“Adquirir el hábito de
leer es construir un refugio para
casi todas las miserias
de la vida”
– W. Somerset Maugham –
La literatura me salvó la vida en
cierto punto. También la música. Vivo en los libros. Habito en ellos. Existo
en, por y para la literatura. Me siento infeliz e incompleto cuando me veo
obligado a estar apartado de ella. No exagero. Quizás a algunos les resultará
pueril esta declaración, o triste, o tremendista, o antisocial, o a lo peor una
mera pose. En realidad, me da lo mismo: hablo de mi experiencia, de lo que el
arte, concretado sobre todo en esas dos manifestaciones, es para mí. Pero leed
hasta el final antes de sacar conclusiones precipitadas.
Porque para mí, citando a mi buen
amigo M. J. Díaz Vázquez – de cuyos especialísimos libros he hablado ya aquí
alguna vez –, lo esencial se realiza en lo abstracto, y lo accesorio en lo
concreto. Me explicaré: para mí no hay diferencia entre una noticia que se pasa
en el telediario y una historia contada al calor del fuego. No hay diferencia
entre un testimonio paleontológico o una frase grabada en una tabla de arcilla
hace milenios. No me causa más temor ver a alguien empuñando un arma que intuir
una sombra entre la niebla. Ni siquiera hay diferencia entre lo que experimento
a través de mis sentidos y lo que alguien me explica, de viva voz o impreso en
unas páginas. Todas esas cosas presuponen una estructura previa – la memoria, y
su trasunto físico, el cerebro – que me permite percibir esa cosa llamada realidad, que no es más que un conjunto
de percepciones agrupadas por la experiencia particular de determinada manera –
de ahí que dos sujetos, preguntados por un mismo hecho, den dos versiones
distintas, es decir, enuncien dos realidades diversas[1]
–.
Ahora bien; si esa estructura se
destruye, si falla el cerebro – tal vez la realidad más concreta que puede
haber – y se desintegra la memoria, el sujeto pasa a vivir en un eterno y
pavoroso presente, como caído a él abruptamente, como surgido o vomitado en él
desde la nada, aterrador porque se carece para el mismo de una cartografía
fiable – la experiencia – que lo haga reconocible y anticipable. Y de igual manera, el sujeto que carece de dichas
estructuras, tampoco podrá elaborar un relato fiable para el futuro. Es presente,
habita en el presente, se realiza en el presente, y se agota en el presente –
lo más concreto, tal vez, que puede haber fuera del cerebro –. Dicho de otra
manera: la realidad existe porque hay seres pensantes capaces de percibirla. Si
se pierde la capacidad de acumular o recordar información sobre ella que
permita interpretarla, la realidad se desdibuja y cesa de existir: se
transforma en un algo cambiante regido por el puro azar y el delirio. Y toda aquella
información es, siempre, abstracta; no solo porque suponga una abstracción de
la realidad, sino porque es inmaterial y se almacena en el cerebro, en la
memoria. He convivido con el Alzheimer. Sé de lo que hablo. Da igual las
experiencias que haya tenido o las que tenga, las ficticias o las reales: para
esa persona serán inexistentes y, a ratos, serán una y la misma cosa: lo
imaginado será tan real como lo vivido.
Más aún: si uno no es capaz de
enunciar la realidad, no puede decirse con propiedad que exista. ¿Alguien
recuerda a los campesinos o los obreros del siglo XIII, aquellos que murieron a
cientos de miles durante la peste bubónica sin dejar apenas un eco? No. No son
más que un término, un número los más afortunados, un apéndice o una nota al
pie constatada por otros, en su día o ahora, sin los cuales no tendríamos la
menor noción de su existencia: si uno no vive más que para cumplir sus
necesidades básicas más perentorias – pocas en número y no por ineludibles más
relevantes, no será necesario enumerarlas aquí por evidentes – sin figurarse
una interpretación de lo que le rodea, apenas puede decirse que haya existido:
los confines de la vida se extienden mucho más allá del mero arar los campos
para saciar un hambre que te impulsa a repetir esa tarea para saciar la del día
siguiente y así al otro y al otro y al otro …
He mencionado, unas líneas más
arriba, al “eterno y pavoroso presente”; alguien podría objetar que todos
vivimos en el presente. Falso. O con matices, al menos: los seres humanos somos
las únicas criaturas del planeta que, con absoluta certeza, podemos viajar al
pasado y al futuro. Efectivamente, un perro jamás podrá enunciar la frase: “El
hueso que me comí el día anterior a ayer” (observación, si no me falla la
memoria, de Wittgenstein). En cambio, una mujer puede perfectamente estarse
pintando los labios al mismo tiempo que le cuenta a una amiga lo que hizo la
noche anterior y lo que pretende hacer la próxima. Puede, incluso, anticipar su
reacción si se presentan X escenarios. Habita, pues, tres planos de la realidad
distintos, los tres a la vez, ninguno de los cuales puede existir sin su
capacidad para abstraerlos. Y, así, por tanto, o la realidad es todo, o no es nada. O la realidad es cuanto
puede percibirse, por el medio que sea, o la realidad no existe. Lo que
conduce, inevitablemente, a que lo contado en un libro de Historia no sea más
real que lo contado en El Quijote; lo
presentado en el telediario no tenga más entidad que la catástrofe de una
película de Michael Bay; una carta del Ministerio de Hacienda no sea más
auténtica que la caverna platónica.
Y así llegamos al Arte, aquí
concretado en la Literatura. Los seres humanos somos seres fabuladores por
naturaleza: explicamos el mundo a través de ejemplos (mitos, si se quiere), con
la intención de transmitir verdades superiores inaprehensibles de otro modo.
Algunos incluso contamos mentiras (quien miente es siempre quien más sabe de la
verdad: tanto, de hecho, que se atreve a transformarla, a veces incluso de
forma grotesca; en otras ocasiones, de forma afortunada, o piadosa); alguien
definió una vez el arte de novelar como el de fabular cosas inventadas sobre personas
que nunca han existido. Porque fabular nos permite acumular, de forma tan
placentera como si los realizáramos efectivamente, experiencias sobre los
hechos presentados a través del vehículo artístico de que se trate (un libro,
p. e.). Cuando alguien dice que prefiere vivir
determinada experiencia porque leerla
no es lo mismo, lo que afirma no es algo cierto e indiscutible: está meramente
enunciando una incapacidad suya, una limitación de su pensamiento abstracto
para acceder a una experiencia ajena presentada artísticamente.
(continúa aquí)
(continúa aquí)
[1]
No obstante, la experiencia individual está también mediatizada por la que la
especie ha acumulado, educando a nuestra propia percepción para primar unos
elementos en detrimento de otros en nuestra interpretación de la realidad: si
se pidiese a dos personas que describiesen algo tan concreto y común como una
mesa, es casi seguro que ambas harían referencia a que se trata de un objeto
con cuatro patas, y es altamente probable que afirmasen que las mesas son
rectangulares. Es incluso posible que mencionasen que acostumbran a estar
hechas de madera. Ahora bien; existen mesas cuadradas, redondas, ovaladas,
triangulares … con tres, dos o un pie … de metal, de plástico, de metacrilato …
Entonces, ¿por qué la definición digamos “estereotipada”? Porque a través de nuestra
boca habla también la experiencia de la masa, que nos ha transmitido – a través
de la educación, es decir, de la inmersión en determinado paradigma cultural –
una visión abstracta de algo concreto que nos permitirá anticipar una
experiencia futura: nadie que haya visto una mesa rectangular de cuatro patas
dudará de lo que es una redonda con un solo pie.
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