En el post anterior ya vimos cómo
la esclavitud en las colonias, y singularmente en Cuba, se prolonga por mucho
más tiempo que en la metrópoli. Y va a ser precisamente en Cuba donde nazca en
1814 —recién acaba de terminar su bicentenario— Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Allí va a residir hasta los veintidós años, momento en que se trasladará a
España, tierra de sus antepasados, donde pasará la práctica totalidad del resto
de su vida (aunque visitará numerosas ciudades extranjeras y, sobre todo,
regresará a la isla durante casi cinco años, entre 1859 y 1864).
La Avellaneda nace en el seno de
una familia bien, culta y próxima a las corrientes liberales; recibe, para lo
que era costumbre en la época, una educación bastante esmerada (en la que luego
profundizará de forma autodidacta o en lecciones privadas), y desde pronto va a
empezar a manifestarse como una joven de trato complicado, pues no se amoldaba
en absoluto a lo que era el estereotipo femenino de la época: crítica con su
entorno, rebelde, independiente, según algunos incluso ególatra, con una
determinación inquebrantable, su inclinación hacia la literatura se va a
manifestar tempranamente, aunque de forma convencional parece aceptarse que,
propiamente hablando, la decisión de dedicarse a la escritura nacerá en 1836,
con su traslado a España —previo paso por el sur de Francia—, aunque ya
escribía desde mucho antes.
Tras varias obras tanto poéticas
como dramáticas, recién llegada a la capital tras su paso por A Coruña y
Sevilla, va a publicar su primera incursión en el terreno narrativo, la novela Sab. Con ella da Gertrudis un
aldabonazo, y de golpe se separa de la “tradición” de señoritas que escribía, a
menudo anecdóticamente, florilegios poéticos normalmente de poca enjundia. Sab supone un hito cada vez menos
olvidado de la literatura en castellano, al constituir la primera novela
abolicionista en esta lengua y prácticamente del mundo: el antiesclavismo va a
ser un asunto que provocará un aluvión de obras literarias y que atraerá la
atención de no pocas escritoras.
Si bien es verdad que el volumen aparece
cuatro años después de la abolición en el territorio peninsular, como dijimos
anteriormente la práctica se va a sustentar todavía cuatro décadas en Cuba, de
ahí la singularidad del relato (que, de hecho, fue censurado en la isla,
prohibiéndose su distribución, por oponerse a sus leyes). Sin embargo, su importancia
no se agota, ni mucho menos, en el tratamiento de este tema, que confluye con
otros asuntos tanto o más impactantes y novedosos para la época en que se
produjo el texto. Sobre todo, y más que ninguna otra cosa, prescindiendo del
tono algo apolillado y la trama más bien acartonada propios del Romanticismo,
la Avellaneda va a plantear un interesantísimo paralelismo entre la esclavitud
de los negros ante los blancos y la esclavitud de las mujeres ante los hombres.
¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos,
ellas arrastran pacientemente su cadena y baja la cabeza bajo el yugo de las
leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño
para toda la vida. El esclavo, al menos, puede cambiar de amo, puede esperar
que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta
sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al
monstruo de voz sepulcral que le grita: “En la tumba”.
En varios aspectos, Sab genera más dudas que certezas. En
primer lugar, no se sabe con exactitud cuándo ni dónde se compuso, ya que los
testimonios de la propia autora son contradictorios —algunos fantasean incluso
con la idea de una Avellaneda casi adolescente esbozando su manuscrito todavía
en Cuba—. Lo seguro es que la obra se publica en Madrid en 1841. Sin embargo,
en el breve proemio expresa que
…si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en
estas páginas, no olvidarán que han sido dictados por los sentimientos algunas
veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud
pareciendo con ello aludir a una
composición temprana. Pero, lo que es más importante, es difícil establecer hasta
qué punto suscribía Gertrudis el planteamiento que ella misma expone en su
libro, y cuál fue la motivación que la empujó a escribirlo. Por lo primero, nos
dice en el mismo lugar que
Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas
han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones: pero sea por pereza,
sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una
verdadera convicción (aun cuando esta llegue a vacilar), la autora no ha hecho
ninguna mudanza en sus borradores primitivos
La autora nunca llegó a explicar
en qué sentido ni en qué grado habían variado sus ideas acerca de lo expresado
en la novela, ni cuáles de ellas eran las que se habían transformado, pero
justifica el no modificarla en la convicción sincera con que la había escrito.
