En 1841, con ocasión de la
publicación de Sab, el político,
erudito y escritor Nicomedes Pastor Díaz escribió un artículo en el cual
constataba la ausencia en el panorama literario español de novelas originales
durante las décadas anteriores, se preguntaba —sin alcanzar respuesta alguna—
por la razón de esta sequía, y celebraba la aparición, por fin, de un texto de
estas características. La razón por la que la narrativa tendría que esperar
para arraigar en España hasta la segunda mitad del siglo se explica,
esencialmente, por la larga sombra de la literatura ilustrada, que duraría
hasta aproximadamente 1830 y consideraba el ensayo el mejor género para
desarrollar y argumentar las reformas que la Ilustración pretendía consolidar.
Las novelas eran, en consecuencia, vistas como pasatiempos insustanciales que
no servían para dicho propósito.
En EEUU, aunque por razones
distintas —el país luchaba todavía por crear una cultura propia desligada de
los modelos europeos y de la literatura religiosa—, el panorama es parecido
—aunque no faltan ejemplos de novelistas, como Charles Brockden Brown o Susanna
Haswell Rowson—, y también habría que esperar a que el siglo XIX avanzara tres
o cuatro décadas antes de que se constatara una verdadera explosión de la
narrativa. En todo caso, tanto aquí como allí, el papel de la mujer va a ser
decisivo: el XIX es el siglo de las escritoras; la mujer accede, por fin,
masivamente al terreno literario y ya no lo abandona nunca. Y no hubo
prácticamente autora que no escribiera novelas.
Así será, utilizando nuestra
particular “máquina del espacio-tiempo literaria”, una década más tarde, en Brunswick,
Maine, 1851, cuando encontremos a una diminuta mujer oriunda de Connecticut dando,
sin saberlo, un impulso definitivo a un cambio de conciencia de una nación
entera, y una transformación radical de los parámetros sobre el éxito
literario. Su nombre, Harriet Beecher Stowe; la obra, su primera novela, La cabaña del tío Tom. Este libro
literalmente catapultaría a Stowe a la fama internacional, a causa de su inaudito
éxito masivo —ni el mismísimo Dickens pudo competir con ella, puesto que vendió
más de millón y medio de copias solo en el año siguiente a su publicación en
Inglaterra (lo que podría explicar, entre otros factores, el odio cerril que el
inglés le profesaba a la americana)—, y por ser fuente, además, de una densa
controversia: no hubo aspecto del libro ni de la persona de su autora que no
fuera panegíricamente alabado o rabiosamente censurado: se criticó la pobreza
artística de la novela, se trató a Stowe de mentirosa, se afirmó que
promocionaba doctrinas repulsivas… incluso entre quienes concordaban con la
tesis básica de La cabaña hubo
quienes apreciaron tachas que no tardaron en tratar de “corregir”. De una forma
u otra, como una bola de nieve que echa a rodar ladera abajo, la obra de
Harriet fue origen de múltiples respuestas, tanto en forma de artículo o
ensayo, cuanto en forma de novela, ya fuera favorable o contraria.
Harriet Beecher Stowe nació en Connecticut en 1811. Era, como
la caracterizó un crítico de la época “hija de un predicador y hermana de media
docena más”, de modo que sus raíces calvinistas, las cuales sometió a revisión
a lo largo de su vida, son un elemento importante para analizar su figura y su
obra. Huérfana de madre muy pronto, tuvo en su familia varios modelos
femeninos, el más decisivo de los cuales fue sin duda su hermana Catharine, una
educadora y reformadora social que abogó por la educación de la mujer y por
replantear el valor del papel que la sociedad le asignaba, más que por cambiar
los roles tradicionalmente femeninos en sí.
