miércoles, 30 de marzo de 2022

De cuando la vida imita al arte


CON EL CULO TORSÍO, como diría mi cuñada, me quedo al descubrir por uno de los podcasts literarios que escucho que la historia de una de las más firmes candidatas a novela suprema, 'El conde de Montecristo', está de hecho inspirada por un caso que de verdad ocurrió: a principios del s. XIX, Lamothe-Langon noveló los archivos policiales recopilados por el archivero Peuchet, y en ellos cuenta la historia de un zapatero nimeño, de nombre Pierre (o François) Picaud (en realidad inspirado por la historia de un tal Gaspard-Étienne Pastorel), que se comprometió con una bella y acaudalada dama.

Movido por los celos un amigo (que no sería tan amigo) viudo con dos hijos que envidiaba la buena fortuna (y la dote) de la susodicha señora, urdió una trama en connivencia con otros tres conocidos, acusando falsamente a Picaud de ser espía inglés.
Hallado culpable y arrestado el mismo día de su boda, conoció en prisión a otro recluso moribundo, un tal padre Torri, que acabaría revelándole la ubicación de un tesoro oculto en la ciudad de Milán y legándoselo en testamento.
Durante siete años se pudrió Picaud en el oscuro presidio, la fortaleza de Fenestrelle (hoy en territorio italiano), en una situación literalmente kafkiana, sin ser siquiera informado de los motivos de su arresto, hasta que liberado a la caída del Imperio, envejecido, débil, a falta de mejor perspectiva puso rumbo a Milán, solo para descubrir que lo que su amigo le había contado era cierto.
Y ahí empezó todo. Poseedor de una gran riqueza, su primer paso fue cambiar de identidad y pasar a llamarse Joseph Lucher. Disfrazado de eclesiástico y bajo la segunda identidad del abad Baldini, regresa a Nimes y allí consigue, al precio de un diamante, que Antoine Allut, uno de los encubridores, le revele la verdad de su caso.
Por él se entera de que su otrora prometida se había casado dos años antes con su amigo traidor, el cual ahora regenta un café abierto gracias a la dote de su esposa. Es entonces cuando Picaud urde una maquiavélica trama de venganza cuya ejecución le llevaría DIEZ AÑOS.
En primer lugar, consigue que le contraten como encargado del restaurante de Loupian (el traidor). Un tiempo después Chaubard, el segundo implicado, aparece muerto en el Pont des Arts, apuñalado. En el mango del puñal, todavía clavado en su corazón, podía leerse 'Número uno'.
Entretanto, Picaud siembra la ruina de Loupian: un supuesto príncipe Corlano seduce a su hija, la deja encinta y la pide en matrimonio. El mismo día de la boda el falso príncipe envía mensajes a todos y cada uno del centenar largo de invitados revelándoles que en realidad no es un príncipe, sino un antiguo condenado a galeras. La cosa empeora cuando el hijo de Loupian, emborrachado por unos "colegas", es encontrado solo en la escena del crimen con los bolsillos llenos de joyas robadas. Detenido y juzgado, le condenan a veinte años de trabajos forzados. Por último, unos desconocidos incendian el café de Loupian.
Solari, el cuarto implicado, es hallado envenenado. Una mano anónima escribe sobre su ataúd: 'Número dos'. Tal vez por aquello de que la venganza se sirve fría y en algunos casos hasta gélida, Picaud se reserva para sí mismo el gran final: apuñalar a Loupian. Sin embargo, Allut, que algo sospechaba y había estado vigilando a Picaud, le descubre in fraganti y consigue echarle el lazo, literalmente: lo secuestra, lo ata, e intenta extorsionarle a cambio de dinero. Ante la negativa de Picaud, lo mata.
Algunos años más tarde, Allut, que malvive en un suburbio londinense, enfermo y moribundo, hace llamar a un sacerdote francés, el padre Madeleine, y le dicta toda la historia antes de expirar. Esta historia fue enviada por Madeleine al Prefecto de la Policía de París, y supuestamente serían estos pliegos los que el archivero Peuchet habría encontrado. Y digo 'supuestamente' porque los archivos de Peuchet sobre los que Lamothe-Langon se basó para su novela se quemaron en un incendio en 1871.
Y claro, yo ahora, más que releer 'El conde de Montecristo', ¡lo que quiero es leer la historia de Picaud! (*) ¡No me digáis que la vida no imita al arte!
(*) De hecho, Alexandre Dumas escribió una novelette al respecto, que sirvió de borrador para su gran obra.


lunes, 28 de marzo de 2022

La (involuntaria) lección de Will

 Una de las ventajas de hablar de un suceso de "candente actualidad" es que resulta innecesario explicar el contexto. La verdad es que se mire por donde se mire, lo de anoche en los Oscar fue lamentable. El resumen en titulares podría ser: "Todo mal".

