miércoles, 31 de diciembre de 2014

Nueve mujeres y un solo destino: introducción


En la serie bimestral que hoy comienza vamos a realizar un viaje en el tiempo de doscientos años, desde el principio del s.XIX hasta la actualidad. El s.XIX fue un siglo convulso, eso lo sabe todo el mundo; un tiempo de profundos cambios en el que las rupturas revolucionarias e ilustradas de la centuria anterior iban a irse aquilatando, al tiempo que surgirían otros nuevos motivos de fricción, de la mano de la revolución industrial o, más adelante, el advenimiento del capitalismo salvaje; fenómenos ambos que amenazarían los aún muy incipientes Derechos Humanos. Y un asunto mayor durante este periodo es la progresiva incorporación de la mujer al ámbito literario —que es el que aquí nos interesa—, demostrando que no solo es apta para decir cosas artísticamente, sino que tiene además mucho que decir; ello como derivación del lento pero imparable acceso de la mujer a todos los ámbitos laborales, de la mano de los procesos de industrialización y, posteriormente, en el escenario de las contiendas bélicas.

Fue en este contexto en el que, durante el referido siglo, empezaría a ceder una institución que durante buena parte de nuestra historia constituyó el motor económico fundamental de la humanidad: la esclavitud.

Como todo fenómeno humano, desde que surgió esta odiosa práctica la esclavitud no dejó de contar con detractores, pero sería por primera vez con el cristianismo, y su concepto de que “todos somos hijos de Dios”, y, en consecuencia, iguales ante él, que empezaría a fraguar paulatinamente la idea de la ilicitud del maltrato y la denegación sistemática de derechos que sufrían las personas sometidas a esclavitud, y, singularmente, que ningún ser humano puede ser propiedad de otro.

Por no dilatar demasiado las cosas, podemos decir que en la España peninsular moderna, donde la institución como tal existía, procedente del Derecho romano, la esclavitud fue un fenómeno que solo gozó de una implantación relativa, más bien menor. La situación, en cambio, en las colonias americanas, fue bastante distinta. Es verdad que desde el principio hubo voces contrarias, como la del religioso Bartolomé de las Casas, que clamaron en contra del trato que recibían los indígenas, perfectamente calificable de genocidio (por mucho que una parte de él fuera involuntario, a causa de las enfermedades transportadas, puesto que hablamos de una época en la que ni siquiera se conocían los microorganismos), pero esto iría fructificando en lo que podríamos denominar legislaciones “sectoriales” que más que abolir, pretendían regular el fenómeno y contener los abusos, pero sin implicar una verdadera concepción global calificable de contraria al esclavismo.

Así, el Tratado de Tordesillas prohibiría el transporte de esclavos africanos ya en el siglo XV, y desde principios del XVIII, por Tratado con Inglaterra, se cedería el comercio de esclavos negros a otros países. Entre ambos fenómenos, la declaración papal de la humanidad de los indígenas americanos fructificaría en la invención de la “encomienda”, un sistema que servía para ocultar lo que, de facto, eran prácticas esclavistas y que, a su vez, se limitaría, primero, en 1784, en lo atinente a marcar a los “esclavos”, y, posteriormente, sería abolida en 1791.

Ahora bien; ¿qué sucedió al desaparecer la figura de la encomienda, teniendo en cuenta que subsistía la institución de la esclavitud? El hueco vendría a ser reemplazado por el secuestro y trata de población negra africana. Sin embargo, tanto el hecho de que los esclavos eran transportados al nuevo mundo cuanto el fenómeno de la sucesiva independencia colonial, acabaría cristalizando en la paradójica situación de que, en tanto que en la España peninsular la presencia de esclavos era testimonial —de hecho, convencionalmente se entiende que la esclavitud en España acabó de hecho en 1766—, su comercio en las colonias (que durante el proceso de independencia, 1811 – 1825, irían desterrando la práctica), sería pujante (podríamos estar hablando de varios millones de personas).

