Mis inicios como lector fueron tempranos y, como los de todo
el mundo, modestos y nada ambiciosos, pero el momento concreto se difumina en
la bruma de la inconsciencia. Lo que sí sé es que de siempre me gustaron las
historias y la fabulación, bajo cualquier forma que estas se presentasen. Aunque
mi madre, cuyo ejemplo como voraz lectora me parece que ha sido decisivo, me
contaba cuentos de pequeño, no se trataba de un ritual repetido cada noche. Por
el contrario, incluso en mis recuerdos más antiguos, siempre hubo un libro en
el cabecero de mi cama. El primero que puedo evocar con claridad – estoy hablando
de los cinco o seis años – era un grueso volumen de la “Colección jovial” titulado
Películas de Walt Disney en el que,
efectivamente, en forma de tebeo, se contaban diversos largometrajes del
dibujante estadounidense. De entre las historias que comprendía, mis favoritas
eran Mary Poppins – que a lo largo de
los años visité y revisité millones
de veces, tanto en su forma ilustrada cuanto en la película con Julie Andrews,
la más reciente hace pocos meses –, Pollyana
y El complejo de Pluto. En torno a la
misma época llegó también a casa un volumen con una historia de Winnie the Pooh
en la que el famoso osito se quedaba atorado en la puerta de la madriguera de Conejo
tras, cómo no, devorar ingentes cantidades de miel. Y no sería mucho más tarde
cuando me regalaron Vampiros, de
Colin y Jacqui Hawkins, un libro desternillante y que me tenía absolutamente
hipnotizado. Llegué a tener algún otro de los innumerables que la pareja
ilustró y escribió, pero este es el que recuerdo más.
Nunca he sido de tener pesadillas – por el contrario, tengo
la inmensa fortuna de contar con un estupendo sueño –, pero durante la infancia
y la adolescencia tuve dos o tres que eran recurrentes aunque no habituales. En
una de ellas, me arrojaban desde arriba rocas con miles de puntas que se me
clavaban y debía comerme para evitar que me aplastasen. Pues bien; por ese
tiempo desarrollé la costumbre – que se extendería años – de permanecer en vela
durante la noche cuando intuía que podría tener una pesadilla si me quedaba
dormido. Obviamente, una noche de oscuridad y silencio dura mucho como para
pasársela mirando a la pared. Por otra parte, no podía encender la tele, porque
el dormitorio de mis padres estaba justo frente al mío y se oía el sonido, algo
que nunca conviene cuando se tiene la conciencia de estar haciendo lo que no se
debe (por qué desarrollé yo esta conciencia es algo que seguro haría las
delicias de un psicoanalista en décadas de sesiones que a mí me costarían un
dinero que no estoy dispuesto a pagar, así que me temo que el misterio quedará
sin resolver); en consecuencia la lectura se reveló desde el principio como la
única opción factible. En una ocasión llegué a encadenar dos noches sin sueño,
es decir, tres días de vigilia, y quizás eso tenga algo que ver con mi
descubrimiento de que el perchero con forma de loro que había pegado a la
puerta de mi habitación tenía vida propia y se movía. Pero esa es otra
historia. Lo que importa retener aquí es que fue durante esas noches insomnes
cuando descubrí el poder de la literatura para conjurar a nuestros demonios.
Más adelante, a los ocho o diez años, mi madre me regaló, más
con afán preventivo que literario, un librito titulado ¡Engánchate a la vida!, publicado por Plaza&Janés / Círculo de
Lectores (empresa esta última para la que ella trabajaba) y auspiciado por la
FAD. No es de sorprender: eran los años chungos del consumo y tráfico de
heroína en España – tan bien reflejados por el cine quinqui –, en Galicia
sufridos especialmente, y todas las precauciones eran pocas – siempre había
bulos circulando sobre ancianos que repartían caramelos rellenos de droga entre
los niños y cosas por el estilo –. El libro era un compendio de varias cosas,
pero incluía unas historietas, más bien tétricas, a decir verdad, entre las que
ha sobrevivido vagamente una fábula con hormigas drogatas. Muy lisérgico todo.
