lunes, 14 de septiembre de 2020

Daniel Zomparelli, "Todo es una mierda y eres una mala persona" - LIBRO DEL MES

 

 Todo es una mierda y eres una mala persona - Editorial Dos Bigotes

Título: Todo es una mierda y eres una mala persona

Autor: Daniel Zomparelli    Editorial: Dos Bigotes (2018)

Valoración: 4/5


Siempre he pensado que, cuando uno miente, crea otro mundo donde esa mentira cobra vida. Cada vez que miento, hay una versión de mí que es o hace lo que he dicho. (…) Cada mentira rompe el mundo en pequeños trozos y los convierte en nuevas historias, que vuelven a romperse y a crear otras hasta que solo quedan restos diminutos. Nada a lo que puedas agarrarte”.

Daniel Zomparelli, “Bloqueado”—



El poeta y editor canadiense Daniel Zomparelli publicó en 2017 su primera colección de relatos, traducida al castellano por la editorial Dos Bigotes al año siguiente.

Se trata de una compilación de hasta treinta y dos piezas donde destaca la cohesión estilística y temática —todos están protagonizados por jóvenes hombres gays que buscan su sitio en el mundo y lidian con las dificultades cotidianas: la dificultad de establecer relaciones, el trabajo o la falta del mismo, el sexo, los ambientes tóxicos, la relaciones familiares, la incidencia de las nuevas tecnologías en el día a día, la incomunicación, las apariencias y la inseguridad...—.

R negó con la cabeza y se marchó. Se me ocurrieron algunos chistes más y empecé a darle vueltas en la cabeza a sus palabras: «mala persona». Pensé que era verdad. Era una mala persona. Sería mejor como fantasma, como monstruo o como recuerdo”.

El hecho de que los mismos personajes aparezcan en más de un relato, ya como protagonistas, ya como secundarios, y que a lo largo del volumen veamos un catálogo de las… “pintorescas” citas de Ryan, dividido todo ello en una suerte de partes acotadas por los fragmentos de un relato marco casi poético que se extiende a lo largo de todo el libro, le da a Todo es una mierda y eres una mala persona una coherencia que en verdad lo aproxima más a la novela que a la mera recolección de piezas breves independientes.

En el universo entretejido de este libro disfrutable y de escritura fresca que permite avanzar con gran fluidez nos colamos por las rendijas para espiar por unos instantes la vida de estos personajes de vida un poco desastrosa que a menudo se juntan por pura soledad y que son víctimas en más de una ocasión de una inseguridad paralizante. La mirada original de Zomparelli hace que tampoco falte espacio para lo fantástico, lo increíble y hasta lo esperpéntico, tratado siempre con un aplomo y una objetividad que lo dotan de la contundencia de los hechos reales y evidentes.

¿Alguna vez sientes que te lo estás inventando todo? Como si nada de esto fuera real y todos viviéramos dentro de nuestras cabezas. Como si solo bastase un instante para darte cuenta de que toda tu existencia no es más que una ilusión”.

La acidez del humor de Zomparelli nos hace encariñarnos enseguida con unos personajes tiernos y un punto tragicómicos bajo cuya apariencia yace la fragilidad común a todos los seres humanos, en la cual uno se siente reflejado y al mismo tiempo repelido, como viéndose en un espejo con cierta aberración deformante. De ahí la credibilidad incluso en los relatos más… “esotéricos” de esta colección.

domingo, 16 de agosto de 2020

Alberto Vázquez-Figueroa, "El perro" - LIBRO DEL MES

 

El perro: Amazon.es: Vazquez-Figueroa, Alberto: Libros

Título: El perro    Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Año de publicación original: 1975    Editorial: Plaza&Janés (1986)

Valoración: 5/5


No —se dijo—. Ese perro no es mi conciencia… Es únicamente mi miedo… Quizá también mi fatiga; mi hastío de la vida; ese monstruo que un día, pasados los cuarenta, se aparece a los hombres y es una extraña mezcla de la vejez que llega amenazando; la juventud que regresa deformada; el terror a la impotencia y la incapacidad de aceptar la realidad de que ya estamos más cerca del fin que del principio…”.