Precisamente durante la época de las primeras independencias, y quizás porque se daba un clima crecientemente favorable a ello desde mediados del siglo XVIII —el Portugal peninsular abole la institución en 1761; lord Mansfield, presidente del Tribunal Supremo inglés, emite fallos condenatorios en 1772; la Declaración de Derechos del Hombre motiva  que en la Francia continental la esclavitud desaparezca en 1794 (aunque posteriormente será reintroducida durante unas décadas)… —, en la España peninsular las Cortes de Cádiz empezaron a tratar del tema en 1811; en 1814 se prohibiría el comercio de esclavos en un tratado con Inglaterra —que, de ser su principal comercializadora, había ido paulatinamente restringiendo el tráfico de esclavos— y, finalmente, en 1837, la esclavitud sería por fin abolida por completo, seguida por varias leyes de persecución del tráfico negrero. Sin embargo, en las pocas colonias restantes, y en concreto en Cuba, la esclavitud, de amplísima implantanción, persistiría largamente, hasta 1880, según parece por la presión de las oligarquías locales, lo que al mismo tiempo acabaría teniendo una incidencia decisiva en las revoluciones indígenas de la isla.

 

DADO QUE ESTE ES EL ÚLTIMO POST DE 2014, QUIERO APROVECHAR PARA FELICITAROS EL NUEVO AÑO A TODOS LOS QUE ENTRADA TRAS ENTRADA SEGUÍS EL BLOG Y QUE HABÉIS HECHO POSIBLE QUE, EN MENOS DE DOS AÑOS, HAYA FRANQUEADO EL LÍMITE DE LAS 10.000 VISITAS.

 

¡¡¡FELICES FIESTAS Y PRÓSPERO Y LECTOR 2015!!!

lunes, 15 de diciembre de 2014

Rafael Chirbes, "En la orilla" - LIBRO DEL MES


 
 
 

 

Perfecta y redonda como una «o» hecha con un canuto es En la orilla, la sublime novela que el valenciano Rafael Chirbes (que se descubre como un hombre muy atento a la realidad y conectado a ella) dio a la estampa en 2013 y que no sorprende —en absoluto— que, con encomiable criterio, haya cosechado una sucesión de galardones: Premio de la Crítica, Premio Nacional de Narrativa, Mejor Libro del Año según el suplemento Babelia…

Aviso para navegantes: si lo que le interesa es la literatura de mera evasión, o las historias cargadas de positividad, huya de este libro como de la peste. En cambio, si lo que le interesa es la verdad de las cosas envuelta en perspicacia, humanidad y estilo impecable, En la orilla es un libro que no debe pasar por alto. No cometa el mismo error que yo y deje transcurrir diez meses desde que llegue a sus estantes para leerlo.

A lo largo de casi 450 páginas este libro despliega un largo monólogo interior sobre cómo nos persigue el pasado con sus fantasmas, en el que el septuagenario Esteban revisa su oscura existencia en un auténtico ajuste de cuentas, salpicado con breves intervenciones de algunos de los personajes que van apareciendo en su largo recuento (aunque no deja de ser curioso que nunca oigamos a los jugadores de dominó, y muy en especial a Francisco, al cual sólo vemos a través de los ojos de Esteban, en una versión que no deja de parecernos un alter ego mejorado del protagonista; algo que ocurre también con el tío Ramón), hasta componer una vasta geografía del descorazonamiento. Un aspecto importante respecto al protagonista es que en él apreciamos conmiseración por sí mismo, incluso desprecio, pero poca autocrítica, sin embargo; y es quizá por eso que le contemplamos siempre con una mezcla de sentimientos que es uno de los grandes aciertos de Chirbes: hay que ser todo lo buen escritor que él es para conseguir hacer interesante un libro donde en realidad ninguno de los personajes nos cae bien del todo. Esteban no cae muy bien porque, en realidad, no hay nada en él para admirar: es un antihéroe. Como dice su creador, más que nada “da penita”, cuando afirma cosas como «Mi única propiedad es lo que me falta (…), tengo lo que carezco», o su sobrecogedora calificación de su propia existencia, al afirmar que después de su été indien su vida han sido «cuarenta años de largo invierno».

Pero, a su forma reposada y un punto estoica, es una novela dura, intensa, que no dudaría en calificar de novela social; una acerada crítica, por la vía de mostrarlo descarnadamente, del mundo, o más bien del comportamiento, que condujo a que el paraíso neoliberal saltase por los aires en 2007, y así, nos muestra desde la ostentación hedonista de los ricachones de nuevo pelo hasta las ilusiones materialistas de los empleados de la carpintería familiar regentada por Esteban, siempre con un amargo cinismo sobre la artificial condición humana frente a la de la naturaleza (que va actualizando el tópico clásico del locus amoenus hasta cristalizar en una versión posmoderna del ubi sunt principalmente presentada en la tercera parte, “Éxodo”; y por último investigando en aquel clásico homo homini lupus plautino, y las consecuencias a las que conduce: ¿aboca la inteligencia al mal, a la codicia, a la ambición?¿Es la sociedad la que empuja a ello?¿La naturaleza humana?¿La cultura?).

