Justo antes de empezar el Bachillerato, a los 15 años, nos
mudamos una vez más, a la ciudad en la que ahora vivo. A diferencia del cambio
de tres años antes, este no resultó en absoluto traumático, sino que fue pedido
y deseado. Mi estado de ánimo sufrió ciertas turbulencias derivadas de mi
proceso de autodescubrimiento, pero estas cedieron bastante pronto en favor de
una progresiva serenidad que con el tiempo se hizo permanente. En materia
lectora, por un lado continué con mis placeres culpables y la lectura de mero
entretenimiento, que cada vez me causaban menos interés, y de hecho, acabarían perdiéndolo
por completo justo después de la aparición de El código Da Vinci – un entretenido volumen sin valor literario
pero que como artefacto narrativo funciona como un cañón –. En este terreno,
sin embargo, merecen ser destacados dos títulos que me parecen excelentes: El médico, de Noah Gordon, y Domina, de Barbara Wood – que condensa
en un personaje ficticio la peripecia de las primeras mujeres médico de EE.UU. –.
Por otro lado, continué profundizando en mi descubrimiento de
las grandes novelistas británicas: leí Jane
Eyre, de la mayor de las Brontë, así como la práctica totalidad de la obra
de Jane Austen – que es una de mis all-time
favourites y he releído con frecuencia –; también descubrí a George Eliot –
El molino junto al Floss y, más
adelante, Middlemarch – y, sobre
todo, a Virginia Woolf – que probablemente se encuentra entre mi top 5 de escritores: La señora Dalloway, Al faro y Una habitación
propia me hicieron revivir lo que había sentido en su día con Rosalía de
Castro –. Continué con Emilia Pardo Bazán – Los
pazos de Ulloa y La madre naturaleza –
y algunos de los Episodios Nacionales
de Galdós, en tanto que en el capítulo de rarezas, llegué a leer dos novelas de
Fernán Caballero, una novelista del XIX hoy olvidada – La gaviota y La familia
Alvareda –.
Bodas de sangre y La
casa de Bernarda Alba fueron los títulos con los que seguí adentrándome en
el teatro lorquiano, que, una vez más a sugerencia de mi madre, había comenzado
con La zapatera prodigiosa un par de
años atrás –. Igualmente progresé en las obras de Cela y Torrente Ballester, y
me introduje en las de Blanco-Amor, Otero Pedrayo, Dieste, Casares, Cortázar,
Buero Vallejo, Valle-Inclán, Castelao, el marqués de Sade … Marina Mayoral
también logró hacerse un hueco en mi estantería con obras como Recóndita armonía, Tristes armas, La sombra
del ángel, La única libertad o Recuerda,
cuerpo.
Asimismo, las obras fundacionales de la cultura occidental lograron
captar mi atención, y leí a Homero, Jenofonte, Plauto, Séneca, Petronio, El Kamasutra – que es mucho más
fascinante que la idea vulgarizada que se tiene de él, y que pongo aquí como
asimilado aunque sea indio – e incluso La
Biblia. Pero sin duda alguna, junto con Jane Austen y Virginia Woolf, el
gran descubrimiento de aquellos momentos fueron los escritos de Kafka, cuya El proceso me había impactado hondamente,
hasta el punto de que me leí prácticamente de un tirón los relatos – La metamorfosis, En la colonia penitenciaria e Informe
para una academia son mis favoritos – y las otras dos novelas, El castillo y América – aunque mi preferida siguió siendo, de lejos, El proceso –.
Esos fueron los años, también, en que se intensificó mi
interés por la filosofía, y en consecuencia continué leyendo a Nietzsche – Así habló Zaratustra y El ocaso de los ídolos, fundamentalmente
–, pero también a Rousseau, Montesquieu, Tomás Moro, Maquiavelo; así como
algunos textos divulgativos de psicología, antropología y otras disciplinas.
Entretanto, había continuado escribiendo poesía – antes de la
mudanza ya había prácticamente concluido un nuevo poemario, titulado La torre de marfil en obvia referencia doble
a la metáfora tan querida del modernismo, pero también de la morada de la
Emperatriz Infantil de La historia
interminable; y me hallaba componiendo los poemas que integrarían Cuaderno de otoño, que acabaron siendo tan
numerosos que al final decidí subdividir ese libro en cuatro partes –, así como
los relatos que, andando el tiempo, pasarían a formar parte de Parecía tan normal …; los cuales
reescribí y amplié una y otra vez.
También en ese tiempo había acabado mi segunda novela, El pazo de Néboa, que se perdió en un traslado de casa sin que
nunca haya sabido qué fue de ella – para bien, probablemente –.
Estaba ya en la universidad cuando, en lugar de cultivar un
aura de poeta atormentado y leer a Cioran y Schopenhauer para curtirme en el
arte de ser un intelectual – de esos que invitan a alguien a casa, ponen música
de Silvio Rodríguez e intentan meterle mano a sus acompañantes –, sufrí – me
dejé sufrir, entiéndase, y bien a gusto que lo hice – lo que algunos
calificarán de involución lectora, satisfaciendo mis ansias con cosas como El señor de los anillos – de hecho, la
obra de Tolkien llegó a subyugarme a tal punto que lo leí todo, virtualmente
todo, incluidos los, siendo sinceros, bastante tediosos doce volúmenes de la Historia de la Tierra Media, así como
biografías del autor, obras explicativas, etc. –, la saga de Harry Potter – que me convirtió en potterhead de inmediato y cuya
existencia ignoraba hasta que su nombre salió a colación, no alcanzo a imaginar
en qué contexto, en una gloriosa clase de Historia Medieval de Europa –, o la
obra de algunos autores de ciencia ficción, señaladamente la serie de los
robots y la fundación de Asimov, que mi madre, fan absoluta suya, había
comprado en una preciosa edición de Círculo de Lectores en diez volúmenes muchos
años antes.
Por lo demás, unas veces por obligación académica y otras por
interés personal, continué progresando en mi conocimiento de los clásicos,
tanto literarios como filosóficos, antropológicos, sociológicos y psicológicos,
en la medida que se le puede suponer a un estudiante de Humanidades. También
leí y releí otras cosas que no tenían que ver con el ámbito curricular, pero
creo que carece de todo sentido seguir atormentándoos con el recuento de mis
andanzas literarias de entonces en adelante, porque lo que pretendía contaros
era meramente cómo nació mi relación con la literatura y cómo llegué a
apasionarme por ella. Pero, de la misma forma que el niño es el padre del
hombre, el lector infantil y juvenil lo es del lector adulto, de forma que es
aquel el que podría suscitar más interés.
Y así fue cómo descubrí que los libros, generosos como son,
te dan la posibilidad de volver a ser el niño que fuiste, y el que no fuiste;
de conocer al hombre que eres, y al que nunca serás; de volver a ver lo que ya
has visto, y lo que no llegarás a ver; incluso de aprender de lo que no existe,
ni nunca ha existido, ni existirá ... En definitiva, de vivir más allá,
muchísimo más allá, de tu propia vida.
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