(Bruno Amadio)
La
maldita.
Fue un instante de furor, en el
que, sin el menor remordimiento posterior, la habría matado. La
explosión con que la ira había arrasado su alma en aquel momento,
impulsándole a reaccionar tan violentamente, era algo indecible.
Ahora, permanecía sentado sobre
una banqueta, próxima a la pared y manchada por el denostador paso
del tiempo. Su camisa, abierta en los tres primeros botones, dejaba al
descubierto su pecho que se agitaba fuertemente, cansado por el
repentino y salvaje esfuerzo que había hecho, que, sin duda,
constituyó una desproporcionada producción de adrenalina.
Ella, casi incapaz de gritar,
más por el miedo y la sorpresa que por el dolor de los golpes, yacía
en el suelo, sentada contra la pared, con uno de los ojos negro y el
otro derramando un mar de lágrimas.
La había azotado ferozmente
con el ancho cinturón de cuero, y luego, no contento aún con la
tremenda paliza, se decidió a aporrear con sus enormes puños,
semejantes a mazas de batán, las frágiles carnes de ella, que,
hubiera o no cometido la falta que se le imputaba, no merecía tal
castigo.
Él, ahora, cabizbajo, pensaba
en cómo podía haberle hecho tal cosa a él. ¿Por qué? Ella sabía
perfectamente que no podía, que no debía hacer aquello. Pero la
amarga pregunta que ahora bullía en su cabeza era, ¿para qué? ¿Qué
motivos podría tener ella que la empujasen a hacer esas cosas? No había sido instruida para que hiciese esas
cosas.
De pronto, le sobrevino una
desagradable sensación, algo que le hacía pensar que lo que había
hecho no era lo correcto. Sintió cómo una lágrima brotaba en su
ojo izquierdo con dolor, y resbalando con pesadez mojaba su rostro. Repentinamente, un amargor indefinible
se acumuló en su pecho, que no se agitaba ya, sintiendo cómo si el
corazón se le apretase más y más, cada vez más. Un punzante dolor
recorría su brazo izquierdo; se le hacía difícil respirar. Cayó
al suelo como un peso muerto desde la banqueta en que estaba sentado,
diciendo quedo:
-Ayúdame... por favor...
ayúda...
Ella le miró lánguidamente,
cerró con suavidad los ojos, y las lágrimas que acumulaban, dejaron de brotar. Se levantó lentamente, sin dejar de mirarle en
ningún momento y, caminando despacio, se sentó en la banqueta, aún
caliente, donde él se había sentado segundos antes. Ya no hablaba,
gesticulaba tan sólo, llorando, movía cada vez menos los brazos y
en su boca se pintó la misma mueca que se pinta en la de los peces
cuando son sacados del agua. Al rato, dejó de moverse. Ella,
sonriendo, le miró, permaneciendo sentada, esperando a que el día
amaneciese.
1995 - 1998
No hay comentarios:
Publicar un comentario