Madre de familia numerosa, la
muerte temprana de su hijo Charlie fue una de las experiencias vitales que la
empujaron a posicionarse definitivamente en contra de la esclavitud y escribir
el ejemplo de novela abolicionista más conocido del mundo, al vincular su
propio dolor con el de las madres esclavas separadas de sus vástagos. Sus
creencias cristianas, así como la intensa imagen de un esclavo siendo azotado
que se le presentó mientras oía un sermón en lugar de la de Cristo crucificado,
fueron los elementos cruciales, junto con algunos hechos que había presenciado
u oído en un viaje a Kentucky, que la decidieron a ponerse en acción y labrar
una obra a gran escala, aunque ya había escrito relatos con anterioridad acerca
del mismo asunto, y dedicaría también su segunda novela, Dred, a él. Como catalizador para provocar la cristalización de
todos estos elementos en un libro, el evento histórico determinante fue la
promulgación en 1850 de la infame Ley del Esclavo Fugitivo, en palabras de
Doctorow, “anulaba los derechos de habeas
corpus y el procesamiento mediante jurado, convertía a la América blanca en
una especie de fuerza policial permanente[1] y castigaba con penas de
prisión y multas a cualquiera que diese refugio o ayuda a un esclavo en fuga” [2].
Si bien Stowe nunca poseyó
esclavos, se documentó exhaustiva y concienzudamente sobre el tema, leyendo
toda la información que pudo, especialmente slave
narratives, libros autobiográficos escritos o dictados por esclavos
fugitivos narrando sus sobrecogedoras circunstancias. Algo que demostraría ser
muy prudente, pues la acusación de haberse inventado aberraciones para
desprestigiar al sur esclavista no se hizo esperar. Hay que tener en cuenta que
la esclavitud tenía un carácter de cuestión de Estado del que carecía en la
España peninsular (no así en la Cuba colonial): múltiples factores pesaban a
favor de la esclavitud, desde que se tratase del recurso económico más
importante de la nación, aparte de la tierra misma, hasta la constatación de que
unos cuatro millones de individuos estaban sujetos a esta condición, cantidad
tan desmesurada que hacía temer las implicaciones de otorgarles libertad y
derechos.
El objetivo primordial de La cabaña del tío Tom es suscitar una respuesta
emocional en su lector —de ahí que se la considere una “novela sentimental”: no
se basa, en principio, tanto en la exposición de un razonamiento, como podría
hacer una novela filosófica, cuanto en la descripción de escenas teñidas de
dramatismo que provocan una reacción inmediata, irreflexiva, basada en el
sentido natural de justicia—, forzándole a darse cuenta de que las criaturas
que tiene ante sí son seres humanos y que, en consecuencia, no pueden ser
tratados como objetos. Sin embargo, esta constatación, así como la firme
denuncia del sistema esclavista considerado desde múltiples perspectivas,
permiten e incluso aconsejan considerar la novela de Stowe como una novela
política —y ahí está la despedida del libro, que confirma este juicio—, por
mucho que en su día la adscribiesen a lo que se conoce como “literatura
doméstica” o “de cocina”, por estar escrita por mujeres y contar historias
cotidianas ajenas a los grandes periplos, conquistas, etc. Su intención
didáctica, uno de los elementos que más suele disgustar al lector moderno,
queda patente en las constantes interpelaciones a aquel para que repare en
ciertos aspectos o reflexione sobre ciertas cuestiones y, en función de sus
respuestas, evalúe si lo que piensa o lo que se expresa en el libro es o no conforme
a los valores humanitarios del cristianismo.
