En una
ocasión escuché a Antonio Pereira afirmar que él distinguía los libros en
función de que estos tuvieran o no “ese
algo que no sé explicar pero que sé reconocer”. Bueno, pues Javier Ruescas
lo tiene: a pesar de su juventud (26 añitos), cuenta ya en su haber con ocho
libros (vamos, que él escribe más rápido de lo que nosotros leemos),
respaldados por un éxito unánime de crítica y público (entre otros honores, el
suplemento Babelia destacó Play como una de las mejores novelas
juveniles[1]
aparecidas en 2012). La primera vez que me topé con este autor fue hace unos meses
en su recomendable canal YouTube
(nuevos tiempos, nuevos modos), aunque no fue hasta más recientemente que el
eco de las redes sociales, en las cuales se prodiga mucho, me devolvió su
nombre, llevándome a interesarme por sus libros (que, anecdóticamente, descubrí
que ya había puesto en mi wishlist de
Amazon).
En su trilogía
Play, cuyas tres partes han ido apareciendo
año por año desde 2012, hay un magnetismo en la prosa que atrae y que la liga a
la realidad, incluso en los momentos en que sus personajes siguen cursos de
pensamiento o profieren afirmaciones que, en otro contexto, resultarían fuera
de lugar y poco creíbles. Ruescas es un escritor de su tiempo, con los pies en
la tierra y buen ojo para detectar tendencias, y esto se concreta de varias
maneras, pero muy especialmente en las innumerables referencias a la cultura
pop (ya solo en la pág. 14 del primer volumen aparecen mencionados los
dementores o el Punk’d de Ashton
Kutcher, p. e.), que le conectan de inmediato con la generación de sus lectores
y con la más inmediata actualidad: hace tan solo diez años, un presupuesto de
partida como el que sirve de base a Play
o hubiera causado risa por su imposibilidad, o como mucho hubiera caído dentro
de lo futurista. Pero después vinieron Justin Bieber, la explosión de las redes
sociales, la popularización de los realities
y talent shows y el evento Susan
Boyle … y modificaron para siempre nuestra forma de entender las carreras
artísticas, el estrellato, el papel de las empresas culturales, la privacidad,
etc. Temas tratados desde una perspectiva realista y crítica: puede que sea cosa
mía, pero me parece detectar importantes cargas de ironía en la elección de
nombres como, p. e., “Castorfa” (que se me antoja deliberadamente cutre; dicho
sea de paso, ¿habrá aquí un homenaje implícito a El río de los castores?), “Jamburguer” o “Develstar” (que,
pronunciado por un angloparlante, no tendría diferencia con “Devilstar”,
traducible por “Estrella maligna”: sentimos un escalofrío cuando la
representante de la empresa le pregunta a Leo si está dispuesto a darlo todo por sus sueños (Play, p. 221), porque nos suena a “¿Estás dispuesto a vender tu alma?”).
Al hilo
de la ironía en los nombres, cabe destacar la estudiada ambivalencia de los
títulos de cada una de las partes, de sobra explicada por el propio autor (play
= jugar / representar / tocar; show = espectáculo / mostrar; live = en directo
/ vivir), pero siempre remitiendo a esa idea de pugna entre lo real y lo
aparente, entre la fama como resultado de un esfuerzo artístico, representada
por Aarón, y de la fama como imagen o estética, representada por Leo.
Entrando
ya en materia, la trilogía nos cuenta las aventuras y desventuras de dos
hermanos catapultados a una fama repentina, Aarón y Leo, que en una suerte de
divertidísima dualidad jeckyllina, nos van a ir narrando su tránsito a la
adultez, y las decisiones, renuncias y
compromisos a los que han de llegar para ello. A este respecto debo decir, no obstante, que
ambos personajes tienen muchos más parecidos de los que ellos mismos estarían
dispuestos a admitir (a menudo les encontramos realizando consideraciones que
parecerían más propias del otro), simplemente afrontan de manera distinta las
mismas situaciones, y de ahí sus choques. El primer gran acierto de su creador
es permitirnos el acceso a sus voces, lo cual nos deja ver el contraste entre
la opinión que tienen el uno del otro y las similitudes en su manera de
expresarse mentalmente.