Alberto Vázquez-Figueroa, El perro—



No es que haya leído mucho a Alberto Vázquez-Figueroa. De hecho, que ahora recuerde, leí su Viracocha, que me mantuvo enganchado a la lectura por los peregrinajes peruanos de Alonso de Molina, si bien guardo un recuerdo vago aunque grato, y tengo la idea de haber leído algún otro de sus títulos de principios de los 2000 —pero quién sabe si esto no es más que una reconstrucción de la memoria—. De ser así, título y trama se han hundido en el cieno del recuerdo, sin perspectivas de que la draga de la voluntad baste a traerlos de nuevo a flote.

No obstante, desde hace tiempo —años, realmente, pero el calendario es una cosa tan elástica y veloz— quería adentrarme en esta novela corta suya, de la que mi madre me había hablado bien. Parecía una lectura idónea, por extensión y tema, para un corto periodo vacacional de apenas unos días. Y la verdad es que no me ha defraudado.

Publicada originalmente bajo el título Como un perro rabioso en 1975, se reedita en 1989 con su título definitivo, El perroelección mucho más sutil, en mi opinión, y es de suponer que también en la del autor—. Es difícil, en el caso de escritores tan prolíficos como Vázquez-Figueroa, saber en qué punto se debe trazar la línea entre la obra iniciática y la madura. Lo cierto es que, tan intrépido en esto como en todo lo demás —aparte de escritor superventas, nuestro autor ha sido también reportero de guerra, inventor, viajero empedernido y submarinista, habiendo incluso participado en algún rescate notable—, Vázquez-Figueroa había publicado su primera novela en 1953, escrita a los catorce y publicada a los diecisiete, y tiene cuarenta cuando publica El perro, que supone su duodécima obra. Todavía faltan unos pocos años para sus sagas más celebres —Tuareg, Cienfuegos, Océano...— pero sin embargo ya han visto la luz algunas de sus obras más apreciadas: Manaos, Ébano o la autobiográfica Anaconda, todas aparecidas el mismo año que El perro, si bien de mucha mayor envergadura. Por tanto, es completamente justo calificar esta obra de novela corta y, posiblemente, de obra “menor” dentro de la producción de que la firma.

Su breve extensión, no obstante —unas ciento treinta páginas, apenas poco más que un relato hipermusculado—, no debe confundirse con falta de intención o aliento, sino que se debe a la concreción del tratamiento del material narrativo. Así, en El perro, nos trasladamos de entrada a una penitenciaria de un innominado país de Centroamérica donde un represaliado político sufre trabajos forzados bajo la feroz vigilancia de un guardián y su perro. El animal recibirá el encargo de matar al preso, y a partir de ahí se iniciará una persecución despiadada.

Bien, hasta aquí una peripecia que podría ser la de cualquier peli de acción de sobremesa de un sábado. Sin embargo, Vázquez-Figueroa va más allá, y transforma su historia casi en una alegoría política o incluso sobre la propia naturaleza encarnizada de la vida. Para empezar, la correría se desarrolla bajo la moribunda si bien aún mortífera dictadura de un tal Abigail Anaya, donde no cuesta esfuerzo reconocer, si atendemos al periodo de escritura y publicación y a los rasgos que del sistema se nos dan, un trasunto del régimen franquista.

Todo cuanto se refería a Abigail Anaya era como una vieja reliquia de otros tiempos; absurdo régimen fosilizado, perdido en la noche de la Segunda Guerra Mundial. Durante quince años ejerció la política del espadón y el decreto indiscutible (…) y luego (…) optó por teñir de legalidad el oro de su corona; dictó una Constitución, implantó un Congreso de opereta y se proclamó Presidente reelegible indefinidamente mientras el cielo le concediera vida y salud, y el pueblo no votara abiertamente en su contra. (…) allí seguía Abigail Anaya, trepado en su pedestal y aferrado a sistemas económicos, políticos y policiales de los tiempos de Hitler”.