Como podemos ver, hay varios
elementos comunes entre la obra de Beecher Stowe y la de Gómez de Avellaneda,
si bien el elemento moralizante de esta última es inexistente, y su intención
política mucho menos acusada. Otra divergencia esencial entre ambos textos es
el tratamiento de las dinámicas esclavistas: en tanto que, como vimos en el post precedente, en la
obra de Avellaneda se silencian los malos tratos, el tráfico humano, y, en
general, las circunstancias concretas de la vida de los esclavos, más allá de
los lamentos por su dura condición expresados por boca del protagonista, La cabaña está repleta de todo tipo de
escenas dramáticas y grotescas que sirven al propósito enunciado más arriba. El
procedimiento de Avellaneda había sido desnudar a Sab de su apariencia externa
para mostrarnos su interior humano, dado que en la concepción romántica, la
capacidad para sentir pasiones intensas se identifica con poseer un espíritu
superior. En el universo de Stowe, ese aspecto se identifica con la
constatación de que los negros poseen también un alma inmortal, que es el
atributo que les convierte en humano, y, por tanto, la salvación de la misma es
la misión esencial que debe cumplir cualquier persona; de modo que más que
aquella pasiones arrebatadas de la caribeña, lo que la estadounidense nos va a
mostrar son las buenas acciones, el recto procede de los personajes, y en
particular de Tom-Cristo. Además, desde un punto de vista técnico, a pesar de
algunas fallas estructurales que luego analizaremos, la obra de Stowe es mucho
más rica en matices, más ambiciosa en intención y mucho más sólida
narrativamente hablando que la de su coetánea hispano-cubana.
Como dijimos antes, La cabaña del tío Tom presenta ya un
amplio y relativamente minucioso —aunque, en general, nada escabroso— estudio
de la mecánica del comercio esclavista, incluido el abuso sexual de las
esclavas (que, como ya apuntamos en el post anterior, era una auténtica
obsesión de las sociedades esclavistas, sobre todo por los problemas que
originaba su descendencia), al que ya se alude implícitamente desde el mismo
principio de la novela (cap. II), pero que luego es tratado específicamente, a
través de los personajes de Cassy y Emmeline. También va la novela a introducir
escenas de la vida doméstica de los esclavos, mostrando un ambiente todo lo
acogedor y equilibrado que era posible dadas sus circunstancias.
Un elemento que desde el inicio
capta la atención del lector es uno que tradicionalmente ha valido una de las
principales y más persistentes críticas a este texto: la comprobación de que,
de hecho, se trata de una novela con tintes racistas. Según quienes censuran
este aspecto, esto se manifiesta por dos vías: 1) por la caracterización de los
personajes negros, aparentemente considerando más positivamente a aquellos que suscriben el valor del cristiano blanco
ideal según la autora lo entendía, que a veces incluso resultan ser de tez más
clara (mulatos o cuarterones); 2) por la atribución de rasgos intrínsecamente raciales los personajes
de raza negra.
Ciertamente, en la época una cosa
era el abolicionismo, y otra distinta la integración o no segregación. Dicho de
otro modo: abolicionismo no siempre equivalía a antirracismo. Sin ánimo de
negar dichos rasgos, considero, no obstante, que tales críticas adolecen de un
cierto sesgo: en relación al primer aspecto, porque hay que tener en cuenta
que, de hecho, la adopción de los ideales cristianos se produce en igual medida
en Tom y en los Harris, p. e.; pero van a ser aquellos que se rebelan contra el
statu quo incluso de forma violenta quienes
van a salir bien parados; y por lo que toca a la caracterización racial, hay
que tener cuidado con hacer una crítica anacrónica de la misma: deben tomarse
en cuenta las teorías antropológicas y biológicas acerca del innatismo, el
ambientalismo, etc., en boga en la época, que llegaban a afirmar en algún caso
que la esclavitud era más beneficiosa para el negro que ser un mero asalariado.
