Siempre he sido un lector caótico que casi nunca ha leído
cosas “de su edad” ni ha seguido un orden concreto: después de descubrir los
placeres de la lectura en mi niñez, durante mi adolescencia se transformó en
una necesidad (y, por qué no decirlo, también a veces en una servidumbre),
hasta el punto de que, a día de hoy, tengo que combatir arduamente conmigo
mismo para irme a la cama sin haber leído nada, aunque solo sean cinco minutos.
Así que, mediada mi adolescencia y, como suele decirse, sin
encomendarme ni a dios ni al diablo, me adentré – diría me zambullí, pero
ninguna de estas dos palabras consigue reflejar la idea de topetazo que quiero
transmitiros –, probablemente con más osadía e intrepidez que aprovechamiento y
comprensión, en asuntos mayores: mis lecturas se multiplicaron exponencialmente
y fue la época de mis primeros intentos con El
Quijote – al que tuve que llegar a hincarle el diente hasta tres veces
antes de cogerle el truco, y que me parece la novela suprema: todo cuanto es
posible decir literariamente en un libro está ahí contenido; entre otros
prodigios, aparte de ser indeciblemente divertido, es el primer libro que
contiene metaliteratura … y lo más increíble es que estoy convencido de que
Cervantes no tenía ni idea de lo que estaba haciendo cuando lo escribió, sino
que se trataba para él de mera evasión, de separarse de las reglas literarias
de la época y ver a dónde le llevaba su instinto –; Cien años de soledad, Los
pilares de la tierra y El tambor de
hojalata – con las que me pasó tres cuartos de lo mismo, y que dejé
colgadas varias veces hasta estar en disposición de maravillarme con lo que
cuentan y con cómo lo cuentan –; algunos autores del realismo español – Galdós,
Valera y la Pardo Bazán –, movimiento que me fascinaba – y me fascina –; El conde de Montecristo, que devoré en
cuatro o cinco días; los primeros acercamientos a las grandes novelistas
británicas: Cumbres borrascosas – cuya
trágica y arrebatada historia de amor leí en dos tardes – y Sentido y sensibilidad – que ya había
visto en la magnífica adaptación con Emma Thompson: una historia a la que he
vuelto en numerosas ocasiones –; El
Lazarillo, que releí en infinidad de veces; La familia de Pascual Duarte y La
colmena – que siguen siendo mis obras favoritas de Cela –; El
laberinto de la soledad, de Octavio Paz – que me costó horrores entender,
pero releí tres veces –; mis primeros pasos con Nietzsche, en concreto El anticristo … Y sobre todo, como gran
descubrimiento, Crónica del rey pasmado,
que leí por sugerencia de mi madre, probablemente el mejor consejo literario
que me han dado nunca, y que me puso sobre la pista de Gonzalo Torrente
Ballester, al que elegiría, si me viera obligado a escoger uno, como mi autor
favorito.
Fue también aquel el momento en que empecé a obsesionarme con
uno de mis fetiches literarios favoritos, las rarezas, de modo que mi
curiosidad me llevó a leer cosas tan fuera de circulación como Sancho Saldaña y El doncel de D. Enrique el Doliente, las únicas novelas que,
respectivamente, escribieron Espronceda y Larra (cuyos artículos leí por
primera vez entonces y releería con mejor criterio posteriormente). También leí
algunas cosas más distendidas, claro, en particular empecé a aficionarme a las
novelas históricas y de conjuras religiosas, de las cuales recuerdo en
particular la trepidante El testamento de
Jesús, de Daniel Easterman – que me habían regalado mis tíos en una edición
de bolsillo con una letra infame de tan minúscula como era, que fue un milagro
que no me dejara ciego –; incluso llegó a caer en mis manos alguna novela
romántica. Por mandato académico, leí alguna cosa de Susan E. Hinton y Suso de
Toro, pero de estas obligaciones la única que recuerdo con devoción es El guardián entre el centeno.
