Encandilar a los demás, hacerles reír contándoles historias,
es algo que siempre ha habitado en el centro de mi ser. Sin embargo,
convertirme en escritor a los diez o doce años era todavía una cosa difusa e
inexacta, a ratos sustituida por otras posibles vocaciones, que me parecía viable
sin sentarme a escribir de manera sistemática, como si las obras fuesen a
aparecer por generación espontánea dentro de sus carpetas, adornadas incluso
con intrincadas caligrafías alejadas de los garabatos que con esfuerzo soy
capaz de perpetrar en un buen día.
En 7º de EGB (sí, soy tan dinosaurio que aún hice la EGB
antigua, ¡qué pasa!), por primera vez tuvimos que hacer lecturas obligatorias
para clase. Aquello fue casi como si las puertas del averno se hubiesen abierto
para la mayoría de mis compañeros, una ocurrencia insólita de la profesora de
lengua castellana, que nos mandó leer nada menos que ¡tres libros! ¡en un
curso! Como pobre consolación, se decían que la profesora de otro grupo
obligaba a sus alumnos a aprenderse de memoria el “¡Adiós, ríos; adiós fontes!”
de Rosalía, así que en comparación salíamos ganando … Coñas aparte, comprendo
la pesadez de la tarea para quien no estuviese acostumbrado a realizarla motu proprio; como este no era mi caso, me
dispuse al empeño con mi mejor ánimo y tengo que reconocer que la buena de
Mercedes – he olvidado el apellido, pero no su rostro, una mujer bajita,
rubicunda, sonriente y tan llena de energía e ilusión que necesariamente estaba
abocada al desastre, que se materializó en forma de llantina en mitad de una
clase, ya mediado el curso, a saber por qué motivo, frustración, me figuro –
tuvo excelente tino en sus elecciones, que satisficieron incluso a mis
descorazonados compañeros: Charlie y la
fábrica de chocolate, de Roald Dahl – que me subyugó tanto o más que 101 dálmatas; tanto, de hecho, que por
mi cuenta y riesgo decidí añadirle El gran
ascensor de cristal –; El río de los
castores, de Fernando Martínez Gil – primer libro con el que lloré –; y Konrad, el niño que salió de una lata de
conservas, de Christine Nöstlinger – que en mi cabeza es una lata de
sardinas y me hizo reír como nunca –. El impacto de estos volúmenes en mi
“carrera” de lector fue tal que, los dos últimos, me los recompré en la edad
adulta por mera añoranza.
Mis visitas a la biblioteca escolar eran constantes desde
algún tiempo antes. Al principio sacaba sobre todo libros de animales,
siguiendo mi perenne y hasta hoy conservada fascinación por la materia. Fue así
como descubrí a Gerald Durrell y cosas como El
nuevo Noé. También en 7º de EGB, o poco antes, leí por mi cuenta Las brujas, de Roald Dahl; La isla menguante, de Pilar Mateos; y El pequeño vampiro, de Angela
Sommer-Bodenburg. Me figuro que en las clases de lengua gallega también nos
mandarían leer algo, pero si fue así, no lo recuerdo: mi mente solo ha retenido
que esa asignatura nos la daba un tipo llamado Salustiano que era o había sido
sacerdote y que empezaba todas y cada una de las clases rezando una oración – y
no, no estudiaba en un colegio religioso … pero aquellos, queridos niños, eran
otros tiempos, como suele decirse –.