La novela está plagada de ese odio que, como decía Marguerite Duras, solo puede verse entre padres e hijos. En buena medida, es una historia sobre el rencor, pero también sobre la reconciliación con el pasado, aunque sea simplemente reconociendo la derrota. Sobre aquella generación perdida de España (¿es que acaso aquí no ha habido una sucesión de ellas?) que se sacrificó en la esperanza de que pudiera tener la siguiente un mejor futuro. Nosotros, los lectores-mirones, desarrollamos cierto nivel de compresión hacia el padre en el momento en que aparecen los mensajes que escribía en los calendarios, aunque nunca lleguemos a simpatizar con él, entre otras cosas por esa ausencia de mensajes “privados”: se centra siempre en sus ilusiones perdidas, la familia contemplada siempre como una rémora precisamente por su insistente borrado: no aparece, no existe.

Diseña Chirbes, con apabullante esfuerzo totalizador, un panorama omnicomprensivo de la realidad (corrupción, dificultad de integración, tercera edad, urbanismo desbocado, relaciones familiares, maltrato, sustituibilidad del ser humano, repugnancia de lo natural/físico frente a lo ideal, sostenibilidad del desarrollo…), a través de un estilo sólido y sobrio, pero detallista y de una notabilísima perspicacia, con capacidad para mostrar sugiriendo, a través de palabras cuidadas pero sencillas (que es siempre la mejor manera de explicar cualquier cosa); es la enorme naturalidad del discurso la que lo hace parecer un largo monólogo interior. Emplea una técnica “de rastrillo”, que en sucesivas pasadas va ahondando y pormenorizando en los mismos hechos, hasta que acabamos teniendo una imagen tridimensional de los personajes y los acontecimientos descritos.

Quizás si hubiera que aislar un tema o premisa (aunque, por lo dicho, ya queda claro que se trata de un libro que habla de todo y lo comprende todo) diría que trata sobre la fatuidad de lo aparente, y sobre desaprovechar las oportunidades a pesar de tener unas ansias de vivir que queman, y del precio que se paga por ello.

Los símiles no son lo menos importante del texto, pues los hay bastante abundantes: con gran maestría y habilidad dibuja el autor un paralelismo entre la situación de la posguerra y la actual. También entre la caza y el trato entre humanos. Otro aspecto que debe destacarse es el uso de fuertes contraposiciones o contrastes, oscilando con solo líneas de diferencia entre lo más excelso y lo más prosaico.

En definitiva un volumen extraordinario que es imposible que decepcione, junto con Las uvas de la ira lo mejor que he leído en años.
 



JJJJJ + C

domingo, 30 de noviembre de 2014

Una experiencia decepcionante, o Crónica de un desastre


Fecha: viernes, 28 de noviembre de 2014, 20:00h.


Evento: Final del XXVIII Concurso de Piano “Cidade de Ferrol”.

 

La Orquesta Sinfónica de Galicia como acompañante (con una intervención luminosa y una dinámica de conjunto que solo adquieren los grupos de largo recorrido, aunque para mi gusto a las cuerdas graves les faltó descollar un poco de la preeminencia de las agudas) y Enrique García Asensio en el podio. Conciertos de Mozart, Chopin y Rachmaninov. Un público, en general, respetuoso (nunca falta quien pretende hacerse notar abriendo caramelos durante las interpretaciones, o incluso tarareando). Receta, por tanto, para el éxito. ¿Qué podía salir mal?

Con los cinco minutos de retraso habituales, el concierto da comienzo, en una sala estrenada en marzo pasado, y que ya había tenido oportunidad de lucir sus méritos, anticipados durante casi una década de construcción, en algunos eventos anteriores (concierto de MClan, recital de Ainhoa Arteta, concierto de la OSG con programa monográfico de Beethoven…).

Saludo de rigor bilingüe castellano-inglés.

