domingo, 8 de mayo de 2022

Asfixia

CREO QUE NUNCA OS HE CONTADO ESTO, pero cuando tenía seis o siete años estuve a punto de morir asfixiado. Estoy convencido de que mi claustrofobia y mi terror a ser enterrado vivo vienen de ahí.


Creo que fue justo el año antes de nacer mi hermana, y debía de ser invierno porque llevaba puesta mi bata azul oscuro con su cuello de paisley. Recuerdo la escena con mucha nitidez, como se recuerda todo lo que impregna el horror. Estaba recién bañado, así que probablemente era domingo. Estábamos cenando y una rodaja de chorizo ridículamente pequeña se me quedó atorada a la altura de los bronquios. Nunca ha vuelto a ocurrirme, pero la sensación de angustia no se me ha olvidado hasta este día.

A diferencia de lo que ocurre en las películas, la asfixia no es un proceso rápido y aséptico, tipo te pongo un cojín encima de la cara y en un momentito estás despachado con apenas más que un manoteo. Morir por asfixia lleva entre tres y cinco minutos —una canción completa de Eurovisión, imaginaos—, y la pérdida de conocimiento final va precedida por unos espasmos bruscos y terroríficos. Es un proceso que se hace eterno para quien lo sufre y tal vez para quienes le rodean más eterno todavía.

No sabría decir cuánto tiempo estuve privado de aire, porque es probable que mi cerebro haya comprimido el recuerdo, como se abrevia en la memoria todo lo doloroso una vez que ha pasado, de forma que veo con claridad el momento del atragantamiento y el momento en que la vida volvió a entrar en mis pulmones, colgado boca abajo por los pies mientras me palmeaban la espalda con vigor. En medio, un vacío. Lo único que siento aún con nitidez escalofriante es la sensación de muerte inminente, de algo importante pero frágil que se desliza entre los dedos. No debió de ser rápido, sin embargo, porque mis padres coinciden en señalar que llegué a ponerme azul.

Hicieron todo lo que se les ocurrió para lograr que expulsara la rodaja de marras, incluso provocarme el vómito (lo cual, por cierto, es algo que EN NINGÚN CASO debe hacerse con alguien que se está asfixiando), como mi padre me recuerda aún de cuando en vez, creo que con algo de rencor, porque le mordí un dedo. Sea como fuere, sin ánimo de entrar en filosofías, el hecho de que esté escribiendo estas líneas me parece que demuestra con alto grado de certeza que estoy vivo. No obstante fue entonces cuando aprendí que hay cosas en la vida que no pueden hacerse más que completamente solo, aun rodeado de una multitud.

Sin embargo, a veces me pregunto, por citar la preciosa película de Isabel Coixet, cómo habría sido mi vida sin mí. Qué habría pasado si hubiera muerto aquella noche. Tal vez mis padres se habrían divorciado (pasa a muchas parejas que pierden un hijo) y por tanto mi hermana nunca habría llegado a nacer. O tal vez habrían seguido juntos y no solo habría nacido mi hermana, sino también ese tercer hijo que mi madre siempre quiso tener y no pudo, por razones que no vienen al caso. Este hermano llegó a tener nombre. Yamal, se habría llamado (escrito exactamente así).

En ocasiones me pregunto cómo habría sido. Tal vez porque habría sido una década o más menor que yo me imagino que se habría quedado un poco bajito. Habría tenido el pelo negro como el mío, pero lacio como el de mi hermana. A diferencia de ambos, le habrían gustado los deportes. Se le habrían dado bien los estudios pero no le habrían interesado demasiado. Preferiría trabajar con las manos. Sería risueño. Sociable y alegre. Creo que como me ocurre con mi hermana, en algunos sentidos habría sido como el hijo que nunca tendré. Aquí aprendí lo mucho que se puede llegar a querer a seres que nunca han existido y que también se puede echarlos de menos.

En fin, no me hagáis demasiado caso. Es de noche y es verano aunque el calendario diga que aún no es verano, y como todos los atardeceres de verano, me entra la melancolía. Tal vez mi hermano Yamal sí llegó a nacer y está a punto de cumplir los treinta, aunque hable poco de él. O tal vez yo sea hijo único. Puede ser que mi madre perdiese a Yamal en un aborto espontáneo en el séptimo mes de gestación. O puede que todo este texto sea una patraña literaria y nunca haya estado en peligro de muerte por asfixia, menos aún por comer chorizo, porque los embutidos me dan asco. ¿Cuánto me conocéis? ¿Cuánto conocemos, de verdad conocemos, a las personas que nos rodean?



lunes, 2 de mayo de 2022

La proporción áurea

Hay una cuestión muy importante a la hora de escribir historias, que es la escala, la dimensión. Los textos, como las buenas conversaciones, suelen beneficiarse de la economía, de la concisión.

Recuerdo que en mi inocente adolescencia, cuando era lo suficientemente iluso como para pensar que un libro se escribe en el mismo tiempo que a Zapatero le iba a llevar aprender Economía (lo siento, millennials, pero no entenderéis esta referencia), albergué la idea de escribir una historia donde una parte de la sociedad sobrevive a una hecatombe innominada. En ese contexto, aparece un libro misterioso a partir del cual se empiezan a desarrollar una serie de sectas.
La intención, naturalmente, era hablar sobre el fanatismo, a través de los efectos, luchas, etc., de esos cultos (ya no sectas) durante generaciones y generaciones. Si bien la premisa me sigue pareciendo interesante incluso a día de hoy, podría decirse que esta historia fue un caso de "aborto espontáneo", de estructura que colapsa bajo su propio peso (ya ni hablemos del fraguado defectuoso de los cimientos, por mucho que los quince años sea el territorio de los empeños irreales). Además, luego me enteré de que ya había una novela de Stephen King tratando un asunto más o menos semejante y que aún encima tenía, en castellano, el mismo título que mi difusa idea: 'Apocalipsis'. Difícilmente podría yo competir con las extensiones faraónicas del 'maestro del terror'.
Un buen ejemplo de proyecto que fracasa por su desmesura es la saga 'Canción de hielo y fuego' (aka, 'Juego de tronos'). Teniendo en cuenta que hace una década que vio la luz el quinto volumen de la heptalogía y que su autor tiene ya 73 años, l@s fans de la serie deberían ir haciéndose a la idea de que nunca sabrán el final de la historia. Sencillamente, es [casi] imposible que Martin logre terminarla. ¿Por qué? Pues aparte de las dificultades comunes a toda escritura, en este caso estamos hablando de una saga con decenas de personajes principales y cientos de secundarios, cuyas intrincadas peripecias se desarrollan durante miles de páginas (entre la saga en sí, precuelas e historias colaterales, a ojo de buen cubero debemos de estar hablando de unas diez mil páginas).
En estas condiciones, escribir se convierte en algo parecido a avanzar sin más luz que un candil por un laberinto cuyas paredes y recovecos cambian constantemente. Por muy inmerso que el autor esté en su obra, hay detalles que simplemente se le olvidarán. Y eso que asumo que en el caso de Martin contará con un ejército de lectores y editores que revisarán el texto con el mismo celo que un converso, alertándole de toda suerte de inconsistencias. Es de reconocerle la honestidad de no recurrir a la solución más fácil (que seguro le habrán propuesto): estampar su firma en la portada de un texto escrito por una o varias manos ajenas.
La empresa es tan ciclópea que solo quien escribe puede entender lo descorazonador y extenuante de este esfuerzo donde toda decisión narrativa resulta insatisfactoria y todo avance parece mínimo por contraste con la escala de lo que tiene detrás.