Entonces murió mi abuelo en un desgraciado accidente de
tráfico y, como todo en este mundo, ese hecho desencadenó otros: tendría en
torno a trece años cuando nos mudamos por primera vez de casa. Aunque nos
desplazamos a la casa de “los otros bisabuelos” de los que hablé en la segunda
parte, para acompañar a mi bisabuela, que en poco tiempo había perdido a su
marido y a su hijo; y aunque el desplazamiento no suponía una gran distancia –
40 km. en coche, en línea recta probablemente ni la mitad –, fue como
retroceder un siglo en la máquina del tiempo: repito que estoy hablando de una
época en que no había internet, ni Skype, ni Whatsapp: las únicas posibilidades
de comunicación eran el teléfono – fijo
– o el correo postal. Así que me vi separado de mis amigos y del pueblo en el
que me había criado, el cual, por contraste con el sitio en el que ahora vivía,
parecía una gran urbe – tenía, sin ir más lejos, el único cine activo en 150
km. a la redonda, al cual me había acostumbrado a ir a razón de una, dos y
hasta tres veces por semana –. Ahora, en cambio, estaba atrapado – se me
antojaba una prisión – en un pueblecito mucho más pequeño, ni siquiera en el
propio pueblo, sino en una aldeíta aledaña, en un caserón rodeado por apenas
otros seis en los que no había niños.
Es una experiencia que dramaticé en exceso. Juzgándola desde
el presente veo con claridad que no la valoré en todo lo que merecía, ni la
aproveché al máximo, … pero claro: eso lo veo hoy, con mi yo de hoy, que se ha
forjado, entre otras, con esa experiencia. Mi petimetre yo adolescente, en
cambio, ni pudo ni supo ni quiso aprovechar lo que se le ofrecía, y trataba a
aquellas gentes que consideraba zafias, incultas y vulgares con una
displicencia versallesca tan insufrible como inaceptable. Me llegué a llevar
bien con algunos compañeros – siempre en el entendido de que pertenecíamos a
mundos diferentes que nunca podrían tocarse (¿habéis oído alguna vez algo más
pedante?) –, aunque no trabé auténticas amistades, en buena parte porque
entonces empecé a dar rienda suelta al talante reservado de mi carácter – reservado,
que no tímido, no confundir los términos –. No sería justo decir que mis
compañeros me pusieron las cosas difíciles, porque siendo honesto, la verdad es
que ni siquiera les di la oportunidad de intentarlo – perdiendo con ello los
primeros y tímidos avances hacia una intimidad física que no recibieron
respuesta alguna por mi parte –. En general, no soy de los que se arrepienten
de lo que hacen o dejan de hacer, porque creo que la vida no es un problema
matemático, y que uno toma unas decisiones u otras en base a lo que sabe o
siente en un momento concreto, no hay soluciones correctas e incorrectas. Pero
hoy (hoy, jeje) haría las cosas de
otro modo. De hecho, el lugar del que hablo es el lugar en el que veraneo todos
los años desde hace unos doce, y para mí es el paraíso – creedme, vivo al lado
de una autopista, sé valorar el silencio –.
Pero bien. Cuando los confines de tu mundo se reducen a los
de un ventanuco de 60x30 desde el cual solo puedes ver una pared de piedra,
estás receptivo a las experiencias que te permitan “volar”. Fue en este
contexto cuando se cruzó en mi vida Mari Carmen Soto, profesora de lengua
castellana, lengua gallega, y tutora del único grupo de 8º de EGB que había en
el colegio – un grupo tan pequeño que hubo que juntarlo con el de 7º para poder
ir a la excursión de fin de curso –. La importancia de este encuentro se deriva
del hecho de que, considerando el estado actual de la educación y la cultura,
la buena mujer tomó una decisión que hoy día sería calificada directamente de
temeraria: resolvió que para la materia que había que dar el tiempo llegaba de
sobra y, por tanto, las sesiones del viernes por tarde las pasaríamos en la
biblioteca, así como las de tutorías, puesto que para esa labor no era
necesario estar en un despacho ni en un aula. Allí, deberíamos leer, a nuestra
elección sin más restricción que que se tratase de libros de la biblioteca – supongo
que para cerciorarse de que efectivamente leíamos – un mínimo de tres libros en
castellano y otros tres en gallego por
cada trimestre, sobre los cuales elaboraríamos una ficha de lectura que
incluiría los datos técnicos, una sinopsis – que expresamente no podía estar
copiada de la de la solapa – y una pequeña opinión personal. Fue ahí cuando y donde
descubrí a Michael Ende (La historia
interminable), a Gianni Rodari (Cuentos
por teléfono) y la poesía de Espronceda, que, junto con la de Rosalía de
Castro, andando el tiempo, se convertiría en mi primera gran influencia
literaria. Tengo la noción de que leí muchas otras cosas, pero esos son los
títulos que se han quedado grabados en mi cerebro.