Una parte del esfuerzo de la autora va a dedicarse a la crítica de los
esfuerzos racionalizadores a favor de la esclavitud que ella percibía como
perversos. Desde ese punto de vista, podemos comprobar que toda la
caracterización racial de Stowe, si bien existe, se orienta a negar los rasgos
negativos que supuestamente gravaban a los negros, y a sustituirlos por otros
positivos. Esto se ve con claridad meridiana, p. e., cuando se afirma varias
veces en el texto que las madres negras son separadas fácilmente de su progenie
porque carecen de sentimientos tan intensos como los blancos en ese aspecto;
acto seguido, Stowe se apresta a presentar escenas y ejemplos recurrentes que
lo desmienten y donde las madres negras jamás olvidan a sus vástagos. Y la
lucha de Eliza representa el summun
de esta defensa. La total defensa de la familia impregnada de unos valores
femeninos es la auténtica gesta de la escritora en este libro. Siempre que la
autora presenta a un grupo de esclavos de forma negativa, algún personaje
enseguida se apresta a razonar que ello es así porque se ven forzados por las
circunstancias, y, más específicamente, porque el hombre blanco les arrastra a
esa situación de inmundicia. Así, p. e., cuando Eva inquiere a Topsy por qué no
intenta ser buena, esta le responde
“Nunca
puedo ser más que una negra, por buena que sea –dijo Topsy-. Si pudiera
despellejarme y convertirme en blanca, entonces lo intentaría”.
Además, conviene no perder de
vista que los personajes blancos salen peor parados y sufren demoledoras
críticas, en primer lugar porque en la ética del libro se les considera los
causantes del problema desde cualquier perspectiva que se aborde, ya sea por
acción o por omisión; así como que,
por el contrario, se hacen consideraciones muy positivas de algunos personajes,
tanto negros como blancos, que no se adaptan, o no lo hacen plenamente, a ese
ideal enunciado. A pesar de todo, sí es, en cambio, muy patente en la novela la
labor educadora y civilizadora de los blancos con respecto a los negros, pero
siempre con la condición previa de que dichos blancos hayan, ellos mismos,
suscrito el ideal del que venimos hablando.
En particular ha sido considerado
muy ofensivo que Stowe describa a varios esclavos, de forma tanto expresa como
implícita, como niños grandes. Si bien debe tenerse en cuenta que la autora
insiste una y otra vez en que esa falta de desarrollo no es debida a una
incapacidad natural, sino al hecho de impedir que los esclavos se instruyan
(aunque en algún punto se hace también una defensa de la justicia natural o
innata), puesto que en la novela hay una oposición muy clara entre la
brutalidad de quienes no han sido educados y el civismo de quienes sí, con
independencia de su raza o color (así, George Harris es descrito como un
personaje industrioso y con talento en manos de un amo botarate y cruel que ni
le iguala ni le supera en ningún aspecto). Este elemento un tanto clasista no
es, sin embargo, original de Stowe: en la obra de contemporáneos suyos, como
Dickens sin ir más lejos, puede constatarse también. Los personajes de Andy y
Sam, especialmente este segundo, han sido aducidos como ejemplos de ese
tratamiento. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo, ya que, si es cierto que
ambos actúan mostrándose cómicos en el sentido ridículo en que podría serlo el show
de Benny Hill, al menos Sam actúa en todo momento con premeditación e
inteligencia, fingiéndose torpe porque
eso es lo que se espera de él. Otra cosa es qué motivaciones le inducen a
comportarse así.
También la inferioridad social de
la mujer va a reaparecer en La cabaña del
tío Tom, ya sea la de la mujer blanca respecto al marido (p. e., la Sra.
Shelby), ya, especialmente, la mujer negra respecto a todos los abusos de los
amos blancos. Es interesante, en este aspecto, destacar que de todas las
mujeres blancas que aparecen aquí, solo Marie St. Clare maltrata a sus
esclavos: la mujer, pues, va a ser siempre vista como una influencia
civilizadora y estabilizadora (Srta. Ophelia vs. Marie St. Clare, la buena ama de casa frente a la caprichosa y
mala madre), premisa coherente con la concepción de Stowe de la mujer como
“ángel del hogar” que había propugnado en su labor pedagógica junto con su
hermana Catharine: era responsabilidad de la mujer, en el entendimiento del
mundo de la autora, en tanto que educadora principal de la prole, transmitir
unos valores que se identificaban con los del republicano [3] ideal, así como mantener
un orden doméstico que fuera reflejo y causa del orden y paz sociales.