Mirando hacia atrás, sin embargo, me doy cuenta de que este fue mi primer contacto
con el realismo, con la constatación de que los libros podían contener reflejos
de la realidad más inmediata, que no estaban limitados a mundos oníricos y
disparatados en los que los animales hablan y los cuartos se recogen solo con
chasquear los dedos y cantar canciones.
Por esos años un vecino de mi tía llamado Pepín Parapar
publicó un libro de historias inspiradas por las enseñanzas de Jesús bajo el
título Formar una gran familia. La
importancia que el texto tuvo en mi evolución como lector no fue grande, pero
Pepín fue el primer escritor al que conocí en persona, descubriendo algo que
puede parecer obvio pero que para mi yo de ocho años no lo era tanto: que los
libros no se escriben solos por ensalmo ni unas criaturas todopoderosas que
habitan planos celestiales alejados de los hombres los ponen sobre el papel,
sino que hay unas personas que dedican su vida a hacerlo. Como un trabajo. Personas
de carne y hueso, normales y corrientes. Tan normales y corrientes, de hecho,
que están sujetas a las mismas contingencias cotidianas que el resto de los
mortales: el bueno de Pepín estaba gravemente impedido de nacimiento, y
necesitaba ayudarse de unas muletas para caminar, o incluso una silla de ruedas
en los trayectos algo más largos. Esa fue también la época en que escribí, para
la revista escolar – aunque no me acuerdo de si llegó a publicarse – mi primer
cuento, “El alfiler mágico”, una historia de apenas un folio sobre un alfiler
que permitía a quien se lo pusiera viajar a donde quisiese (¡chúpate esa, JK
Rowling!).
Por aquel entonces solía pasar amplias partes de las
vacaciones en el campo, en casa de mis bisabuelos maternos, que distaba apenas
unos kilómetros – a pesar de lo cual se trataba de dos provincias distintas –
de la casa de mis otros bisabuelos maternos, erigiéndose ambas como los
miliarios limítrofes de una comarca casi trasmundana que fue, es y siempre será
mi lugar favorito del planeta, simplemente porque es el lugar donde las cosas
adquirieron su naturaleza para mí: el azul del cielo me parece más o menos azul
según cuanto se aproxime al de la playa de Arealonga en las mañanas de verano –
a donde mi madre nos llevaba, primero a mí y, más tarde, también a mi hermana,
en coche mientras escuchábamos a Modern Talking, Fancy o CC Catch –; el olor de
la manzanilla me parecerá más o menos auténtico según cuánto evoque el de la
que cultivaba mi padrino y ponía a secar en cajas de madera, un olor dulzón y
penetrante que invadía toda la casa e impregnaba la ropa durante días; el sabor
de la salsa de tomate me parecerá tanto menos falso cuanto más se aproxime al
de la que preparaba mi bisabuela en frascos de mermelada reutilizados … Precisamente
a esa casa me trajeron mis padres como regalo cuatro libritos en gallego,
titulados El pequeño gigante, El pez
hablador, ¡Pim, pam, pum, manzana! y, mi favorito de todos, Cuatro de macarrones, en el que el
protagonista explicaba, en uno de los comienzos más memorables que recuerdo
haber leído jamás, que él y sus hermanos eran en total cuatro y, en
consecuencia, su madre les daba siempre cuatro de todo: cuatro chupachups,
todos de mora, cuatro plátanos de postre, y cuatro tortazos cuando se portaban
mal.