Aunque mi alimento fundamental – en aquel momento descubrí a
Emily Dickinson, que sigue estando entre mis poetas favoritas, y a Cesare
Pavesse – lo constituían los poetas clásicos castellanos – Quevedo, Góngora,
Bécquer (tanto la poesía como la prosa ), Espronceda, Machado, S. Juan, Sta.
Teresa, Fray Luis de León, Manrique, Garcilaso, El cantar de mío Cid, Sor Juana Inés de la Cruz, Alberti, Dulce Mª
Loynaz, varias poetisas decimonónicas menores entre las que destacaba Carolina
Coronado –, y, por encima de ninguna otra, las obras completas de Rosalía de
Castro – la primera vez que tuve esa sensación de comunión cósmica con el alma
de otra persona, de que un autor estaba destinado para mí, como si me hubiera
abierto el cráneo y hubiera ido apuntando en un papel todo lo que allí encontró;
llegué a estar completamente obsesionado con su novela El caballero de las botas azules –. Todo esto sin haber leído antes
novelas de misterio, de aventuras ni de vaqueros – de hecho, todavía no me he
presentado formalmente a la mayoría de héroes juveniles –.
En aquel entonces, pongamos que con quince años, movido por el
calor de los primeros enamoramientos – vividos, como es preceptivo, con un
talante trágico que haría palidecer a cualquier maestro del Romanticismo –, empecé
a escribir poesía en serio y, consecuentemente, este género constituía mi
núcleo de lecturas principal, como queda apuntado. Huelga decir que mis
intentos no me condujeron a nada, ni en lo romántico ni en lo poético – salvo a
tener un librillo nefasto compuesto por un centenar de poemas titulados en
conjunto A las orillas del Sor, en
una de las paráfrasis-cuasi-plagios más terribles que jamás se hayan visto –,
pero fue el momento en que quedó definitivamente consolidada mi vocación
literaria, que se había ido desarrollando durante los años anteriores, sobre
todo en mi año de “reclusión”: descubrí que no era torpe del todo al juntar dos
palabras – es decir, era torpísimo y sobre todo un imitador irredento del más
estereotipado estilo romántico, pero creo que entendéis a lo que me refiero –,
y, lo más importante, que sobre una hoja en blanco podía dar rienda suelta a
mis pensamientos y expresarme libremente. No tardé mucho en empezar a escribir
relatos y, poco después, mi primera novela, que llevaba el título de Te llevarás el secreto a la tumba.
Tened en cuenta que estoy hablando de una época, no tan
remota aunque a muchos os sonará a pleistoceno, cuando no había internet,
recién acababa de llegar a casa el primer teléfono móvil – con pinta de
ladrillo y antena extensible … sí, he dicho antena, aquellos artefactos
necesitaban una –, cosas como Facebook o la Wikipedia eran pura entelequia, y
no digamos ya disfrutar de que Amazon te envíe un pedido casi de un día para
otro – antes bien al contrario, había que encargarlos físicamente en librería y
esperar mínimo dos semanas y de ahí para delante, antes de recoger la preciada
mercancía, previos varios viajes en balde para atosigar a la librera, de la
cual pronto me convertí en el mejor cliente, que te miraba con cierta
desconfianza mezclada con exasperación, interrogándose sobre por qué demonios
no te conformarías para tus exploraciones literarias con la amplia colección de
Tirsos de Molina, Zorrillas y Hartzenbuschs que innumerables años de pedidos
colegiales le habían forzado a ir acumulando, en vez de obligarla a hacer
encargos extravagantes de nombres inauditos y casi impronunciables como
Gertrudis Gómez de Avellaneda, cuya novela antiesclavista Sab, en torno a una década anterior a la mucho más famosa La cabaña del tío Tom, leí por entonces
–.