La pugna fe – razón – ateísmo va
a ser uno de los elementos estructurales esenciales de La cabaña del tío Tom. Contra todo pronóstico, la autora no
despliega una crítica generalizada contra todos los descreídos; en cambio, va a
patentizar con bastante claridad, a través de Augustinie St. Clare, el hecho de
que, si bien los valores cristianos son los que conducen a la salvación, el
rigor ético no es patrimonio exclusivo de los creyentes, habida cuenta de que
muchos supuestos buenos cristianos se entregan sin miramientos a prácticas
degradantes (en particular al comercio de esclavos). A dicha excelencia puede
llegarse también a través de la educación y el raciocinio. Este aspecto
didáctico, que no se agota pero sí tiene su núcleo en esto, es uno de los elementos
que los lectores contemporáneos suelen encontrar más irritantes. Y muy en
especial, la influencia pacificadora, como ya habíamos visto en Sab, del cristianismo: los malos tratos
someten a aquellos que nunca oyeron hablar de Cristo; al mismo tiempo, a quienes
sí han sido instruidos en la Biblia, y que incluso ejercen un ministerio de
fortísimo contenido mesiánico (Tom), va a prevenirles de tomar ninguna acción
violenta, puesto que sería inicuo responder al mal con el mal. Es en este punto
donde la ética del libro se vuelve más contradictoria, pues en algún momento
parece dar a entender que la rebelión violenta es lícita, pero siempre que se
haga a nivel individual. Esto me lleva a considerar que Beecher Stowe no
pretendía tanto defender una tesis unitaria con su libro cuanto presentar una
gama de reacciones diversas justificables, o cuando menos entendibles, en
función de las circunstancias, pero permitiéndose finalmente cierto
proselitismo a la hora de señalar que solo uno de los caminos llevaría a la salvación,
porque todos los hombres, incluso los blancos, tienen un Amo. Razonamiento que
no puede ni debe sorprender en una mujer hija de un predicador, hermana de
varios otros, y esposa de un teólogo.
Por lo que toca a los personajes,
la variedad de tipos y situaciones que presenta La cabaña del tío Tom es muy superior al que encontrábamos en Sab. La autora, como podemos leer en la
despedida de la novela, tuvo intención de presentar la problemática de la
esclavitud y el racismo desde todas la perspectivas posibles. Y, en mi opinión,
hizo un trabajo notabilísimo. La profundidad del tratamiento psicológico de los
personajes, en cambio, es mucho más irregular, adoleciendo en muchos casos de
una gran planitud y falta de desarrollo, con bruscas “evoluciones” —que
evidentemente sólo pueden acabar en inconsistencias— sacrificadas a la
necesidad de avance de la trama.
Así, en primer lugar, nos
encontramos con Tom, el protagonista, a quien le es aplicable lo que acabamos
de decir. El personaje principal no sufre evolución alguna a lo largo de todo
el volumen —¡y eso que dispone de 550 páginas!—, si acaso se observa una
profundización en sus creencias religiosas, que son lo que le permite soportar
todos los avatares a los que se enfrenta con una serenidad que, además, llega a
ser irritante. El carácter de Tom ha sido un aspecto particularmente debatido
de la novela de Stowe, al verse con cierta negatividad su resistencia pasiva avant la lettre, por dar a entender,
según se considera, que representa un llamamiento al pacifismo sosegador de las
ansias revolucionarias tan temidas en la sociedad esclavista. Sin dejar de ser
cierto que La cabaña es un texto que
se dirige más bien a hacer reflexionar a los blancos —a todos ellos,
esclavistas o no, pues la autora no cae en la trampa autoglorificadora del
Norte que se iba a extender después de la Guerra Civil— mientras están a
tiempo, sin embargo, hay que tener en cuenta que en el esquema del mundo y
escala de valores de la autora, la beatífica santidad de Tom es el peldaño
último antes de entrar en el reino de los cielos. A pesar de la apariencia, Tom
se doblega únicamente ante Dios y, en ese sentido, como muy bien lo entiende
Legree, uno de sus dueños, plantea una subversión absoluta de todos los
planteamientos esclavistas: en lugar de resistirse o escapar, se esfuerza con
denuedo en cumplir sus cometidos en todo
aquello que no empañe la pureza de su alma, puesto que para él, el cuerpo
es irrelevante y pasajero: no hay nada que puedan hacerle que le importe,
puesto que ya ha caído todo lo bajo que se puede caer, y su Señor le reparará
de cualquier daño que reciba: lo único importante es su alma inmortal. A
diferencia de Sab, Tom no da muestras de orgullo, salvo que veamos como
inmodestia que se considere un instrumento de Dios para extender su palabra
entre los desamparados.