El ucraniano Kirill Korsunenko hace entrada en el escenario. Va a ofrecer el Concierto en Re menor de Mozart. Tras los ajustes de banqueta y el silencio de concentración, se inicia la magnífica pieza. Sin embargo, a los pocos compases, un pequeño desastre se hace patente: en el primer forte de la orquesta, la tan cacareada acústica del local se pone en evidencia. El Auditorio de Ferrol, en el cual se han invertido 16 millones de euros (el doble de lo presupuestado), que carece de aparcamiento adecuado (ni siquiera en las inmediaciones) y que ha llevado casi una década de construcción, es un magnífico ejemplo de que más no equivale a mejor. Por activa y por pasiva se ha alabado su excelente acústica. Y sí, es verdad, es buena, buenísima, extraordinaria. Tan buena es, de hecho, que se vuelve mala.

Una de dos, o la caja acústica es excesiva, o la sala es demasiado pequeña (no alcanza las 900 localidades). El sonido sale, literalmente, catapultado del escenario, y se estampa contra el oyente con tal intensidad que, en algún momento, se vuelve incluso molesto, chirriante, y hasta distorsionado.

Pero, por increíble que parezca, esto no es lo peor. Sin duda, el Auditorio ferrolano será estupendo para las orquestas de cámara, pequeños grupos historicistas, recitales solistas (y, si me apuran, diría que tampoco en este caso, pues el piano resuena lejano y frío, con un brillo agudo no especialmente bonito), cuartetos, etc. Más problemática será, en cambio, la presencia de orquestas sinfónicas o filarmónicas, cuanto más grandes, peor. Y, sin duda alguna, el auditorio no tuvo en cuenta el repertorio concertístico clásico: un piano no es una orquesta, y los saltos dinámicos que se dan entre un instrumento solista y el grupo se desdibujan en este edificio por lo demás magnífico y diáfano.

Dicho sin rodeos: el piano no se oye. El solista, no importa cuánto se esfuerce, se ve ahogado por la masa sonora que sale disparada de la caja en cuanto la orquesta pasa de algo que no sea un pianissimo, llegando a resultar inaudible en los momentos más intensos, especialmente cuando entran en acción los vientos metales. Problema que, dicho sea de paso, nunca se produjo en el viejo Teatro Jofre (de la misma ciudad), que con sus dimensiones más discretas y su doméstica sonoridad jamás impidió oír ni los más mínimos matices del piano en las anteriores finales. Una lástima, pues.

Korsunenko, que al final de la velada acabaría quedando tercero, ofreció una versión muy correcta del vigésimo mozartiano, con unas cadenzas no especialmente convincentes y un poco corto en la expresividad.

Luego fue el turno del español Antonio Bernaldo de Quirós, quien, con solo 17 años, fue uno de los participantes más jóvenes del concurso y que se alzaría, al acabar la noche, con el segundo puesto. Se decantó por el primer concierto de Chopin, del cual ofreció una interpretación sobria, matizada y sutil (con alguna pequeña extravagancia aislada en el primer movimiento). Es una suerte que Chopin no fuera un buen compositor sinfónico, y decidiera relegar a la orquesta a mero tapiz de fondo durante la mayor parte de su obra, porque, por lo dicho, las delicadas digitaciones del solista hubiesen resultado inapreciables en otro caso.

Y, por último, llegó el turno del surcoreano Jaeyeon Won. Desde el primer momento estuvo claro que sería él quien se alzaría con el primer premio (una interpretación intensa, con garra, precisa como un reloj suizo, ideal en todos sus aspectos), pero también hay que decir que fue quien salió peor parado por la mortificante acústica de la sala: su elección fue ese mastodonte sonoro que es el segundo concierto de Rachmaninov. Desde la fila once, butaca uno (digamos a unos ocho metros del escenario, aprox.), perfectamente centrado con el instrumento, en los tutti al piano se le intuía, más que se le oía.

Así pues, la experiencia acabó resultando agridulce, ya que las interpretaciones de primer nivel se vieron empañadas por un dominio de la orquesta que no está en el espíritu de un concierto, donde el solista, las partes y el todo han de dialogar y jugar entre sí, pero siempre en pie de igualdad.

Espero que, de cara a próximas citas, los responsables de la organización del certamen recapaciten y devuelvan al Concurso a su antiguo hogar. Al menos lo que es este oyente no volverá a asistir en otro caso.