En esas condiciones, un adolescente pueblerino con fama –
cultivada en parte – de rarito y que, fuera de su colección personal, solo
tenía acceso a una raquítica biblioteca municipal compuesta por dos raleadas
estanterías que quizás juntarían, si acaso, trescientos o cuatrocientos
volúmenes – escogidos sin demasiado criterio y buena parte de ellos consumidos
por enciclopedias, incluidas de esas laudatorias de las glorias locales –,
tenía bastantes dificultades para informarse de las novedades editoriales y de
los anchos confines que había más allá de la oficialidad carpetovetónica. Muy
en especial si las acuciantes dudas de tu alma a las cuales buscas respuesta en
un libro – el que diga que en un libro SOLO busca esparcimiento miente como un
bellaco – no solían ser respondidas – o eso me parecía: la percepción de la
diferencia es un buen asunto al que merecerá la pena dedicarle unas líneas en
el futuro – por la literatura … vamos a decir “convencional” de entonces.
Fue en ese momento cuando la editorial Mondadori hizo una
apuesta bastante pionera, anunciando en prime
time ciertas nuevas publicaciones: ¿os acordáis de la serie “Mitos Poesía”,
unos libritos de formato mínimo muy modestos en su presentación pero preciosos
en su contenido que se compraban a 350 ptas.? ¿Y de novelas como Extrañas criaturas de Jo Alexander? Pues
bien; así fue como, saltando de una cosa a otra y casi por accidente, empecé a
adentrarme en lo que podríamos llamar el “canon básico de la literatura LGTB”:
Safo, Rimbaud, Cernuda, Lorca (sobre todo Poeta
en Nueva York), Kavafis, Gil de Biedma, Whitman, algo de Elizabeth Bishop, Yukio
Mishima, E.M. Forster … así como, esto ya de forma clandestina, otras
creaciones más festivas que celebraban desinhibidamente ante mis ojos atónitos
las alegrías y dulzuras de la carne, a pesar de su calidad literaria a menudo
objetable, forzoso es reconocerlo, en las cuales las torrideces furtivas constituían norma de estilo. Para adquirir
estos libros no recurría a mi librería habitual – cosa que hubiese causado mi
inmediata muerte por rubor –, sino que me desplazaba 50 km. en bus a un centro
comercial donde, gracias a dios, no había trato personal e individualizado. El
único título que se ha quedado en mi cabeza ha sido Pink, de Gus van Sant.
Por la misma razón empecé a frecuentar a Lucía Etxebarria y
Antonio Gala, cuya La regla de tres
leí a hurtadillas contra la expresa prohibición de mi madre, que supongo la
consideraba demasiado explícita. ¡Ay, si ella hubiera sabido que ya estaba
leyendo cosas que convertían a aquel libro prácticamente en entretenimiento
para abuelas! … Estos dos escritores permanecieron durante algún tiempo como
mis autores de cabecera; hasta que publicaron, respectivamente, De todo lo visible y lo invisible y El imposible olvido – dos novelas que me
parecen malas, por mucho que a la primera le dieran el Premio Primavera y la
segunda vendiese cientos de miles de copias –, y perdí todo interés en ellos.
Hoy me causa risa, y también algo de compasiva ternura por mi
yo adolescente, pensar que con quince años me metí entre pecho y espalda cosas
como las Soledades de Góngora. Fue en
estas aventuras cuando desarrollé una gran afinidad que siempre he conservado
después por determinada forma poética: el soneto (los de Garcilaso siguen
pareciéndome la cima de la poesía castellana de todos los tiempos, y estoy
dispuesto a batirme en duelo con quien afirme otra cosa), descubriendo
asombrado un buen día que en la desangelada biblioteca guardaban un volumen con
los de Shakespeare, cuya fama, literaria y no literaria, le precedía, y cuyos Hamlet y Romeo y Julieta yo había leído por mi cuenta sin contar con las
herramientas necesarias para apreciar plenamente la magnificencia de lo que
tenía ante mí, pero ya intuyéndola. Si alguien hubiese sabido que la biblioteca
municipal albergaba tal volumen, o más bien de lo que este hablaba,
probablemente la habrían clausurado y habrían quemado el libro en un auto de
fe, y a mí con él, pero seguramente nadie excepto yo prestaba atención a esas
cosas; así que saqué el libro y me lo llevé a casa, aprestándome a destripar,
rendido de admiración, aquellas 154 inmortales composiciones de las que hablaré
más por menudo en alguna reseña venidera.
(continúa aquí)
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