Creo que no se puede descartar que este proemio de trámite —en el cual, dicho
sea de paso, se refiere a sí misma como “la autora” hasta en cuatro ocasiones
en los tres párrafos que lo componen, dando con ello muestras de que la Avellaneda
se consideraba a sí misma como escritora sin ambages, como puede constatarse
también en su correspondencia y otros textos— sea una mera captatio benevolentiae para congraciarse con el público (dice que
no tenía intención al escribirla de “someterla al terrible tribunal del
público”, que “la publica sin ningún género de pretensiones”, pide que se
olviden los errores que puedan encontrarse… todos los tópicos de estas
solicitudes de indulgencia muy comunes en la literatura clásica), escrita sin
la menor convicción: la autocensura una vez estabilizado su prestigio es un
rasgo común a casi toda la “primera generación” de escritoras españolas.
Harina de otro costal es la
motivación que la movió a escribir la obra. Dado que es posible, por su defensa
de los derechos de los marginados —ahí incluida la mujer, a quien Gertrudis
consideraba sujeta a mecanismos discriminatorios similares a los que
sustentaban el esclavismo, como acabamos de ver—, incardinarla en la corriente de
pensamiento más progresista (a veces se la adscribe ideológicamente al
socialismo utópico, y no cabe duda de que poseía conciencia social, puesto que
en su segunda novela va a tratar sobre el divorcio, en la tercera sobre el
sistema penitenciario, etc.), y cohonestando esto con su firmes valores
cristianos —que simultánea y contradictoriamente la movían a la piedad y
atemperaban sus ideas, en el sentido de no llegar nunca a proponer cambios
bruscos, como podemos ver en la carta de Sab—, es posible suponer que consideró
una cuestión de dignidad humana luchar en la medida que pudiera contra los
horrores de una institución que conocía de primera mano, pues su familia había
poseído esclavos en Cuba.
Y llegamos así al primer elemento
a destacar de Sab. Avellaneda realiza
una obliteración deliberada de los malos tratos que sufrían los esclavos —a
diferencia de lo que hace el también cubano Anselmo Suárez y Romero, que en Francisco, compuesta aproximadamente al
mismo tiempo que Sab pero publicada
mucho más tarde, no ahorra este tipo de escenas macabras—. Por el contrario,
Gertrudis se va a decantar por una aproximación por el lado del sentimiento,
rasgo común a casi todas las primeras novelas abolicionistas.
En particular, la autora va a
diseñar un protagonista dotado de todas las características que se le
ocurrieron para mermar la resistencia de sus lectores, en una clara
actualización y reutilización del tópico del buen salvaje: en lugar de hacerle completamente negro, lo hace
mulato, y además de piel particularmente clara, aunque un poco feúcho; se da a
entender que es hijo —ilegítimo, claro— de un hombre blanco de buena familia y
una esclava —punto este en que Avellaneda introduce en su relato una auténtica
obsesión de la sociedad esclavista: el problema de la descendencia mixta; no
olvidemos que casi hasta el final de la esclavitud imperaba la “ley del
vientre”, es decir, que los hijos de esclavos eran también esclavos desde el
mismo momento de la concepción, aparte del quebranto de los votos matrimoniales
que implicaba el nacimiento de prole ilegítima y, en tercer lugar, el hecho
evidente de que dicha descendencia ponía de manifiesto un drama silencioso: los
abusos sexuales a las esclavas por parte de las élites blancas—; además, se
trata de un esclavo instruido (sabe leer y escribir, ha asistido a las lecciones
de su joven ama; tiene libre acceso a la biblioteca de la casa… rasgos estos
que solo muy excepcionalmente habrán tenido lugar en la realidad); y, por
último, le adorna con todas las virtudes morales en grado superlativo:
generosidad, abnegación, sacrificio, honestidad, valentía, capacidad… Sin
dejar, por ello, de deslizar características que le humanizan, como el hecho de
que Sab se abrasa en celos, o que, como él mismo señala, no tiene demasiada
paciencia ni humildad. Manifiesta, por el contrario, bastante orgullo, viéndose
naturalmente capaz para cualquier tarea: es la voluntad que se autoexamina
positivamente y no se avergüenza, sino que culpa a las circunstancias de
haberle cerrado injustamente las puertas para desarrollar sus dones. Al final,
la pasión amorosa, por un lado, y el sentimiento religioso, por otro, van a ser
las dos fuerzas en tensión que extingan los empeños más revolucionarios de Sab.
