Título: El chico de las estrellas Autor: Chris Pueyo
Editorial: Destino Año: 2015 Lugar: Barcelona
Valoración: ♥♥♥♥♥
“...
escribir es mirar dentro
de
lo que no se ve...”
Chris
Pueyo, El chico de las estrellas
Diciembre
parece estarse convirtiendo en un mes de lecturas afortunadas, y si
en 2014 mi corazón se rompió con el último aliento de Rafael
Chirbes (con permiso de su recién aparecida novela póstuma) en este
mi alma se llenó de constelaciones y estrellas con la primera
apuesta del jovencísimo Chris Pueyo en el terreno de la narrativa
larga. Hay una palabra para describir este libro, una palabra que
horrorizaría al autor y también a varios de sus personajes, y esa
palabra es:
PER-FEC-CIÓN
Que
una primera novela se presente bajo el paraguas de la editorial
Destino es garantía casi segura, como parece estar siendo el caso,
de éxito para la misma. Pero es que cuando uno se tropieza con un
primer libro de la calidad y originalidad de El chico de las
estrellas, entiende
perfectamente tanto el éxito cuanto la acertada decisión editorial
de publicarlo. En este
sentido, hay que dar un bravo a Destino
—y un tironcillo de orejas por algunas erratas menores que aparecen
en el texto—, por la
valentía a la hora de apostar por una historia como esta —¡ya era
hora!— y un doble bravo a su autor, por atreverse a
compartir su historia, logrando hacer —como es la mejor misión del
arte— de su dolor particular, algo universal; y, por otra parte,
por la espectacular calidad del texto que aquí presenta.
Aviso
para navegantes: vaya por delante que esta historia tal vez deba
evitarse a corazones (hiper)sensibles, aunque quien suscribe cree que
debería ser de obligada lectura para quienes hieren niños, y
recomendada para todo el mundo: a quienes tienen alma, porque la
tendrán mejor. A quienes no, porque se agenciarán una.
Desde
el punto de vista temático, ya me congratulé, a propósito de la
trilogía Play, de
Javier Ruescas, de que autor y editorial se hubiesen aventurado a
incluir la cuestión de la diversidad afectivo-sexual en aquella
obra. No obstante, si en aquella se trataba de algo relativamente
tangencial, cobra un papel mucho más preponderante en El
chico de las estrellas. Sin
embargo, constituiría un error gravísimo limitar esta novela a los
estrechos límites de esa —o de cualquier otra— etiqueta, como
la de “infantil y juvenil”, que me parece muy discutible —y que
discutiría si no fuera porque ya expliqué en otra parte que
directamente no me parece que exista semejante cosa—:
cualquier lector desprejuiciado encontrará tratados en ella temas
mucho más universales, singularmente la búsqueda del
autoconocimiento, con los que cualquiera puede sentirse identificado:
es una historia de
reconciliación con el pasado y agradecimiento, un
libro de aprendizaje que contiene una valiosa lección de vida.
Comencemos
diciendo que, ya desde el principio, destaca la calidad
estratosférica de la prosa de Pueyo, llena de metáforas de doble
sentido (p.e., “Cuando termina abril, la gente normal compra
mayo y tira abril a la basura”,
p. 11). Tiene lugar un fuerte
contraste entre la madurez vital —filosófica, si se quiere— del
autor/narrador y su uso de un lenguaje por momentos deliberadamente
infantilizado. Es muy posible que los niños que sufren envejezcan,
por dentro, a razón de un año por hostia, así que Pueyo, de 20 por
fuera, bien pudiera tener un alma de 200. Desde esa perspectiva, se
entiende mucho mejor su sólido estilo, maduro, que sorprende a pesar
de todo y, por qué no decirlo también, da envidia. La
ingenuidad del tono general se contrapone a la sabiduría del
protagonista-narrador en su madurez, y
en particular, es de resaltar su capacidad para discernir que lo que
no
es forma también parte de lo que es; es decir, que el anverso es
parte inseparable de lo que existe.
El
chico de las estrellas presenta
una habilísima mezcla de recursos clásicos (incluidos los de la
literatura oral: es fácil imaginarse adaptaciones para la escena, ya
que es una escritura muy teatral) con otras técnicas más novedosas
que, si no completamente inéditas, sí están mezcladas con
frescura. Así, el “esquizofrénico” narrador o la constante
ruptura de convenciones narrativas, cierta
violencia sobre la sintaxis,
así como la presencia de
múltiples intertextualidades, musicales sobre todo.
Hay
también unas cuestiones de formato, que no describiré para no
chafar la sorpresa al lector, pero que son dignas de aplauso, por lo
acertado y por lo atractivo.
Como
piedrecita en el zapato, sin embargo, cabe decir que el detallismo
del principio se diluye hacia el final, resultado tal vez de estar
contando la propia historia: sajar demasiado la carne puede resultar
muy doloroso, incluso corridos años de por medio, así que no deja
de ser comprensible desde el punto de vista humano, pero desde el
narrativo deja al lector con cierta sensación de cojera —leve—.
A
pesar de todo, y si las cosas
fluyen
como cabe esperar y deseamos,
es muy posible que acabe de nacer una voz importante en la más joven
generación de escritores españoles. En este sentido, y retomando
algo que el autor afirma en el primer párrafo de la p. 64, su
desafío será ahora ver si es capaz de contar vidas ajenas (aunque,
en realidad, un escritor, escriba de lo que escriba, en el fondo
siempre escribe de sí mismo).
pues si ya me quedaron ganas con lo que me dijiste ahora más.
ResponderEliminarbicos,