Por último, completaban mi estantería en aquellas fechas un
puñado – tal vez un par de docenas – de volúmenes de la legendaria y polémica
editorial Bruguera – hoy desaparecida –, que a tantas generaciones de niños – y
no tan niños – inició a la lectura en este país; heredados de mi madre y
publicados a finales de los sesenta y principios de los setenta: se trataba de
unas ediciones muy humildes de tapas verdes, que amenizaban los clásicos con
ilustraciones de los momentos álgidos, en traducciones a menudo horripilantes
repletas de expurgaciones infames pero que era lo que había a mano en aquellos
momentos. Había también algunas cositas de Molino y otras editoriales, en unión
de las cuales formaban un corpus integrado esencialmente por cuentos de los
hermanos Grimm, una versión condensada de La
cabaña del tío Tom y novelas de Enyd Blyton, Julio Verne, Salgari o Walter
Scott, entre otros.
De entre esos volúmenes tuvo para mí una importancia crucial 101 dálmatas, por dos motivos: fue mi
primer libro para mayores, doscientas
y pico páginas de texto, al margen de alguna ilustración como las ya comentadas,
que devoré en dos días presa de una desconocida fiebre lectora que no podría
haber sido más inesperada: recuerdo con tanta claridad como si hubiera sucedido
ayer que lo que me movió a ponerme a leer aquel “mamotreto” fue evitar que mi
señora madre, en pleno zafarrancho de limpieza, tuviese la ocurrencia de
endilgarme un trapo y ponerme a limpiar al verme sin hacer nada – en casa
rascarse la barriga nunca ha estado bien visto, mucho menos cuando los demás
están trabajando, y probablemente por eso aun a día de hoy prefiero la muerte
antes que estar mano sobre mano –. Poco podía yo sospechar que, durante las
cuarenta y ocho horas siguientes, me iba a ver transportado – literalmente
transportado – a otro país y otra fecha, para compartir las inquietudes de Pongo
por salir a pasear, reírme con el despistado Roger, sonreír de ternura con la
caída al estanque, contener la respiración con la reanimación de Lucky –
experiencia muy cercana, pues en casa a menudo resucitábamos a mis hámsters al
calor del fuego en invierno – … y amar, digo AMAR, a Cruella de Vil – confieso
mi absoluta adoración por los personajes, y sobre todo, por las personajas, malvadas: Cruella, Úrsula, o la
mismísima Angela Channing, hacían las delicias de mi imaginación –.
Pero es que además, aquel libro, de tapas rojo oscuro como la
sangre, contenía una sorpresa inusitada: le faltaban las quince o veinte
últimas páginas, de forma que estuve a punto de gritar de frustración al
quedarme sin conocer el final. De hecho, tardé muchos años en saber cómo
acababa la historia – hasta el remake
de 1996, para ser exactos –; sin embargo, entretanto, iba a ocurrir algo revolucionario,
porque para ese entonces ya había acabado mi primer poemario y estaba
adentrándome en los prodigios del relato. Y es que, al pedirle explicaciones a
mi madre por aquella decepción que para mí cobraba dimensiones de ultraje,
ella, supongo que para quitarse de encima a aquel crío tocapelotas con una
facilidad pasmosa para dejarla quedar mal en público, me dijo: “¿Y por qué no te inventas tu propio final?”
Yo, después, de mirar a mi madre durante unos instantes como si perteneciera a
una raza alienígena enviada a la Tierra con la específica misión de burlarse de
mí, considerando más cuidadosamente la propuesta, vi que no era disparatada, y
me pasé aquella gloriosa tarde de domingo garrapateando mi propio final de la
historia, en el cual Cruella – esa pobre autónoma asediada por una horda de
dálmatas psicópatas –, quizás como preconización de mi estilo futuro, se salía
con la suya y conseguía su preciado abrigo[1].
Sin embargo, algo había sucedido, algo había cambiado: aquella simple chispa
había desatado un incendio que ya nunca iba a apagarse y que dura hasta la
actualidad. Ya no quería ser payaso, ni veterinario, ni cabaretero, ni siquiera
heredero de Angela Channing: yo quería ser escritor.
(continúa aquí)
(continúa aquí)
[1]
Por si alguien se lo pregunta, soy contrario al uso de cualesquiera pieles de
origen animal – para eso están las fibras naturales y sintéticas, ¡coño! –, y
de cualquier forma de maltrato a los animales, incluido el toreo.
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