El contraste con el “chico blanco”
de la historia es evidente —de hecho, toda la obra está construida sobre una
estructura de parejas antitéticas, como iremos viendo—: Enrique Otway es el
hijo de un comerciante inglés que ha hecho fortuna en la isla. La principal
motivación que alienta a padre e hijo es la codicia (se dice así expresamente,
y se reincide en ello con frecuencia). A diferencia de Sab, el inglesito tiene
una apariencia física agraciada, pero casi ninguna de las virtudes morales del
esclavo, y ha gozado desde la cuna de todos los privilegios (cifrados en
concreto en una elitista educación en Inglaterra), solo por tener dinero para
pagarlos, con independencia de sus méritos personales. Con todo, no se le llega
a dibujar como un personaje enteramente malvado, más bien se insinúa que sus características
tendrían más brillo si no se viesen siempre supeditadas a sus intereses
mercantiles.
Llama la atención a lo largo de
todo el libro la actitud ambivalente de Enrique, pues, ante la exclamación de
Carlota de que solo corazones tan tiernos como los de ellos dos son capaces de
amar, es él y no ella quien afirma que el amor es para todos los corazones;
poco antes de responder a la exclamación de Carlota, “¡Ya soy tuya!” con un comercial
y más bien poco afectuoso, “¡Ya eres mía!”.
La pareja Sab-Enrique va a servir
a Gertrudis, además, para explorar otra cuestión, a saber, los modelos de masculinidad.
Así, Enrique es presentado casi como un petimetre torpe e interesado que no
aprecia a Carlota en todo lo que vale, provisto, no obstante, de bastante
ecuanimidad; en tanto que Sab cumple con el estereotipo del hombre-aventurero: es
él, con su imponente presencia física, quien sabe guiar en las rutas para hacer
viajes, quien cumple con la máxima eficacia todos los encargos que le
encomiendan, y, sobre todo, simbólicamente —el libro está plagado de escenas de
esta naturaleza, como la del caballo muerto, o cuando Sab besa la huella que
Carlota ha dejado, o el hecho de que este se postre con frecuencia, o la
mariposa que Carlota atrapa y después libera—, cuida de los demás: le salva la
vida a Enrique y hasta en dos ocasiones le tiene que llevar en brazos.
Situadas en frente de Sab y
Enrique se encuentran Carlota y Teresa, que representan, a su vez, dos modelos
femeninos, en un principio positivo y negativo respectivamente, aunque luego resultan
no serlo tanto. Ambas pueden ser analizadas como alter egos de la autora; entre las dos, representan las dos a veces
contradictorias mitades que constituían su carácter.
Carlota representa a la jovencita
mona, convencional y un poco bobalicona que, apenas salida de la adolescencia,
piensa que es la primera enamorada del mundo; aunque, en honor a la verdad, hay
que admitir que su visión idealizada de la realidad —no exenta, sin embargo, de
conciencia social, pues numerosas observaciones humanitarias proceden de este
personaje— se debe a que múltiples aspectos de esta le son ocultados. El amor
que siente por su idolatrado prometido la ciega y la hace ajena a todo lo
demás.
