visita. Es una nación próspera y su papel internacional
está claramente asentado. Una de las cosas que la guerra barrió
consigo fue la esclavitud, por fin proscrita en el territorio
americano del norte. Pero ello no significa que la integración de la
población afroamericana sea ya plena, no sólo por cuestiones
sociales: siguen en vigor las leyes que respaldan la segregación.
Sin
embargo, no cabe duda de que se han producido cambios. Y muchos. De
ello hará prueba nuestra valiente de hoy, Zora Neale Hurston, nacida
en 1891 y autora, entre otras, de la novela Sus ojos miraban a
Dios. El primer factor en que
descubrimos un cambio es el origen
de Hurston: su padre era predicador, y llegaría a ser alcalde de una
ciudad, Eatonville (Florida); en tanto que su madre era maestra. En
dicha localidad pasaría Hurston la mayor parte de su infancia, hasta
que fue enviada a un internado. Después, tras trabajar un tiempo
como doncella, en 1917 —segunda diferencia radical con sus
antecesoras— comenzó a asistir a la universidad, en el Morgan
College de Baltimore, graduándose al año siguiente. Prosiguió
estudios de lengua y oratoria en la Howard University, siendo
cofundadora del periódico estudiantil. Posteriormente, en 1925,
recibió una beca para el Barnard College, Universidad de Columbia,
donde era la única estudiante de color. A los 37 años, en 1928, se
graduó en antropología. Allí colaboraría con nombres tan
relevantes del ámbito como Franz Boas, Ruth Benedict o Margaret
Mead.
El
año anterior había contraído matrimonio
con Herbert Sheen, antiguo compañero de clase que acabaría
conviertiéndose en médico. Se separaron en 1931. En 1939, Hurston
volvería a casarse, esta vez con un hombre veinticinco años menor
que ella, aunque la unión duró sólo siete meses.
A
lo largo de su vida, Hurston desempeñó múltiples empleos, tanto en
el ámbito académico como fuera de él, y
recibió diversos premios. Como antropóloga, viajó extensamente por
el Caribe, sudamérica, Jamaica y Haití —gracias
tanto a patrocinios privados cuanto a una beca Guggenheim—,
donde documentó prácticas de los campos madereros como el “derecho
de pernada”, experiencias que resultarían no sólo en obras
especializadas, como Mulas y hombres
(1935) o
Cuéntaselo a mi caballo (1938),
sino que permearían también su narrativa. En
1952 se encargó de la cobertura del caso de Ruby McCollum para el
Pittsburgh Courier.
Acabaría sus últimos años
olvidada y en la pobreza, falleciendo de una enfermedad cardíaca
en 1960.
Como
narradora, se la inscribe en el llamado Renacimiento de Harlem, del
cual participó a su llegada a Nueva York en 1925. Este es otro de
los factores diferenciadores esenciales de la vida y obra de nuestra
autora en relación a sus antecesoras y, en particular, a Harriet
Wilson: el Renacimiento de Harlem consistió esencialmente en la
reunión de escritores de color que, por primera vez, o casi, tomaron
conciencia de su legado cultural
propio y empezaron a expresarlo en sus propios términos, apartándose
de lo que más tarde la Nobel Toni Morrison denominaría “la mirada
blanca”, es decir, la composición y evaluación tanto de los
personajes como de las prácticas negros a través de los parámetros
de los blancos, lo que, por
muy bien intencionado que fuera, sólo podía resultar en un
tratamiento tópico, en un grado u otro.
En Sus ojos miraban
a Dios, Zora Neale rompe con
esta herencia, y lo que vamos a escuchar son voces genuinamente
afroamericanas, incluso en el empleo del lenguaje —factor
que, paradójicamente, jugaría en contra de su posteridad, ya que se
tomó a menudo como una herencia de modelos
narrativos racistas, más que como una constatación etnográfica—.
“Los pensamientos de
antaño volvían a estar al alcance de su mano, pero a fin de que
coincidieran con la realidad habría que inventar nuevas palabras, y
decirlas”.
Sin
embargo, sus intereses no se circunscribían exclusivamente a la
cultura afroamericana, y su
mente de antropóloga la llevó en
su última novela a centrarse
en el tratamiento de mujeres “basura blanca”, blancas pobres
sobre las
que se van a reflejar las teorías eugenésicas de los años veinte.
Autora
de relatos y novelas, se interesó también por las artes escénicas,
llegando a montar espectáculos teatrales y musicales, y fundando
incluso una escuela universitaria de arte dramático basada en la
“expresión negra pura”. De
sus cuatro novelas, me voy a centrar hoy en la segunda.