Se
trata de un estilo de escritura directo y pulcro, con un permanente toque de
humor ligero que va diluyéndose en una agridulce nostalgia en el tercer tomo
hasta alcanzar su clímax en el muy emotivo finale,
sin preciosismos innecesarios, de adjetivación exacta y austera (en una
historia como esta algo más profuso probablemente solo serviría para estorbar),
al servicio de la narración, que funciona muy bien (todo ello probablemente
derivado de la formación como periodista del autor: a lo largo de los años he
descubierto que se puede saber, o al menos intuir, si un escritor es o no
periodista por cómo escribe), y que no es ajena a frases muy trabajadas y de
gran aliento poético (en el sentido más etimológico del término). Ejemplos: “Había tanto que decir, tanto que reprochar
y que perdonar … Palabras que se habían acumulado a lo largo de todo ese
tiempo, que habíamos logrado mantener escondidas en algún rincón oscuro y que
ahora reclamaban nuestra atención” (Play,
p. 43). “Sí, aquella vida era brillante y
espléndida, digna de reyes. Pero la luz provenía de Leo, no de mí. Y yo había
terminado quedándome ciego de tanto esforzarme por mirar” (Play, p. 319). Se nota, además, una
progresión estilística a lo largo de los tres volúmenes, con una creciente
elaboración y madurez del texto[2]
que se acentúa notablemente en el libro final, Live, indudablemente el mejor escrito de los tres, y el más
profundo emocional y narrativamente hablando, al mostrarnos el lado más humano
de los personajes cuando han de enfrentarse a las crudezas de la vida fuera de
la burbuja que es la juventud. Este
último volumen, además, aunque es algo común a todos ellos, pone de manifiesto
una de las cualidades que revelan a un buen autor: cuando, a pesar de no haber
grandes giros inesperados, logra mantener el interés y la atención gracias a la
habilidad en el desarrollo.
Es de
destacar, en este sentido, el firme pulso narrativo de Ruescas, que ya es, por
lo dicho más arriba, un narrador bregado en las dificultades de contar
historias, y mantiene un ritmo constante, pero con velocidades diversas, a lo
largo de los tres libros, con gran dominio del tempo (todo se desarrolla con mucha
naturalidad), sin acelerones ni frenazos salvo en algún punto aislado, a lo
cual contribuye muy eficazmente la alternancia de narradores, que debe
reputarse como un pleno acierto (muy en particular no solo el uso de la primera
persona, que siempre añade un plus de realismo, sino, sobre todo, el haber
elegido que cada capítulo comience en el punto donde lo deja el anterior, en
lugar de andar pareando todo el tiempo las versiones contrapuestas sobre los
mismos hechos de los dos hermanos-narradores-protagonistas, lo cual, en una serie
de casi 1500 páginas, hubiera acabado inevitablemente por lastrar la historia).
Los diálogos, por su parte, se desarrollan con gran veracidad.
También
es de alabar, por lo mismo, la sabiduría en la elección de lo que narra cada
hermano (el autor es un hábil estructurador). Esta sucesión se hace con tanta
naturalidad y fluidez que, a veces, ni nos percatamos de haber cambiado de
narrador hasta que un comentario (más cínico Leo, más sarcástico Aarón) nos
revela a quién estamos escuchando; porque los caracteres de ambos hermanos
están tan bien perfilados que, por su forma de hablar o encarar determinada
cuestión, y por su manera de enunciarla, sabemos si estamos ante el tímido
Aarón o el soñador Leo (que es, dicho sea de paso, de todos los personajes el
que más evoluciona o madura a lo largo de la historia). Las autoironías del primero y el constante
remoquete del segundo hacen que ambos, por distintos motivos, nos caigan bien
desde el principio, incluso en aquellos momentos en que nos gustaría soltarles
una colleja.