Así, el perro, animal de aptitudes magníficas, se engrandece hasta alcanzar la estatura de figura mitológica —imposible no pensar en las Erinias—, representando de un lado el resultado de un orden político-social acrítico a fuerza de décadas de sometimiento —la tan manida banalidad del mal de Hannah Arendt—, pero de otro también la persecución implacable de las consecuencias de nuestras decisiones vitales. De esta manera, no es extraño que acabe dándose una identificación entre ambos protagonistas, Perro y Hombre, basada en la compresión profunda de las motivaciones y virtudes del otro, con los sentimientos encontrados que no pocas veces nos inspiran nuestros enemigos: el temor enfrentado a la admiración. Esta despersonalización de los los personajes —solo del humano llegamos a saber el nombre—, contribuye a darle una dimesión alegórica al relato, que avanza de forma trepidante hacia su desenlace, pero también sirve para transitar ente la psique de ambos, identificándolos y por momentos llegando a confundir al lector.

Así pues, el perro se convierte en un símbolo que explica los mecanismos por los cuales un orden perverso y represor consigue perpetuarse en el tiempo, el condicionamiento para la obediencia, aquel famoso y trillado “el mal triunfa cuando las personas buenas no hacen nada” —parafraseado sobre poco más o menos, ustedes disculpen—, y la persecución cobra una doble dimensión política y ontológica.

Sus sueños chocaban siempre con la realidad de que no es posible un Gobierno —cualquier Gobierno— sin algún tipo de represión, y eso le desconcertaba.

Si encarcelamos a los partidarios de Anaya, estamos concediendo el derecho a que los partidarios de Anaya nos encarcelen a nosotros en justa reciprocidad… Y si no lo hacemos, estamos dándoles la oportunidad de atentar de nuevo contra la libertad de todos…”.

El texto de El perro trasciende así su mera apariencia de peripecia aventurera para adentrarse en la reflexión política de calado con la constatación de que el Derecho es siempre la expresión del poder, y el ejercicio del Poder entraña siempre un grado de coerción en defensa de la pretendida justicia de un orden. Lo cual nos sitúa entonces frente a la pregunta: ¿cómo se mide la Justicia de un orden? El viejo Pareto nos diría aquello tan utilitarista de “es más justo el orden que aumenta el bienestar del mayor número posible sin disminuir el de ninguno” —vuelvo a citar de memoria, ya se hacen cargo—, pero largo y de fino hilado sería el debate de lo que se debe entender por bienestar.

Desde el punto de vista humano, esta favoletta nos habla sobre las ilusiones perdidas y hasta qué punto es exigible el sacrificio de alguien. Dicho de otra manera, nos sitúa frente a la comprensión humana del desánimo ante la pérdida de unos ideales por los que se puede luchar durante un tiempo pero quizás no eternamente sin obtener recompensa, sobre el peso del sistema para doblegar el carácter y la necesidad —o de la posibilidad, más bien— de recuperar la vida más allá de la política.

“—Fue una estúpida presunción por mi parte, estoy de acuerdo —decía en ese instante—. Pero uno siempre cree que puede evitar los errores que otros cometieron… ¡Mentira! No somos más listos que los demás, te lo aseguro… Ni yo, ni nadie”.

Finalmente, el estilo no está especialmente trabajado, con algunas repeticiones léxicas un tanto descuidadas y un gusto algo naftalinoso en más de un punto, con algunas consideraciones de “moralidad” y sobre los roles de género chocantes hoy día —aspectos ambos comprensibles si se considera la fecha de la obra y su público potencial—.


 Alberto Vázquez-Figueroa | Planeta de Libros

domingo, 12 de julio de 2020

Sylvia Plath, "La campana de cristal" - LIBRO DEL MES



La campana de cristal | Edhasa . Editorial fundada en 1946
Título: La campana de cristal    Autora: Sylvia Plath
Año de publicación: 1963
Valoración: 5/5


Para la persona encerrada bajo la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla. (...)¿Qué había en nosotras, en Belsize, que fuera tan diferente de las muchachas que jugaban bridge, chismorreaban y estudiaban en la universidad a la cual yo iba a regresar? Esas muchachas también estaba bajo campanas de cristal de cierta clase”.