Como
anuncié, Sus ojos miraban a Dios
se publicó en 1937. Siempre es difícil establecer por qué la
posteridad ensalza a unos autores y no a otros, y también es verdad
que tras su muerte muchos autores recorren
una travesía del desierto hasta que razones igualmente difíciles de
esclarecer —a menudo relacionadas con el interés particular de
algún concienzudo estudioso— los rescatan del olvido. En todo
caso, no sería hasta la década de los setenta que la presente
novela fue recuperada,
tras pasar casi cuarenta años sin pena ni gloria, y más de una
década después de la muerte de su autora. Pero es muy posible que
consideraciones ajenas a la literatura, como la ausencia de
compromiso político en las obras de Hurston por oposición a las de
otros autores en boga en el mismo periodo, tengan mucho que ver con
ese ostracismo. Aserto en mi
opinión bastante discutible en el que no me adentraré ahora, pero
sirvan como muestra la crítica perspectiva que la autora muestra
sobre
la falta de unidad de la gente de color entre sí, permitiendo con
ello que los blancos se
aprovechen y los sometan; o
muy en especial sobre
de la repetición por los nuevos ricos afroamericanos de los modelos
de sus opresores (como cuando habla de la gran casa de Joe pintada de
“un blanco brillante y jactancioso”,
tal como podría serlo la del centro de cualquier
plantación algodonera —no
deja de ser muy sintomático el extrañamiento que la protagonista va
a sentir ante este hecho, por oposición al del resto de los
pobladores—).
Igualmente
el racismo adquirido de la Sra. Turner la convierte en un personaje
antipático no sólo para el lector, sino también para el resto de
los personajes del libro. Ni siquiera la protagonista siente un gran
aprecio por ella.
Sus
ojos miraban a Dios cuenta la
vida de Janie Crawford,
en los dos primeros capítulos
empleando una narrador omnisciente en tercera persona, que pasa a
partir del tercer capítulo a hablar desde la perspectiva de Janie.
Si tuviera que elegir un tema principal, yo diría que se trata de
una novela sobre la identidad, sobre
la plenitud vital y la autodeterminación:
a lo largo del texto, todos pretenden convertir a Janie en lo que no
es (la obra se abre, de hecho, con un corrillo de vecinos
que cotillean sobre ella); Janie,
en cambio, siempre con una actitud próxima a la resistencia pasiva,
se mantendrá firme e inamovible en su determinación de experimentar
el mundo según sus sentimientos le dictan. En
términos más generales, podría decirse que se trata de una
historia de mujeres narrada desde una perspectiva femenina: otras
cuestiones, como la integración, por ejemplo, aparecen, pero la
cuestión femenina es mucho más central.
“—Algunas veces Dios
también nos habla a las mujeres y se pone a contarnos sus cosas. Y
Él me ha dicho que estaba muy sorprendido de que, habiendo hecho Él
de otro modo, os hubierais vuelto todos tan listos y lo sorprendidos
que os quedaréis todos vosotros el día que descubráis que no
sabéis de nosotras ni la mitad de lo que creéis que sabéis. Es muy
fácil sentirse Dios omnipotente cuando todo lo que se tiene delante
son mujeres y pollitos”.
Estilísticamente
es una obra sobresaliente, con un uso muy imaginativo de las
metáforas y la simbología. Y, en este sentido, lo primero que puede
plantearse el lector es, ¿quién es ese “Dios” al que se alude
en el título? Según creo,
su significación es doble: por un lado, representaría al Destino;
por otro, al Amor; siendo en ambos casos metáfora de lo inevitable
—misma significación que
va a tener el huracán / inundación—.
Y es que Sus ojos
miraban a Dios es, quizás más
que ninguna otra cosa, una meditación sobre la
espera(nza), el amor y sobre
la relación de pareja ideal,
puesto que para Janie la vida
es un proceso de búsqueda y descubrimiento guiado por fuertes
intuiciones (la escena simbólica de las abejas libando es recurrente
y planea sobre todo el libro) y un ansia de
libertad inextinguible, que
conducirá, irremisiblemente, a la extinción del uno cuando se
cercena la otra:
“Así, poco a poco, Janie
fue aprendiendo a apretar los dientes y a callarse. El espíritu de
su matrimonio abandonó el dormitorio y se instaló en el salón.
Estaba allí para dar la mano cuando venían visitas, pero nunca
volvió a entrar en el dormitorio.”