A mayores, y esto ya como tarea para todo el curso, debíamos
leer obligatoriamente la obra de un escritor procedente del mundo de la
publicidad que venía de sacar su primera novela, avalada por el Premio Edebé de
Literatura Juvenil, quizá os suene ;) : el nombre era Carlos Ruiz Zafón, y el
libro, El príncipe de la niebla, el
primero de “terror” que leí – ya, ya sé que estaréis pensando que es un libro
muy ligerito para las carnicerías que se ven ahora, pero probad a leerlo con “Pax deorum” de fondo durante
una noche de tronada, y ya veremos :P –. Este pequeño volumen me mantuvo
completamente enganchado de principio a fin, y de hecho lo leí dos veces
durante aquel curso – ¡OMG, la escena del barco! –.
El otro gran descubrimiento que hice durante aquel tiempo fue
la música, y en concreto la música clásica. Durante mi infancia había llegado a
tener algunas grabaciones para niños, tipo Los
Barbapapá o la banda sonora de La Sirenita,
pero nunca había pensado en ella como un vehículo para transmitir historias e
incluso conocimiento. El año anterior EMI había relanzado creo que la última
grabación – de las varias que hizo – que el legendario director austríaco Herbert
von Karajan realizó en 1984 de Las cuatro
estaciones con la Filarmónica de Viena y Anne-Sophie Mütter como solista;
desde la primera vez que vi el spot publicitario me enamoré perdida e
irrevocablemente de aquellos sonidos celestiales, en particular de la Tormenta de verano, y pedí a mi madre
que me comprara aquella cinta – que conservo – como regalo de cumpleaños.
Vivaldi permanece como uno de mis fetiches musicales hasta el día hoy.
Aquel mismo año, la cantante y compositora irlandesa Enya –
por alguna razón en aquel momento yo creía que era francesa – lanzó al mercado
su álbum The memory of trees;
nuevamente quedé encandilado con la composición que da título al disco, y
nuevamente pedí “a los Reyes Magos” que me trajeran aquello por Navidades.
Junto con la música de Chopin – que descubriría al año siguiente en la
insuperable grabación de Maria Joâo Pires de los Nocturnos para Deutsche Grammophon –, la música de Enya – mi artista
musical favorita – ha sido el hallazgo musical más revolucionario que he
experimentado nunca. Tanto que, de hecho, durante los meses siguientes me hice
con el resto de su discografía – y más adelante volví a comprármela toda en CD,
cuando obtuve mi primer reproductor de este tipo –. Fue también la época en que
empecé a consolidarme como buen estudiante, supongo que a falta de otras
distracciones, de modo que las horas de mis días se distribuían entre las
clases, el estudio – que amenizaba con la radio puesta, donde escuchaba el
programa que Cristina Tárrega tenía en Cadena Dial, la única emisora que se
captaba desde mi cuarto (ya os he dicho
que se trataba de un lugar apartado y hace muchos años) –, la lectura y la
música.
Bien mirado, con tanta ocupación fue en realidad un año que
se pasó rápido, al final del cual, la familia, para preservar la sanidad mental
de sus miembros, cada vez más mustios, resolvió regresar al pueblo del que habíamos
venido, lo cual efectivamente hicimos al acabar el curso. De repente, retomar
las amistades y los usos a los que estaba acostumbrado fue como si me abrieran
las puertas de la cárcel para permitirme vagar libre. Sin embargo, algo en mí
se había transformado ya para siempre, y tomé conciencia por primera vez de lo
rápido que puede cambiar una persona: me volví más tranquilo – aunque no sereno
todavía, eso llegaría más tarde – y el carácter expansivo y jacarandoso de mi
infancia dio paso a la reserva que me acompaña hasta el día de hoy.
(continúa aquí)
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