Sylvia Plath, La campana de cristal—

En 1963 la misteriosa figura de una tal Victoria Lucas irrumpió en el panorama literario inglés con una novela, La campana de cristal, que trataba sin tapujos e incluso de forma escandalosa temas entonces —y por desgracia hoy en día también— calificables como “femeninos”, como si lo “femenino” —lo que quiera que eso signifique— no pudiera ser tan universal como lo masculino. La novela en sí misma no recibió demasiada atención y tampoco es que provocara un gran entusiasmo, recibiendo críticas más bien tibias. Su autora regresó de inmediato al mismo anonimato nebuloso del que había salido y no se volvió a saber de ella.

Solo que la verdadera mano detrás de la novela de Victoria Lucas no era otra que la de, esta sí, un nombre algo más familiar para el ambiente literario en lengua inglesa, una joven poeta estadounidense llamada Sylvia Plath. Sin embargo, la propietaria del pseudónimo y del talento que se ocultaba tras él tampoco tuvo mucho más tiempo para dar explicaciones sobre el contenido de su obra puesto que, como es bien sabido, a los treinta años se quitó la vida, tan solo un mes después de su publicación.

Las razones que pudieron llevar a Sylvia —ya autora de El coloso bajo su propio nombre— a emplear un pseudónimo permanecen debatidas aún hoy en día. Se especula con su voluntad de ser considerada eminentemente poeta, pero probablemente la razón fundamental fue que La campana de cristal es una novela solo en la forma, pues en la práctica totalidad de lo que cuenta, salvedad hecha de nombres de lugares y personas, es estrictamente autobiográfica, incluso en los detalles más desoladores y escabrosos de su historia. Por tanto, el libro es novela solo por el tratamiento literario del material que en él se contiene —es decir, por la voluntad de su autora y no del carácter histórico que tendría una biografía.

En concreto parece que Plath temía que su madre descubriese su contenido, donde refleja, entre otras cosas, la conflictiva y tirante relación que mantenía entre ambas. De hecho el libro no se publicaría en Estados Unidos hasta 1971 y según se supo tiempo más tarde, por lo visto más de una de las jóvenes retratadas en la novela lo fueron con tal nivel de fidelidad a los acontecimientos reales que una incluso culpaba al libro de su divorcio.

El caso es que al inicio de La campana de cristal nos encontramos con Esther Greenwood, narradora y protagonista, viviendo una vida aparentemente idílica, divertida y chispeante en Nueva York. Se trata, como la propia Plath, de una joven prometedora, culta, divertida, ingeniosa, inteligente, guapa, excelente estudiante, ambiciosa... Esther ha ganado, entre otros muchos premios, una beca para realizar prácticas como residente en una revista de prestigio, tras lo cual espera ser aceptada en un curso de escritura a su regreso a Boston. Sin embargo, es precisamente en medio de ese torbellino relampagueante de experiencias cuando nuestra heroína se da cuenta de que en realidad no sabe qué hacer con su vida, de que ha estado viviendo en piloto automático. En sus propias palabras: “El problema es que yo siempre había sido inadecuada, simplemente no había pensado en ello”. Hasta ese momento toda su existencia había girado en torno a obtener las mejores calificaciones y ser brillante, pero al enfrentarse al mundo que hay más allá de los estrechos confines académicos se ve paralizada por el miedo a hacer una elección incorrecta, o más bien a la renuncia a todas las demás posibilidades que implique elegir un camino, ya que, como ella misma señala a través de una bella metáfora onírica, todos los futuros posibles penden ante ella como apetecibles higos esperando a ser cogidos, pero a medida que pasa el tiempo sin que ella logre decidirse por ninguno, los demás van pudriendo y cayendo al suelo.