“Janie se quedó inmóvil
donde él la había dejado y estuvo largo rato pensando. Estuvo allí
hasta que notó que en su interior algo se había caído de su
estante. Entonces penetró en su interior para ver qué era. Era su
imagen de ****, caída en el suelo y hecha pedazos. Pero mirándola
cayó en la cuenta de que en realidad nunca había sido la imagen de
sus sueños hecha carne y hueso. Era, sencillamente, algo que ella
había cogido al pasar y que había recubierto con sus sueños.
Entonces le dio la espalda a la imagen caída y se puso a mirar hacia
delante. En cierto modo ya no tenía capullos en flor que derramasen
polen sobre su hombre, ni tampoco frutos jóvenes y luminosos donde
antes se hallaban los pétalos. Se daba cuenta de los innumerables
pensamientos de los que nunca había hablado a **** y de los muchos
sentimientos de los que nunca le había hecho partícipe. Cosas
embaladas y almacenadas en zonas de su corazón donde él no podría
encontrarlas nunca. Estaba salvaguardando sentimientos para un hombre
al que no conocía. Ahora, ella tenía un interior y un exterior y de
pronto supo cómo mantenerlos separados.”
Un asunto que Zora Neale maneja con singular sutileza es el del
cortejo: el flechazo, a través de escenas en las que hay que leer
entre líneas, como cuando Janie es peinada por uno de sus amantes, o
cuando este le enseña a jugar a las damas.
Dentro de las relaciones de género, un tema crucial es el de las
posibilidades de elección que tiene una mujer, introducido muy
sutilmente por Hurston a través de innumerables detalles, como
cuando Joe no deja a Janie dar un discurso. En este ámbito, me
parece poderosísima la simbología del cabello recogido, y del acto
de rebelión de Janie de soltarse el pelo. Y también va a tratar la
dominación (frecuentemente maltrato) que, incluso hoy, sigue yendo
implícita en ambas experiencias —amor y pareja— para muchas
mujeres.
“—Tony ni siquiera le
toca un pelo. Él dice que pegar a una mujer es como pisotear a un
pollito. Pretende que las mujeres no tienen ningún sitio donde se
les pueda pegar (…) pero yo mataría incluso a un crío recién
nacido por una cosa así”.
La valoración del matrimonio, así, va a resultar bastante
ambivalente, ya que, por un lado, es el acto de ratificación del
amor cuando se consiente con total libertad; pero, por otro, es
reflejado como una aventura azarosa que puede fácilmente puede salir
mal:
“—(...) Pero estás
corriendo un riesgo muy grande.
—No más grande que el
que corrí antes y no más grande que el que corre todo el mundo
cuando se casa. Eso es algo que siempre cambia a las personas y a
veces hace salir suciedad y maldad que las personas ni siquiera
sabían que tenían dentro.”
El amor será para Janie, a pesar de la diferencia de edad, una
experiencia revolucionaria y enriquecedora que conduce a “pensar
nuevos pensamientos y (…) decir palabras nuevas”; un acto de
libertad —dentro del léxico empleado, no es accidental la
recurrencia de los término “ver” o “mirar”, como actos que
permiten tomar conciencia del entorno— en el que el deseo de
entrega y la fascinación marcan una diferencia sustancial, puesto
que el comportamiento de Tea Cake no es enteramente distinto al de
Starks o Killicks.
“Si él me abandonara, yo
no podría soportarlo. No sé lo que haría. Cuando las cosas van
mal, él es capaz de coger cualquier cosa pequeña y convertirla en
todo un verano. Y entonces, mientras no llega más felicidad, vivimos
con esa felicidad que él ha hecho.”
Y la edad, en una perspectiva modernísima, una mera cuestión de
mentalidad, algo que la propia autora debía refrendar, puesto que se
casaría con un hombre mucho menor poco después de aparecer el
libro. Otro factor vital que se traslada a la historia es que esta
se ambienta en Eatonville durante buena parte de la novela, a donde
Janie llega con Joe cuando se trata de poco más que un poblacho que,
gracias a la ambición del hombre —que acabará siendo alcalde—,
crece exponencialmente.
Otros temas que aparecen en la novela son la violación socialmente
consentida de las mujeres negras —que la autora había constatado
durante sus investigaciones etnográficas—, el repudio de la
maternidad —no perdamos de vista que, en este caso, se trata de
hijos no deseados fruto de una agresión— y la orfandad
consiguiente; o la diáspora de los trabajadores: es crucial tener en
cuenta que estamos en la época del Dust Bowl y, de hecho, hay
escenas y descripciones de Sus ojos miraban a Dios que nos
hacen pensar en algunos de los momentos más estremecedores de Las
uvas de la ira.
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