Ya a
nivel general de personajes, encontramos buenas observaciones sobre los
caracteres y respuestas psicológicas, expuestos con efectividad y sencillez
(importante no confundir esto con simplonería):
yo destacaría, sobre todo, la coherencia del diseño: así, p. e., por cómo se
describe a Dalila al principio de Play,
no nos sorprende averiguar cómo es al final (excelente ocurrencia lo del ensayo
del guión); por cómo actúa Icarus de entrada, no nos sorprenden sus actuaciones
posteriores (y aquí utilizo sorprender
en el sentido de no resultar inexplicable). No obstante, he de decir que la
desaparición del personaje de Sophie de la historia se me antoja un poco
brusca; pero, como quiera que es un personaje con el que desde el principio no
logré conectar, se despide uno de ella sin gran tristeza.
Por
otra parte, normalmente, en lugar de describir a los personajes mediante el
recurso al apilamiento de adjetivos y descripciones, lo que hace muy
mañosamente el autor es permitir que el lector extraiga su propio parecer a
través de las acciones y comentarios de los mismos, y de las relaciones y
reacciones que tienen los unos respecto a los otros; pudiendo a veces incluso
entrar en conflicto con la opinión que tienen de sí mismos. Por lo demás, me
parece otro gran acierto el no haber incluido “supervillanos” en la historia,
sino personas con intereses contrapuestos que nos pueden parecer más o menos
legítimos y llevados a cabo con más o menos razonabilidad, pero como la vida
misma, al fin y al cabo. [Nota extra:
¿seré el único que se haya imaginado clarísimamente a Anjelica Huston en el
papel de Sarah Coen?]
Dentro
de la multiplicidad de temas tratados (fama, relaciones interpersonales,
privacidad …), que llevaría demasiado tiempo y espacio glosar y desmenuzar, hay
un aspecto extraliterario que me parece admirable (aunque, en realidad, todas
las decisiones que toma un escritor respecto a sus libros son literarias, al
margen de que puedan ostentar simultáneamente otras naturalezas): la
introducción sin ambages de la diversidad sexual. Es de agradecer la valentía y
honestidad del autor a la hora de reflejar una parcela de la realidad que
paulatinamente va tomando más presencia en la literatura juvenil, lejos ya de
las alusiones veladas y rebuscados subtextos de antaño. La valoración e
importancia de este hecho es algo ajeno a la crítica de los presentes libros, más
allá de la constatación de su plausible presencia, y por tanto lo dejo para
otro momento. Por las mismas razones es también merecedora de alabanza la
introducción del sexo, con gran franqueza y de forma nada almibarada pero
siempre con enorme elegancia. El tratamiento de estos temas hasta hace poco
oscurecidos en la literatura juvenil le parece a este lector no solo meritorio,
sino necesario.