La campana de cristal, aunque no expresamente, se divide en dos partes muy bien diferenciadas y de aproximadamente la misma extensión: la desenfadada vida de Esther en Nueva York, y las consecuencias de una serie de hechos y decisiones una vez que regresa a Boston. Tanto el tono como el estilo de ambas partes —mucho más ligero al principo y más sombrío después— se diferencian bastante, mostrando con realismo el deterioro de la psique de la protagonista, ya que el segundo gran tema del libro —a continuación veremos cuál es el primero— es la enfermedad mental, sus causas y orígenes Esther, como la propia Sylvia, parece tener muy claro que uno de los motivos fundamentales de sus problemas lo constituye su contradictoria condición de mujer y profesional.

Según creo, el tema central de la novela es la imposibilidad de resolver las contradicciones que la sociedad del momento imponía a una mujer como Sylvia/Esther; las tensiones entre una mujer profesional, exitosa y brillante y otra caracterizada por su papel clásico de madre y esposa. En la vida real, la imposibilidad de resolver esta ecuación —algo comprensible: pocas mujeres por aquel entonces habían sido provistas de las herramientas para superar esa pugna— acabarían, en última instancia, teniendo las consecuencias más fatales para la autora.

¿Qué se espera realmente de Esther? Ella busca su sitio, su independencia, consciente de que el peso de un matrimonio no podría sino arrojar la consecuencia final de la renuncia a su desarrollo como mujer y como artista, sumida en el paradigma de la esposa/madre abnegada que lo sacrifica todo por su marido y sus hijos, incluso si este es menos brillante que ella misma.

No ha dejado de llamarme la atención que, siendo una novela tan sincera y fidedigna en la mayoría de los aspectos de la vida de su autora, curiosamente dejara fuera la cuestión del matrimonio. O mejor dicho: el matrimonio es fuente de múltiples reflexiones en el libro, pero a diferencia de Sylvia —en ese punto casada desde hacía años y madre de dos hijos— Esther está y permanece soltera todo el libro, declarando repetidamente su intención de no casarse, aunque sin renunciar a su exploración sexual. Sin embargo, toda la violencia interior a la que Plath aludió más de una vez en sus diarios, así como la que marcó su relación con Ted Hughes —un tipo horrible desde nuestra concepción actual de lo que es una relación de pareja saludable—, constitutiva de una masculinidad que simultáneamente causa temor y atracción, conduce a que, si bien Esther no llega a casarse en el libro, la distorsión citada sí permea todas sus páginas.

De esta manera, el uso de la metáfora que da título al libro alude a la condición de aquellas mujeres que se sienten atrapadas bajo ese objeto de laboratorio, expuestas a la vista, viendo lo que ocurre a su alrededor, pero sin capacidad real para participar de ello, entre otros factores por la disyuntiva de querer ser una mujer profesional, sin depender ni personal ni laboralmente de ningún hombre, con los cuales las relaciones siempre estarían basadas en la dominación, incluso dentro de la pareja, y la necesidad de tener un hombre en la vida que sirva de enlace o protección frente a ese mundo puramente masculino. Hay pasajes donde esta reflexión es tratada de manera explícita, pero también otros más sutiles donde debemos leer entre líneas, como la escena en que Esther se rompe la pierna en un accidente de esquí y su pretendiente, estudiante de medicina, sonríe al comunicárselo. Es decir, disfrute de su papel de salvador.

El que Esther sea finalmente capaz de hallar un propósito a su vida resulta incierto, ya que el final de la historia es abierto, y tan solo hay una alusión casi al inicio a un bebé, lo que nos permite suponer que la narradora cuenta su historia desde un momento posterior donde ya es madre, pero la referencia es tan fugaz que su interpretación es incierta. En todo caso, una historia sobre la necesidad de tener objetivos y, sobre todo, de encontrarse en una sociedad y un ordenamiento que permitan el desarrollo del potencial de cada quien —en este caso muy particularmente de las mujeres— sin cortapisas basadas en estereotipos o en roles de género.