Por el contrario, Teresa
representa el tópico clásico del triunfo
del tiempo y del desengaño —hay muchos tópicos y escenas de carácter
“operístico”, no debemos olvidar que la Avellaneda era una celebrada
dramaturga—. Algo mayor que su prima, Teresa es una mujer sin fortuna, nada
agraciada físicamente, y con muchos boletos para quedarse solterona, porque,
peor que lo otro, nos es presentada de primeras como una mujer gélida, estoica,
desapegada… hasta tal punto de que llega a decírsenos que a veces su
indiferencia pasa por estupidez. Sin embargo, casi de inmediato la figura de
Teresa empieza a mutar: así como Carlota se mantendrá igual durante la práctica
totalidad de la novela, nuestra percepción de Teresa irá siendo cada vez más
positiva. Descubrimos en ella un corazón ardiente que los múltiples infortunios
de su vida han, si no doblegado, al menos sí domado; una joven independiente,
valerosa, realista, con criterio propio, inteligente… Dentro de la ordenación
de la novela, es el correlato de Sab, y su fuerte personalidad no la vuelve en
absoluto cruel, como podemos ver cuando exclama
si es cierto que amas a Carlota con ese amor santo, inmenso, que me
has pintado; si tu corazón es verdaderamente capaz de sentirlo, desecha para
siempre un pensamiento inspirado únicamente por los celos y el egoísmo.
¡Bárbaro!... ¿quién te da el derecho de arrancarle sus ilusiones, de privarla
de los momentos de felicidad que ellas pueden proporcionarle? ¿Qué habrás
logrado cuando la despiertes de ese sueño de amor que es su única existencia?
¿Qué le darás en cambio de las esperanzas que le robes? ¡Oh, desgraciado el
hombre que anticipa a otro el día del desengaño!
Es, además, por boca de Teresa
que Gertrudis ensalza la naturaleza femenina frente a la masculina, aunque de
esa forma tibia y pesimista que caracteriza Sab:
(…) no desprecies a tu marido, Carlota; él es lo que son la mayor
parte de los hombres, ¡y cuántos existirán peores!
(…) Los hombres son
malos, Carlota, pero no debes aborrecerlos ni desalentarte en tu camino. Es
útil conocerlos y no pedirles más que aquello que pueden dar: es útil perder
esas ilusiones que acaso no existen ya sino en el corazón de una hija de Cuba.
Y, por último, la tercera gran
pareja de la novela, al margen de otros personajes secundarios, la constituyen
los padres de Carlota y Enrique, a saber, Carlos y Jorge. En primer lugar, como
detalle sutil pero que irá trabajando en nuestro subconsciente, Gertrudis se
referirá siempre al primero, un terrateniente de la “nobleza” local, como don Carlos, en tanto que al segundo, un
comerciante de los más humildes orígenes, nunca le dispensa ese tratamiento.
Carlos y Jorge representan dos
modelos de paternidad, aunque no enteramente positivos ni negativos, a pesar de
lo que pudiera parecer. En principio, Carlos es el padre benevolente,
afectuoso, atento… y Jorge el padre codicioso sin límites, ajeno a la felicidad
de su hijo, irascible… Sin embargo, Carlos cuenta con una importante tacha en
su carácter, la indolencia, que llega en su caso a tal extremo que ni siquiera
para beneficiar a sus hijos emprende un pleito por una herencia perdida que
podría beneficiar mucho su mermada hacienda, pues actúa con la insensibilidad
hacia el dinero con que a menudo lo hacen quienes siempre lo han tenido, que
parecen darlo por sentado, más que como algo que cuesta esfuerzo ganar; en
tanto que Jorge, un hombre industrioso bien consciente de esta realidad tras
una vida de sacrificios, tiene una visión materialista de la existencia que no
solo ha transmitido a su hijo en el convencimiento de que es la más prudente,
sino que es el modo que él tiene de manifestar su aprecio a su único vástago,
preocuparse por que no quede desamparado a causa del revés comercial que ha
sufrido.
En general, la autora dibuja un
panorama más bien terrible de la existencia —la pugna entre una naturaleza
humana bondadosa o malvada va a ser constante, y se manejará también la noción rousseauniana
de que el ser humano es más feliz cuanto más próximo se halle al estado de
naturaleza, puesto que la sociedad ejerce una influencia corruptora sobre él—,
donde la única alternativa al sufrimiento que precede a la agonía, es la desilusión
y el desengaño que ni siquiera la fe permite sobrellevar con plena serenidad, a
pesar de la necesidad de aprender a sufrir el infortunio; de tal modo que tanto
los más humildes cuanto los ricos y poderosos están expuestos por igual a la
tristeza y la desdicha.