George Harris, si seguimos
primero con los personajes afroamericanos, se presenta como el contrapunto de
Tom, y ya nos recuerda a ciertas características de Sab: habilidoso, seguro de
sí, inteligente, su principal diferencia con Tom es su resistencia, que no
excluye la violencia en caso de necesidad: no duda en portar una pistola para
disparar a sus perseguidores, ya que prefiere matar o morir antes que ser
reducido a la esclavitud, y, muy en particular, ser devuelto a su amo, un
imbécil brutal sin atributo alguno y claramente envidioso de su talento, siendo
un aspecto particularmente doloroso para George el verse sometido a un hombre
de tales características únicamente basado en el color de su piel (de destacar,
además, que George es mulato, por lo que vive con la duda de por qué han de
atender a su mitad negra en lugar de a su mitad blanca), sin atención a ninguna
otra característica. Todo esto conduce a una falta de identificación de George
con su país —aspecto en el que Stowe apunta la falta de patriotismo que podría
sustentar una rebelión de esclavos: no olvidemos que estamos hablando de unos
cuatro millones de personas en el momento de escribirse la novela, lo cual
suponía un auténtico terror de la sociedad de la época—.
Como tipo intermedio entre uno y
otro, nos encontramos a Eliza Harris, esposa de George. Dotada de las
capacidades de su marido y de las fuertes creencias de Tom, representa el ideal
femenino al que ya aludimos con anterioridad y es, en consecuencia, una fuerza
estabilizadora para George. Su religiosidad, en lugar de conducirla a la
resistencia pasiva de Tom, por el contrario la va a empujar a rebelarse, sin
otro límite que no dañar física y directamente a otros seres, protagonizando
una de las escenas más memorables del libro.
Quizás el gran personaje trágico
de la novela sea Cassy —aquí nos estamos centrando en los principales, pero la
plétora de secundarios es mucho mayor: hablamos de una novela con más de 25
personajes—, una mujer que ha conocido las múltiples facetas de la esclavitud,
desde el ser tratada como libre o una esposa de pleno derecho hasta el ser
tratada como una barragana. Stowe se sirve de ella para ejemplificar algo que
enuncia varias veces a lo largo de la novela: que uno de los problemas de la
esclavitud es que la mejor de las personas puede acabar en manos de la peor.
Más específicamente, la autora emplea a Cassy para tratar el tema de los abusos
sexuales y la subyugación femenina, que, sin bien no es presentada de manera
tan obvia como en Sab, está presente
y permea toda la obra. Y, una vez más, va a ser su enfrentamiento a su opresor
el que le permita salir adelante; enfrentamiento que, además, se ejecuta
mediante la inteligencia y no mediante la fuerza bruta.
Por último, el otro personaje
negro de importancia es la niña Topsy. Creo que Topsy fue una de las decisiones
narrativamente más arriesgadas de Harriet Beecher Stowe en la composición de La cabaña: dadas sus características e
importancia, muchas cosas podrían haber salido mal, haber sido una bomba y
explotarle en la cara. Sin embargo, la autora se las ingenió para manejarla con
inteligencia suficiente —aunque siempre con ese unidimensionalismo del que hablamos
antes—, para evitar el desastre. Topsy es una niña rebelde, casi salvaje para
los estándares decimonónicos —bastante normalita para hoy día, me parece—, que
ha pasado en su corta vida mucho más de lo que otros pasan a lo largo de toda
la suya, y, desde luego, muchísimo más de lo que debería pasar cualquier niño. Es
un regalo envenenado de Augustine St. Clare a su prima Ophelia, que vehicula la
creencia de Stowe de que la falta de instrucción es lo que conduce a los
esclavos a ese estado de “maldad” que Topsy representa. Las tres claves de la
novela, educación-piedad-amor, serán los pilares de los que se valdrá la novelista
para demostrar si Topsy puede o no evolucionar.