En el
capítulo de cosas mejorables[3],
que en este caso afecta a detalles no ya menores, sino menorísimos, en primer lugar, estaría la repetición ocasional de un
mismo término o giro de forma muy próxima, en particular la tendencia a la
repetición del adjetivo “extrañado”, en detrimento de otras variantes léxicas. Por
otra parte, si arriba dijimos que el empleo de la primera persona añade un plus
de realismo, se echa de menos, aquí y allá, a pinceladas sueltas, un uso más
dúctil de los tiempos verbales, y en particular del presente: aunque una
historia puede haber ocurrido o estar ocurriendo, y en consecuencia emplear
el tiempo verbal adecuado, el acto narrativo en sí, por obvias razones, ocurre
siempre en el presente; así, creo que es preferible reservar este tiempo para
ciertas observaciones de carácter universal o permanentes, a efectos de no
enfriar la proximidad del narrador en primera persona. Ejemplo: “Por desgracia no me quitaba de la cabeza el
presentimiento de que sería una pérdida de tiempo, igual que el resto de
castings y encuentros con productores que había tenido hasta el momento. Yo no era
de los que se desanimaban con facilidad, ¡que el karma me librase!,
pero la verdad es que empezaba a cansarme de que no saliera nada a derechas” (Show, p. 49). A mi entender, no hay
dificultad ni desarticulación alguna en sustituir los tiempos subrayados por el
presente, sobre todo el tercero, puesto que se trata de una observación general
con validez no solo en el momento en que ocurre la historia, sino también en el
momento de narrarla. Como se ve, dos cuestiones (aparte algunas elecciones
sintácticas o gramaticales discutibles, incluidos al menos un par de casos de
laísmo) tan insignificantes que, ante la plétora de aciertos desplegada a lo
largo de estas páginas, casi me produce sonrojo traerlas a colación.
En resumen,
por la longitud y premiosidad de esta reseña ya se ve que Play me ha sorprendido muy favorablemente, siendo lo más destacable
de todo, más allá de las cuestiones estructurales, estilísticas, de personajes,
etc., la capacidad del autor para inducir de una manera fresca, jovial y fluida
el interés por lo narrado, de naturaleza tremendamente plástica: se nota que a
Javier Ruescas le apasiona contar historias, y eso se transmite a sus libros y
los lectores lo perciben. Estaremos atentos a la evolución futura de este
autor, que seguro merecerá la pena si continúa el desarrollo natural de Live. Por ahora, mientras aguardamos a
la aparición, en principio el año próximo, de su muy anticipado proyecto
circense-victoriano, podremos endulzar la espera echando un ojo al resto de su
producción. Vale.
[1]
Quiero aclarar que el concepto “juvenil” encaja
aquí más bien con lo que en el ámbito anglosajón se denomina “young adult” que
con la idea tradicional y estereotípica de lo que es la literatura para jóvenes.
Además, nunca me ha convencido del todo la dicotomía juvenil-adulto, por lo que
tiene de prejuicio en tanto que contraposición literatura para niños vs. literatura seria (¡como si hubiera
algo más serio que la educación y formación de los jóvenes!); y por lo que
tiene (como toda etiqueta, por otra parte) de arbitraria: ¿qué criterio
empleamos para clasificar un libro como juvenil? ¿La [presunta] sencillez del
lenguaje? ¡Bibliotecas enteras se transformarían en literatura juvenil! ¿La
edad de los protagonistas? ¡Buena parte de Twain, Dickens o hasta El tambor de hojalata se verían
transformados en literatura para niños! En todo caso, como muy sagazmente
observa Francesc Miralles en la solapa del primer volumen, nos encontramos aquí
con una obra y un autor que trascienden ampliamente el sello de lo juvenil y
que no se cuida de amoldarse a las convenciones de ese ámbito.
[2]
A este respecto, me interesa también mencionar
que, como algo común a los tres libros, se constata una naturaleza “bipartita”
de los mismos, con una primera parte más narrativa y una segunda más reflexiva.
[3]
AVISO
PARA NAVEGANTES: antes de que nadie
intente rebanarme el cuello mientras duermo por lo que sigue, y aunque no debería
ser necesario aclararlo, quiero expresar que tanto esta como las demás
opiniones vertidas en mi blog responden, obviamente, a pareceres estrictamente
personales que nada tienen que ver y en nada influyen en la calidad de las
obras en sí: simplemente, expongo diversos elementos que han captado mi
atención, aduciendo las razones que me han llevado a considerarlos de una
manera u otra. Que yo diga que una obra es buena no la convierte mágicamente en
algo excelso, y que detecte lo que estimo un error en otra no la hace digna de
figurar en el Index. Es todo una
cuestión de conectar o no con determinado autor y determinada obra o fórmula. ¡Prosigamos,
pues!
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