Sumándome a la catarata de
noticias relacionadas con el aniversario del nacimiento de la prolífica escritora
francesa Marguerite Duras, que se cumple hoy, presento mi breve reseña de su
famosísima novela El amante, uno de
mis libros favoritos absolutos de todos los tiempos, que leí en abril de 2009. La
obra apareció por primera vez en 1984, cosechó un rotundo éxito de ventas y
obtuvo el Premio Goncourt de ese año. Posteriormente, en 1991, una vez que ya
había muerto “el amante”, Duras dio a la estampa una segunda versión
estructural y estilísticamente muy diferente de la primera, bajo el título El amante de la China del norte.
“Novelizando” su experiencia de
juventud desde su vejez (Duras tenía casi 70 años cuando la escribe), la autora
relata en esta brevísima novela, en una primera persona que aproxima a El amante más a la autobiografía que a
la novela propiamente dicha, sus recuerdos de adolescencia en Saigón, cuando, a
los quince años (edad de la protagonista en la primera versión y de la propia
Duras en la vida real), entabla una relación ilegal (por la diferencia racial) con
un acaudalado heredero chino doce años mayor que ella (en la versión posterior,
quince). A ello se ve abocada tanto por su situación de desamparo en el mundo
(como hija de una viuda francesa inestable, violenta y arruinada) cuanto por su
curiosidad, sed de experiencias y necesidad de independencia.
A pesar de la concisión del texto,
sorprende su intensidad. Bellamente, más aun, excelentemente escrita, llaman la
atención sobre todo: la solidez de los personajes – casi podrían tocarse –; la
relación de la protagonista con sus hermanos (Duras reconoció haber sido
víctima de malos tratos por parte de su hermano mayor) y su madre, sobre todo
por contraposición a la que mantiene con “el amante” – la primera es de un
salvajismo entreverado de ternura, todo a la vez, que hiela la sangre,
probablemente por su humanidad, en tanto que la segunda es de una calidez casi
poética –; la sensibilidad y sensualidad que impregna todo el libro, que ata a
las personas entre sí y con las cosas, que lo vincula todo con hilos invisibles
– sutiles – pero poderosos: habla del Mekong, o de las montañas de Siam, y uno
siente el río y las montañas, los siente
más que los ve, percibe su poder, su intensidad.
También me gusta de esta obra lo
bien que describe ese lento y laborioso proceso, doloroso a veces, que es irse
separando de la propia familia para empezar a ser uno mismo como ser
independiente. Como la propia autora dice, “desarraigarse”.
Tu propia familia empieza a no poder dolerte, herirte. Hasta que, efectivamente,
no lo hacen más que cualquier otra persona.
Creo que este extracto condensa
muy bien la novela: “[la] Veo (…)
propagarse por todas partes, penetrar por todas partes, unida a todo, mezclada,
presente en el cuerpo, en el pensamiento, en la vigilia, en el sueño, siempre,
presa de la pasión embriagadora de ocupar el territorio adorable del cuerpo (…)”.
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