Pasando ya a los personajes
blancos más importantes, el contrapunto de
Topsy, Eva, es probablemente el menos feliz de todo el libro. Su arquetipicidad, si se me permite el
palabro, es de tal magnitud que ni siquiera se trata propiamente de un
personaje, sino de un símbolo: es una Virgen María en miniatura, con su inmutable
naturaleza de niña-sabia que no varía un ápice de principio a fin. Pero, como
símbolo, es la herramienta que la escritora emplea para demostrar los
beneficios de la feminización de la cultura y la sociedad que ella observaba en
el ideal cristiano. Su mismo nombre (a pesar de que se trata de un apócope),
remite a la madre bíblica.
Para mí, el personaje más
interesante del libro lo representa el padre de Eva, Augustine St. Clare. Y es
interesante porque la autora dedica la mayor parte del libro al tiempo que Tom
pasa con él. A pesar de ciertas tachas de su carácter, pues representa los
peligros de la indiferencia, la misión narrativa de Augustine es encarnar,
junto con Tom, ese nuevo hombre revestido de los valores cristianos y fruto de
una cultura feminizada. Esto incluso a pesar de que Augustine no es devoto. En
cambio, su madre sí lo era, y mediante él la autora expone los resultados de
esa educación republicana ideal que ella propugnaba. Como vemos, la mente novelística
de Stowe gira una y otra vez en torno a los mismos temas, presentados de
diversas formas.
La prima de Augustine, Ophelia
Feely es la encarnación de la mujer ideal, relegada al hogar, sí, pero activa,
industriosa, inteligente, rigurosa… Su antítesis, Marie St. Clare, es tan
insustancial —su única misión es sacar de sus casillas al lector y representar
el modelo de mujer inútil en todos los aspectos—, que no la trataré en esta
reseña más allá de esta breve mención. Pero incluso Ophelia Feely tendrá una
lección que aprender: ella es la contradicción andante de la que hablábamos más
arriba: desde el primer minuto se presenta como contraria a la esclavitud, y,
sin embargo, al mismo tiempo es racista. Su cura de humildad será descubrir que
no basta con la instrucción y la piedad, ni con ser activo y trabajador; además
hace falta poner en práctica los valores de amor y caridad que el cristianismo
enseña.
Por su parte, el Sr. Shelby,
dueño original de Tom, que en principio se presenta desde una óptica positiva,
va cayendo en desgracia progresivamente ante nuestros ojos. Personalmente me ha
recordado al Carlos de Bellavista de Sab,
como representación de la indolencia ricachona (en mayor medida que el propio
Augustine St. Clare): mal gestor de sus negocios, no se preocupa gran cosa por
cumplir la promesa de rescatar a Tom (de hecho, tiene explosiones de furia más
o menos comedida cuando se le recrimina ese hecho) y, lo que es más, es
“humanitario”, como le denomina la voz narradora, solo hasta que su
humanitarismo le va al bolsillo. A partir de ahí, su política es la de
“(…) no
sé por qué me tienen que recriminar, como si fuese un monstruo, por algo que
hace todo el mundo todos los días”.
Su esposa, la Sra. Shelby, será,
otra vez, la encarnación del ideal femenino de Stowe, que dará como fruto a su
hijo George Shelby, una promesa de futuro; un futuro que supone la encarnación
plena en América de la cosmogonía de la novelista.