Ya el nivel del humor no era para echar cohetes, y luego vino la "broma" con Pinkett por objeto, tan falta de tacto como de gracia. Es el tipo de humor que uno esperaría de un niño, y ni siquiera de uno muy bien educado. La bofetada puede que fuera incluso merecida, y si me apuran hasta puede que mereciera un par, para llevarse el dos por uno y disfrutar de la full experience. Por las imágenes me da la impresión de que fue una de esas cosas que se van de madre: Smith ni siquiera parece pegarle muy en serio a Rock, y la media sonrisa del actor cuando se da la vuelta hizo dudar sobre si todo estaba guionizado. Pero entonces algo cambió, durante el intercambio verbal entre ambos; creo que fue uno de esos casos donde uno hace o dice algo medio en broma, medio en serio y acto seguido se da cuenta de lo enfadado que está en realidad.
El problema (los problemas, en realidad) aquí viene por otra vía: para empezar, el sentido de la supuesta broma. Por ahí he visto un artículo de alguien que alertaba sobre los peligros de poner límites al humor, y por humor valga aquí decir al arte o a la libertad de expresión en general. No hace falta extenderse sobre eso, y en todo caso sería objeto de otra reflexión. La cuestión aquí no es si alguien puede o no hacer determinada broma, sino sobre lo que consideramos o no gracioso: ¿qué hay de risible en que alguien padezca una enfermedad y se quede calvo? ¿Cuál es la gracia exactamente? No creo que la broma de Rock fuera un ataque contra ninguno de los dos integrantes del matrimonio Pinkett-Smith, pero supongamos que la causa de la calvicie de Pinkett fuera un tratamiento oncológico: ¿cómo se habría visto esa broma entonces? No veo qué hay de cómico en el sufrimiento de alguien que padece una enfermedad actual. Primer punto negativo, que nos lleva al segundo: el machismo implícito en que la única forma que un hombre encuentre de bromear con[tra] una mujer sea metiéndose con su aspecto físico. Más de lo mismo y nada nuevo bajo el sol.
Lo que nos lleva al tercer problema: el machismo que conlleva el salir en plan gallo del corral a defender el honor de la ultrajada e implícitamente desvalida, porque aparentemente el ofendido es él y no ella, como si Pinkett no estuviese ya mayorcita para defenderse sola (puesto que caso de corresponderle a alguien el derecho a repartir guantazos habría sido a ella, no a él; lo cual, dicho sea de paso, también habría tenido una lectura muy distinta, porque incluso la violencia tiene una lectura cultural y de género, como todo lo demás). Y llevar a cabo esa defensa de la manera más tóxica que los hombres han usado siempre: mediante la violencia física. Ya que tan ofendido se sentía Smith, ¿qué tal, a la hora de subir a recoger su premio, haber declinado recibirlo por no poder aceptar una distinción de una academia que promueve o admite tal tipo de comportamientos? Eso sí habría sido un puntazo de reivindicación. Pero no fue esto lo que hizo, sin embargo. En lugar de eso, lo atribuyó todo a que "el amor nos hace hacer locuras". ¿A qué me suena esto?
No se puede, a estas alturas, admitir la violencia como forma válida de resolver problemas. Lo que nos lleva a la madre del cordero: ¿mediaba provocación [suficiente], como se diría en lenguaje judicial? Veamos. Según consta en mi documentación médica, empecé a hablar con seis meses, y con un año formaba ya frases completas con sentido. Lo mío con las palabras, pues, es un idilio que viene de largo. Las palabras importan. En casa mi madre nos hizo seguir siempre a rajatabla dos proverbios: uno, "Que lo que digas sea más bello que el silencio"; y dos, "Si no tienes nada agradable que decir, mejor no digas nada". Ambos están grabados a fuego en mi cerebro y hasta este día procuro no separarme de ellos tanto como puedo. Porque las palabras importan. Imagino que a Rock no le agradó mucho recibir una bofetada. Pues hay palabras que pueden ser auténticas bofetadas. Las palabras son tal vez la más refinada tecnología ideada nunca por el ser humano, y como tal tecnología puede ser usada para bien y para mal, para consolar o para dañar. Las palabras importan, porque las palabras son el arma más poderosa y destructiva de que dispone el ser humano. Por eso no hay régimen o sistema que no tenga propaganda. Porque las palabras importan. A un tío raro austríaco se le ocurrió recoger una idea que ya flotaba en la sociedad (el antisemitismo no lo inventaron los nazis, cuidado) y empezar a culpar a los judíos de todos los problemas y seis millones de personas acabaron pasando por un horno. El mismo tío raro austríaco empezó a caldear los ánimos en discursos multitudinarios y decenas de millones de personas más se vieron arrastradas a una guerra. Ahora mismo, en el corazón de la vieja, civilizada, bucólica y paradisíaca Europa hay cuatro millones de personas que han tenido que salir huyendo con lo puesto de sus hogares. ¿Y todo por qué? Porque las palabras importan y a un tío raro ruso se le ha ocurrido retorcerlas para transformar la Historia y pretender hacer ver que esta es algo distinto de lo que es. Para crear un relato que convierte lo inaceptable en necesario. Porque las palabras tienen incluso ese poder, el de convertir unas cosas en otras. Así que la cuestión es: ¿para qué va uno a usar sus palabras? ¿Para consolar o para herir? Porque las palabras importan.