jueves, 7 de noviembre de 2013

La invención del lenguaje


Los seres humanos estamos hechos para romper barreras. Caminar de pie, encender (¡y controlar!) el fuego … son solo dos ejemplos inmediatos que se le pueden ocurrir a cualquiera. Nos gusta entender las cosas, saber por qué las hacemos. El ser humano es pura potencialidad, más que habilidad natural. Se proyecta en su potencialidad. Y, más que en ninguna otra de sus potencialidades, el ser humano se proyecta en el lenguaje.

El ser humano tiene la capacidad natural para hablar, pero, como casi todo en él, el lenguaje es aprendido. Estudios hechos con gente aislada desde una temprana edad demuestran que un ser humano privado de la educación convencional o del contacto con sus semejantes no rompe a hablar espontáneamente y, lo que es más significativo, experimenta severos retrasos en su desarrollo mental. Los seres humanos pensamos hablando. Y, si no tenemos lenguaje, no podemos pensar.

Ahora bien; no deja de haber un componente innato en nuestra capacidad de comunicarnos, mediatizado como pueda estar por la sonoridad, sintaxis o gramática de nuestro propio idioma: hay un grupo de vocablos que me resultan singularmente atractivos, aquellos que pertenecen a grupos familiares o muy estrechos (y reducidos) de sujetos, a menudo basados en un acervo experiencial común inaccesible (e incomprensible) para quien no pertenece al grupo. Es decir, en ese ámbito el lenguaje se alza como un factor identificador, de pertenencia, de la misma manera que un español puede saber de inmediato si otra persona es o no española de origen solo oyéndola hablar brevemente, por su acento, por la fluidez, por el vocabulario empleado, por la construcción sintáctica … En mi casa, por ejemplo, existe el palabro “escotorromoñarse”, verbo intransitivo de la primera conjugación que denota la idea de una caída aparatosa en la que el sujeto (¡o más bien víctima!) se golpea repetidas veces, pero sin sufrir lesiones de gravedad, tales como puedan ser arañazos, magulladuras sin importancia, etc. Sin embargo, los hablantes de español convendrán conmigo en que el verbo citado nunca podría significar, pongamos por caso, “amar a alguien locamente”: hay una sonoridad en la palabra que lo impide, algo en ella despierta de inmediato la idea de “darse un morrazo”. Naturalmente, el verbo “escotorromoñarse” es un término inventado inexistente en castellano.

Sin embargo, quizás no siempre lo pensemos o nunca hayamos reparado en ello, pero todo el lenguaje que hoy existe, todas y cada una de las palabras y términos que componen una lengua en su aparentemente inagotable riqueza, han sido inventadas alguna vez: en algún momento alguien ideó por vez primera todos los vocablos, todas las declinaciones, toda la estructura del idioma, y cada inventor del lenguaje iba variando lo inventado por sus antecesores y añadiendo a su vez cosas nuevas de su propia cosecha, muchísimo antes de que llegaran los gramáticos y filólogos para diseccionarla con el afán del entomólogo: pensemos que la justificación de la ortografía constituye la tautología por excelencia (“equis palabra se escribe así, o tal cosa se llama asá, simplemente porque se escribe así o se llama asá”; como mucho podremos buscar razones etimológicas para explicarlo, pero antes o después acabaremos topando con el mismo callejón sin salida: en latín o griego se escribía así, simplemente porque se escribía así.

Así que, en definitiva, sin perder de vista que el objetivo último de cualquier idioma es siempre la comunicación, es decir, la unión (y nunca servir de obstáculo o elemento distanciador), tampoco debemos renunciar a imprimir nuestra propia huella y emplear su plasticidad para mantenerlo vivo y evolucionando, como siempre lo ha estado y siempre lo ha hecho. No hay que tenerle miedo a inventar palabras, a alterar las que existen, a darles nuevo contenido, a rehabilitar aquellas caídas en desgracia (la ola de lo “políticamente correcto” ha sido una peste para el lenguaje, al basarse en la absurda idea de que las palabras tienen un contenido intrínsecamente malicioso: las palabras no tienen voluntad (aunque es muy probable que tengan alma), las palabras no son malas: las personas son malas, las personas emplean el lenguaje con malicia, para zaherir o molestar). Después de todo, como muy bien afirmaba Camilo José Cela, “el castellano cada no lo habla como quiere, que para eso es de todos”.

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