Las arañas.
Bajaba, acompañado de su amigo, la escalera.
-Odio las arañas —le decía—; soy aracnofóbico.
Su amigo le puso la mano en el hombro sonriendo con placidez.
Faltaba tan sólo bajar el último tramo de escalera y, torciendo a
la derecha, atravesar la estrecha puerta de arco. Algún día alguien
un poco grueso quedaría atascado en ella. Después se torcía a la
izquierda y se salía, finalmente, a la calle.
En el momento en que pisó el último peldaño, su amigo desapareció
y vio, colgando en la pared, una araña. Una araña enorme. Una
enorme araña, tan grande como un puño cerrado, peluda y asquerosa.
Intentó gritar, pero la voz se le ahogaba en la garganta y no había
nadie que pudiera ayudarle. Se sintió desmayado; cayó al suelo. Al
punto recobró el conocimiento para ver un ejército de arañas de
todas clases. Una telaraña se ceñía fuertemente sobre su cara y
veía alrededor cadáveres de saltamontes y moscas, trozos de
cuerpecillos indefinibles, insectos-palo, insectos que no alcanzaba a
reconocer...
-¡Socorro! —gritaba, pero nadie le oía—. ¡Auxilio!
Y la telaraña continuaba aprentándole el rostro; sentía el tacto
de aquellos asquerosos bichos sobre su cuerpo, bajo su nuca, por todo
él. Y la luz en el interminable pasillo se iba apagando; no podía
huir porque tenía el cuerpo pegado a la telaraña.
De pronto sintió la presión de ocho patitas que caminaban sobre
él, y aquellos asquerosos cadáveres le rozaban la cara. Miles de
arañas le rodeaban, urdían sobre él una telaraña como una mortaja mientras él seguía gritando.
-¡Auxilio! ¡Ayudadme!
Pero nadie en el mundo le oía. Estaban solos. Él y las arañas,
que se le acercaban con sus patas peludas, observándole de hito en
hito con aquellos monstruosos y deformados ojos. El miedo le helaba
el corazón y se sentía morir. Quería morir. Deseaba morir; porque
de lo contrario las arañas le amortajarían vivo y le arrojarían al
fondo sin fondo de una despensa subterránea. Allí le irían a
buscar cuando tuviesen hambre y le... ¡oh, no, por favor! Era
terrible. Aún tenía libres los brazos; con ellos se tapó la cara.
No podría soportar a las arañas sobre su cara y... todo era
silencio.
No sentía a aquellos asquerosos bichos, de modo que se destapó la
cara y... ¡allí estaban! Aguardaban que se descubriese la cara para
poder seguir amortajándole. Se tapó el rostro de nuevo, y entonces
le tiraban de los brazos, intentando separárselos, y tiraban más y
más, más, más... y lo consiguieron y... su amigo tenía la cara
lívida. Estaba sudoroso y angustiado. Su amigo se inclinaba sobre
él, que estaba tendido al borde de las escaleras, y le preguntaba si
se encontraba bien. Una araña trepaba perezosamente por la pared.
No hay comentarios:
Publicar un comentario