El mundo.
Recuerdo un pasillo. Era largo. Muy largo. Interminable. Tan largo
que yo lo concebía como Lo Único. Era la vida. No había nada más.
No existía para mí más mundo que ese. A ese pasillo se me había
reducido. Y no era más que ese pasillo y mi cuerpo. Porque mi mente
no contaba. Porque mi mente y mi alma no existían. Me había
enterado, más tarde, de que corrían rumores de que yo estaba loco.
Pero no era cierto. Eso es lo que dicen todos. A los que lo repetían
demasiado los encerraban en una habitación estrecha con paredes
acolchadas. Húmedas. Los encerraban como castigo y sólo Dios sabe
qué torturas les practicaban allí. Así que ni pío. Yo nunca
decía: “Yo no estoy loco”, porque mientras obedecías Ellos
hablaban contigo y te trataban bien. En cambio si intentabas hacerte
el héroe, te trataban peor que a un perro. Además, quizá yo sí
estuviese un poco loco. Y aunque no lo estuviese, ¿qué podía hacer
yo? No tenía a nadie fuera de allí y me asustaba la soledad. Me
asustaba mucho. Muchísimo. La soledad también estaba a veces por
aquel pasillo. Pero si no te gustaba, salías de tu habitación, te
colabas en otra y hablabas con algún Compañero. ¿Compañero de
qué? De nada que nosotros conociésemos. Pero Ellos nos llamaban así
y todo se pega... Entonces, cuando Ellos se daban cuenta, te
buscaban, te encontraban y muy amablemente te cogían por el brazo y
decían: “Venga, es hora de volver a tu habitación para dormir”,
aunque no siempre dormíamos. Pero como ya habías estado con
alguien, ya no sentías la soledad en dos o tres días. A veces
venían unas personas a visitarnos. Los que venían a visitarme a mí
eran desconocidos. Pero eran muy agradables y al saludarme tan
efusivamente yo suponía que debía hacer lo mismo. Siempre omitía
sus nombres para que no se diesen cuenta de que no les conocía.
Aunque yo no sabía si en realidad debería conocerles. Supongo que
sí. O quizás sólo fuesen Voluntarios. Era difícil saberlo sin
preguntárselo, porque yo no me atrevía a hacerlo. Pero eso quizás
fuese lo menos importante de todo. Lo importante era que se estaba
bien allí. Muy bien. Sí, muy bien realmente. Nos lavaban, nos
cuidaban, nos daban de comer y un largo etcétera de cosas más en
las que ahora no caigo... Allí dentro podíamos hacer lo que
quisiéramos. Casi todos pasaban muchas horas
delante de un enorme televisor charlando sobre lo que iban viendo en
la pantalla. Pero yo prefería escribir. Sólo veía unos
determinados programas. Y siempre veía la tele en mi habitación.
Porque también teníamos televisiones individuales en nuestros
cuartos. Todo el mundo allí era muy agradable. Conmigo por lo menos.
Quizás yo fuese una persona muy magnética. Tan sólo quizás. Pero
lo que a mí me gustaba era escribir. A veces publicaban algo de lo
que yo escribía. Alguno de mis libros de poesía; casi todas mis
novelas. No era fácil escribir allí dentro. Tampoco lo era cuando
salía al jardín. Era peor. Por eso me sentía especialmente bien
cuando me decían que era bueno escribiendo. Pero a mí no me gustaba
que me lo repitiesen demasiado. Me ruborizaba. Me desquiciaba. Aunque
quizás yo fuese un desquiciado crónico. Había géneros que me
estaban vedados, como el artículo periodístico, a menos que fuese
subjetivo. Mi opinión sobre algo abstracto. Pura idea. Pero eso no
me gustaba. Yo nunca podría estar en una guerra describiéndola a mi
gusto. Jamás. Pero yo prefería las novelas y la poesía sobre
ninguna otra cosa. Normalmente, los manuscritos se los dejaba ver a
los que venían a visitarme. Muy amablemente me preguntaban si podían
quedárselos, porque eran muy bonitos. Yo siempre decía que sí,
pues no quería parecer descortés. Al cabo de un tiempo me llegaban
varios libros editados con mi nombre en letras grandes sobre la
portada, bajo títulos que yo nunca había escrito, porque yo nunca
titulo lo que escribo. Dentro estaban los manuscritos que yo había
regalado. Estaba bien. Todo lo que fuese leer me encantaba. Podía
estar leyendo horas y horas y horas sin moverme de mi sitio. Y la
gente se sorprendía de ello. Pero era fácil. Muy fácil. Muy fácil
para mí. Más fácil para mí que para ningún otro que yo
conociese. Pero yo no conocía a todo el mundo. Seguramente habría
lectores mejores que yo. En ocasiones tengo
que releer varias veces el mismo párrafo para entenderlo. A veces me
resulta difícil concentrarme en nada. Y eso no me gusta.
No me gusta nada. Yo los llamo mis días tontos. Pero no tenía días tontos a menudo. Solía
concentrarme mucho durante mucho tiempo. En ocasiones pensaba tanto y
tan deprisa que casi me desmayaba. Y me sentía confuso. Pero yo era
así. Y era tarde para cambiar. En otoño la luz inundaba el pasillo
tenuemente y lo pintaba de un color amarillo oscuro agradable y
acogedor. Muy acogedor, la verdad. Y yo me sentía melancólico. A
veces alguno de Ellos que había salido en su semana de vacaciones me
traía un libro. Y siempre tenían cuidado de que no lo tuviese ya.
Con todo ya tenía una biblioteca con cerca de diez mil libros. Esto
me agradaba. Me agradaba mucho. Muchísimo. En ocasiones todo me
parecía absurdo y yo estaba muy deprimido. Entonces venía alguien
que me daba unas palmaditas en la espalda y me recordaba lo bien que
escribía. Y yo me ponía especialmente desquiciado esos días. Y
sentía ganas de arrancarle todos los pelos de la cabeza y vaciarle
los ojos. Pero no podía hacer eso. No debía hacer eso. Eso estaba
mal. Estaba muy mal. Muchísimo. Y al final eso acababa animándome.
Me animaba mucho. Y yo abrazaba efusivamente a esa persona. Tanto que
la persona se quedaba boquiabierta. Y había que cerrarle la boca. Y
a veces la boca no reaccionaba y se volvía a abrir. Y se la
cerrábamos otra vez. Y había que repetir la operación tantas veces
como fuera necesario hasta que la boca permaneciese cerrada. En rara
ocasión tardaba más de cinco minutos. Entonces la persona volvía
en sí. Y sonreía. Me sonreía. E iba caminando lentamente por el
pasillo, hermosamente iluminado por la luz del otoño. Y era bonito
ver llover. Y era bonito ver caer las hojas de los árboles. Y coger
un libro de poesía. Y leerlo bajo la caída de las hojas. Todo era
bonito. Pero yo sabía que no estaba loco y los demás no. Y no me
importaba. Porque sabía que fuera de allí la vida era cruel. Cruel
y bastarda. Muy bastarda en especial. Pero dentro todo era
maravilloso. Francamente maravilloso. Era un mundo aparte. Era mi
mundo aparte.
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