Por último, nos encontramos el “reverso
tenebroso” de todos los hogares, mejor o peor estructurados, que se presentan
en este texto, la casa de Simon Legree, cuya hacienda representa la última
estación del progresivo descenso a los infiernos de Tom. La gran diferencia que
apreciamos entre esta casa y las demás, es la ausencia de la influencia
femenina, el dominio absoluto de los viejos ideales patriarcales, y por tanto,
la perversión de cualquier ideal positivo. Como afirma Carme Manuel en su
introducción a la novela
“Para
Stowe, pues, la carencia del amor maternal correcto es lo que ha causado la
esclavitud y lo que desencadena la corrupción social, representada en la
primacía de los valores materiales sobre los espirituales. Más que una crítica
al sistema esclavista patriarcal, es la suya una condena a la dominación
masculina de la sociedad americana. La regeneración social y moral de la nación
ha de pasar obligatoriamente por la transformación de la familia y la justa
reconstitución de poder maternal dentro de ella. Únicamente con la vuelta a
este orden doméstico serán los Estados Unidos libres”. [4]
Tanto por su importancia
histórica como por sus méritos literarios, La
cabaña del tío Tom sería susceptible —y de hecho lo ha sido— de un tratado
entero. Se nos queda en el tintero analizar los múltiples símbolos y metáforas que
emplea la autora, como la ausencia de cocina en la casa de Simon Legree, o la
caída al fango del senador Bird, p. e. Sin embargo, es hora de ir poniendo
punto final a esta reseña ya excesivamente larga; no sin antes hacer mención a
algunos de los aspectos menos logrados de la obra que nos ocupa.
Como hemos dicho, en la novela se
da una vinculación de la maldad, la brutalidad y el vicio con la falta de instrucción;
pero de la instrucción entendida de una manera inextricablemente unida a la
religión: la vida se presenta como una tentación para el materialismo y la
idolatría (del dinero) de la cual sólo se puede salir airoso aferrándose a la
religión y sin caer en la desesperación. Lo único que está por encima de la
instrucción es la fe, y la ley de Dios es el único límite infranqueable para la
resistencia civil. Y es precisamente este aspecto moralista el que, como
anunciamos al principio de esta reseña, más molesta al lector actual: Beecher
Stowe no desaprovecha la más mínima oportunidad de forzar un particular sistema
de valores; y si bien es cierto que, como dice Huxley en su prólogo a Un mundo feliz, también el arte tiene su
moral, hay una diferencia entre el valor intrínsecamente didáctico que pueda
tener cualquier historia, y el proselitismo que la autora de La cabaña desata en su novela.
Ya en el ámbito de lo
estrictamente narrativo, aparte de la planitud y falta de desarrollo de muchos
de los personajes, desde el punto de vista estrictamente narrativo dos son los
principales errores de esta obra: por un lado la repetición de esquemas, que ya
hemos comentado con anterioridad, y sobre todo ese arco narrativo injustificado
que conduce a la autora a abandonar la historia de los Harris en favor de los
sucesivos episodios en casa de los St. Clare, para recuperarla cientos de
páginas después, viéndose obligada a acelerar su avance.
Un hito de la literatura
abolicionista ineludible tanto por la influencia que tendría en la literatura
posterior, al establecer unos tipos y pautas que la literatura estadounidense
tardaría mucho tiempo en sacudirse de encima, cuanto por su minuciosa muestra
de la sociedad americana a mediados del siglo XIX. A este valor de documento
histórico, se le suman unos méritos literarios más que sobrados para convertir
a La cabaña del tío Tom en la segunda
parada de nuestra máquina del espacio-tiempo literaria.
[1]
De hecho, en una escena de La cabaña del
tío Tom puede verse como, precisamente, un grupo de blancos es reclutado
forzosamente para perseguir a unos fugitivos.
[3]
“Republicano”, en este contexto, no tiene nada que ver con seguidor del partido
del mismo nombre, que todavía no había sido fundado en el momento de publicarse
la novela.
[4] MANUEL, Carme, "Introducción" a La cabaña del tío Tom, Cátedra, Madrid, 2010.
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