Dentro de la novela, a pesar de
ser un texto con bastantes clichés, uno de los planteamientos más interesantes
es la consideración de que la esclavitud y el racismo son cuestiones humanas,
leyes de los hombres ajenas a la ordenación de la Naturaleza y, por supuesto y
por ende, a la ordenación divina: la capacidad para el sentimiento, para la
imaginación, y, sobre todo, para amar, va a ser lo que determine la igualdad
entre los seres humanos, más que cualquier otra consideración científica o
racional; también encontramos momentos revolucionarios, como la atrevida escena
en que una mujer blanca se ofrece a Sab como esposa, al nacer en ella una
sincera admiración por sus virtudes espirituales. Otra premisa interesante es
la idea implícita de que una cosa es el amor como pasión que nos hace
engrandecer al objeto amado, y otra muy distinta el amor construido sobre la
base del respeto y admiración mutuos. Así, en el libro quienes experimentan el
primer tipo, dirigen sus afectos hacia seres idealizados, al tiempo que
paradójicamente expresan un aprecio mucho más profundo a otros personajes. Lo
cual conduce, además, a una crítica del amor como apasionamiento, que lleva a
resultados desastrosos: se lo presenta como una fogosidad cercana a la obsesión
que nubla el entendimiento —de hecho, en muchos aspectos el comportamiento de
Sab, movido por este sentimiento, es próximo a lo que hoy consideraríamos un
acosador—; lo que en la ética del libro no se censura plenamente, porque se
considera vital tener ilusiones, pero se opone a la constatación de que se
trata de algo extraño al desengaño connatural al mundo y la existencia. De
hecho, la visión del amor en Sab es
la de un sentimiento decepcionante e intrínsecamente egoísta, que incluso en
los momentos de mayor entrega sigue buscando el placer propio, ya que la visión
del hombre (y particularmente de sexo masculino) es muy pesimista en el libro:
El hombre, egoísta por naturaleza, se irrita de ver gozar a otro la
felicidad que él mismo ha despreciado, y muchas veces cesando de amar se cree
todavía con el derecho a ser amado.
No se escamotean tampoco dardos
dirigidos contra la religión y el papel de la Iglesia en el mantenimiento del
sistema esclavista. Esta institución es presentada como una defensora tácita
del statu quo, puesto que recomienda
a los esclavos sobrellevar su penosa situación con paciencia y resignación; sin
que en ningún momento demuestre tener conciencia de la cuadratura del círculo
que supone predicar la igualdad universal de todos los seres humanos y el amor
incondicional de Dios, y al mismo tiempo defender la sociedad de privilegios y
dominación que imperaba en la época. Sin embargo, paradójicamente, y en
consonancia con la creciente religiosidad que la autora iría manifestando a lo
largo de su vida, el papel que la religión juega en la novela es, al mismo
tiempo, el de restauradora de la justicia universal: a ella se posterga la
ejecución del castigo por las injusticias humanas, ya que, en la óptica de
Avellaneda, desconocer los dones de Dios es un gravísimo pecado contra Él.
Maneja también la noción, tal vez
algo más manida, de la solidaridad entre miserables y desamparados, que
cristaliza en el socorro mutuo que se prestan Martina y Sab.
Por lo que toca a los aspectos
técnicos, la narración no esconde grandes sorpresas: es lineal, con alguna
información de antecedentes que no constituye verdaderos flashback y con un pequeño salto temporal en el último capítulo, a
modo de “¿qué fue de…?”; aunque algún intento de originalidad hay, como cuando
al principio del capítulo II de la primera parte la autora dice “aprovechar” el
silencio de un diálogo para presentar a dos personajes, como si estuviera
narrando en tiempo real. La disposición del material narrativo tampoco persigue
sorprender al lector, que con mucha antelación anticipa sin dificultad alguna
lo que va a ocurrir. La juventud e inexperiencia en el terreno narrativo
también se deja sentir en diversos momentos donde las escenas no están muy
acabadas, o incluso en el empleo del lenguaje, a veces tópico, y otras veces
repetitivo.
En resumidas cuentas, por la
vivacidad de su convicción, por la gran modernidad de las consideraciones que
realiza, en su tratamiento de cuestiones como el racismo, la esclavitud, el
papel femenino, etc., Sab es una novela única y sin parangón hasta el
momento en la literatura en castellano —y casi en la literatura mundial— que no
debe permanecer marginada por su crucial importancia histórica.
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