(Jaime Lluch)
El
final.
Levantó la pluma del papel. ¡Qué
horrible era tener tantas ideas geniales! Jamás podría
desarrollarlas todas, y eso quemaba su corazón como si estuviera en
el interior de una hoguera. Se levantó y se dirigió lentamente a la
ventana. Fuera, la noche hablaba en un monólogo continuado con la
luna, sin hacer caso del murmullo de las estrellas, y las montañas,
que cuando soplaba el viento cantaban en verso, pero que entretanto
hablaban en prosa, se percibían vagamente como unos borrones de
tinta.
Ahora, lo fundamental era
decidir el futuro del personaje protagonista: ¿debeía morir, o
debía continuar viviendo para llevar una vida sórdida?
Entró Matilde con una humeante
taza de café que dejó
sobre la mesa, retirándose sin hacer ruido y sin articular palabra.
Se acercó a la mesa y se
tomó el café amargo, tan caliente que abrasaba la garganta, cosa
que en parte le atrajo a la realidad; miró de reojo, primero a los
dos terrones de azúcar aún dentro de su envoltorio que estaban en
el borde del plato (no entendía por qué después de diez años
seguía sirviéndoselos con el café, que siempre tomaba sin ellos);
después, a los folios ya escritos de la nueva novela. Solamente le
faltaba el final, decidir el destino del protagonista para acabarla,
pero se sentía incapaz.
Un arrebato que recorrió sus
entrañas estuvo a punto de empujarle a romper aquellos folios que
tanto le atormentaban, aquellas hojas que permanecían calladas, con
su lado sin escribir mirando al techo.
Recordaba
con melancolía aquellos días gloriosos, hermosos días, fáciles,
en que escribía una novela cada cuatro meses, y cuentos y poemas en
sus ratos libres.
¿Por qué se había vuelto tan
difícil para él? No
alcanzaba a comprender el motivo que había causado aquella
inversión: se supone que lo complejo son los comienzos, no los
finales.
Sin embargo, su principio había
fluido con toda rapidez y facilidad. Había alcanzado el éxito. Y
ahora, cuando llegaba el momento de las grandes obras; el momento de
la culminación; el punto en que se rayaba, en que se vislumbraba la
perfección, se amalgamaban todos sus sentidos.
No lo comprendía.
Se sentó de nuevo frente al
escritorio, en la mullida silla. Pesadamente alzó el montón de folios y los puso frente a sí.
Comenzó a ojearlos con creciente atención.
Entonces tuvo la certeza, la
revelación, la seguridad de que sin darse cuenta, había escrito
el relato de su propia vida. Por eso era incapaz de escribir el
final: no podía escribirlo, sencillamente, porque no lo conocía.
Estaba claro que en esa
situación debía inventar un final. Como era del todo imposible que
él llevase un vida sórdida, vio con seguridad lo que debía hacer:
el protagonista debía morir.
Con renovada pasión, cogió la
pluma. Escribió sin pausa durante toda aquella noche, como cuando
era joven. Allá, a la vuelta del alba, levantó la pluma, seguro de que
había escrito una obra maestra. Ciento cincuenta nuevos folios había
nacido de sus manos en aquellas breves horas. Se echó hacia atrás,
relajándose por completo en la silla, entornando los ojos. Aspiró
profundamente, mientras trataba de no pensar en nada, de alejar de sí
todos los posibles pensamientos que pudiesen en ese momento acudir a
su mente.
Con lentitud, se dirigió a la
ventana, y la abrió. Una ráfaga de viento con aroma marino le
golpeó la cara. Y sin pensarlo más, se dejó caer como un peso
muerto.
Mientras caía, le iba llenando
una sensación perfecta, única e irrepetible.
Al golpear el suelo, durante
unos brevísimos instantes, menos de un segundo, sintió la
perfección bullendo por todo su cuerpo; y sintió que, por primera
vez en su vida, había hecho algo bien.
1995 - 1998
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