 Sylvia Plath, la vida entre las cenizas | Sylvia Plath, Estados ...


miércoles, 15 de enero de 2020

Silvia Bardelás, "As médulas" - LIBRO DEL MES


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Autora: Silvia Bardelás Título: As médulas / Las médulas
Año: 2010 (trad. 2013) Ed.: Barbantesa (trad. Pulp Books)
Valoración: 3 /5

La escritora viguesa Silvia Bardelás (1967) publicó en 2010 su debut, As médulas, inspirada, según su propia explicación, por la “epidemia” de soledad y, paradójicamente, incomunicación que apreciaba en la sociedad del momento. Sin embargo, no era en modo alguno la primera vez que la autora se aproximaba al mundo literario: aunque doctora en Filosofía, toda su carrera ha estado estrechamente ligada al mundo del libro, desde su misma tesis, Una teoría de la novela, pasando por su labor como traductora, profesora de creación literaria, hasta llegar a su labor como editora.

Con una técnica muy cinematográfica y texto semánticamente denso, desde la primera página nos encontramos a Juan llegando a la muy simbólica Voces (aldea del Bierzo a solo unos kilómetros de las Médulas); personaje este en torno al cual parecen de principio gravitar los otros tres principales, pero que paulatinamente iremos descubriendo en su individualidad. Como hemos dicho, el rasgo inicial característico de todos ellos es su incapacidad para hablar, no físicamente, sino para la comunicación efectiva. Incapacidad esta que parte en realidad del desconocimiento que de sí mismos tienen: podría decirse que son cuatro personajes en busca, no de autor, sino de significado.

“(…) todo parece froito da imaxinación pero a realidade, cando aparece, imponse”.

Juan, Sara, José y Flora se interrogan sobre el sentido de la existencia y más concretamente sobre su papel particular dentro de ella, sumidos tal vez en un exceso de preguntas, un excesivo dar vueltas a las cosas que, en lugar de llevarles a aceptarlas tal cual son o a cambiarlas, les sume en la indolencia. Se figuran atrapados en el sinsentido de la existencia, en cómo la vida les va llevando de un lado a otro, conscientes de cómo hasta lo más fundamental de cuanto nos ocurre está en realidad fuera de nuestro control. En la inhóspita Voces, próximos a la naturaleza en las inmediaciones de las Médulas —atención al simbolismo del título—, van a descubrir la naturaleza que habita en ellos mismos y cuya negación contribuye a mantenerlos fosilizados, inmóviles.

“E cando o destino entra, esa sensación de determinación asúmese e xa os actos non pasan pola dúbida, son”.

Cada uno de los personajes adolece de alguna carencia que se enquista como resultado de su incapacidad para comunicarse con el resto: Juan, la incapacidad de sentir, de experimentar; Sara, la falta de raíces; José, la falta de infancia; y Flora, la falta de identidad —hasta el punto de que ni siquiera su nombre le pertenece—. Los cuatro están completamente desubicados, habitando la periferia —de la vida y los unos de los otros—, y será la necesidad de tener propósito, algo indispensable en la vida, el desafío al que se enfrenten en su populosa soledad, a la necesidad de entrar en el mundo, en el mundo real, pero… ¿qué es el mundo?

Tras la pérdida de la sensación de infinito de la niñez, se verán expuestos al egoísmo, a la inutilidad de buscar en los demás, fuera, lo que nadie puede darnos: es preciso que lo encontremos en nosotros mismos. Esto conducirá a los personajes a experimentar una abrumadora sensación de aislamiento, de ajenidad, pero también de novedad, de ver el mundo por primera vez. La sensación de invasión, de no-privacidad, les pondrá ante la disyuntiva de afirmarse frente a los otros o dejarse sujetar en los lazos con que las costumbres, las obligaciones, la tradición… nos envuelven.

Cabe señalar, como nota final, que el estilo persistentemente sincopado de la redacción, que recuerda al de la Virginia Woolf de Las olas, por muy coherente que resulte con la naturaleza de los personajes y la historia, contribuye a causar cierta fatiga y, al menos para este lector, lastra un tanto la narración de la mitad en adelante.

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