 

 

 

 

sábado, 15 de noviembre de 2014

Carson McCullers, "Reflejos en un ojo dorado" - LIBRO DEL MES

 
 
 
La escritora estadounidense Carson McCullers fue autora de una obra más bien poco prolífica pero sólida y, en general, bien considerada por crítica y público. Su novela breve Reflejos en un ojo dorado, publicada en libro en 1941, aunque escrita dos años antes y previamente publicada por entregas el año anterior, es una perfecta muestra de cómo la brevedad no impide la profundidad de apreciación en un texto literario. En apenas cien páginas, McCullers perfila a la perfección y con todo lujo de detalles la psique de un puñado de personajes de esos que podríamos llamar “estropeados”, de los que tienen, en todos los casos, algo que ocultar, y logra transformar su obrita en un breve tratado sobre los impulsos reprimidos, los deseos frustrados, todo cubierto por un estimulante velo de sensualidad e incluso erotismo.
En primer lugar, creo que es un gran acierto decir pronto —en el primer párrafo, de hecho—, el asunto (un asesinato) y los implicados (dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo), pasando luego a presentarnos a cada uno de ellos, de modo que hasta el final vamos haciendo cábalas y diferentes composiciones sobre cómo podrá solventarse la tragedia (así la califica la propia autora).
Aunque es cierto que el tema de la sexualidad —y de una sexualidad que podríamos llamar, para la época en que fue escrita la obra, fuera de lo común e, incluso, enfermiza— destaca de manera obvia, no agota, ni mucho menos, el caudal de subtemas que la escritora introduce en el texto. Texto que, además, está plagado de escenas simbólicas, como las del gatito (algo que está naciendo, débil) o el caballo (sobre el que el capitán Penderton experimenta un viaje iniciático, y que representa la libertad refrenada, pero también la epifanía[1]), de importancia central, y otras más misteriosas, como el cuadro de Bootsie, que Leonora lleva a todas partes sin saber muy bien por qué, o el cuadro que Anacleto pinta figurando un pavo real con un ojo dorado, que da título al volumen, al respecto del cual tanto Alison Langdon como su criado comentan que produce “reflejos de algo diminuto… y grotesco” (nuevamente algo naciente, sin importancia, pero ya repulsivo).
Por otro lado, me parece muy interesante que la novela se haya construido sobre la base de las parejas, fundamentalmente Leonora-Morris (que son la pulsión de vida), Weldon-Alison (que son la pulsión de muerte), Weldon-Williams (que son la pulsión reprimida). Pero de estos tres grupos centrales, se derivan muchos más en múltiples combinaciones, de forma que cada personaje tiene a su símil y a su antítesis, y a menudo símil y antítesis de uno están relacionados entre sí, y a su vez tienen como símil y antítesis a otros también vinculados. Así que sorprende lo bien trabado que el texto acaba estando, su sentido circular, la mucha reflexión y cuidado que McCullers puso al escribirlo. Ya que también tenemos, por ejemplo, a Morris-Williams, que tienen en común la repulsión por lo femenino-blando, pero la fascinación por lo femenino-salvaje (por lo que no sorprende que ambos deseen a la misma mujer), o a Alison-Weincheck, que representan la abulia, la apatía, lo que no se quiere ver, o lo que se pretende que no se ve, de modo que la primera no consigue tomar una resolución, y el segundo se queda ciego… Y, por supuesto, también hay parejas antitéticas (Weldon-Firebird, Morris-Anacleto, etc.).
En realidad, todos los personajes de este relato están frustrados, de una forma u otra, ninguno consigue realmente lo que quiere y, por tanto, la resolución —que no revelaré— es plenamente consistente con lo que se representa. De este modo, acabamos teniendo que el tema central no es tanto la sexualidad frustrada cuanto la frustración en sí[2].
Por lo que toca a los aspectos formales, y ya para ir acabando, en lo temporal y estructural la novela no tiene rasgos destacables. La prosa elegida por la autora es igualmente sencilla, pero de gran perspicacia, siendo de resaltar su aproximación desprejuiciada, orientada a lograr la captación de las motivaciones, temores, ansias… de los personajes. El ritmo es pausado pero inexorable. Un texto, en definitiva, de factura excelente que, además, gracias a su brevedad, apenas consume tiempo de lectura.
 

 



JJJJL




[1] En el imaginario colectivo, la caída por excelencia es la de Pablo de Tarso. Sin embargo, dicho episodio no aparece en las fuentes históricas y, por tanto, o bien se trata de una anécdota apócrifa, o bien se trata de un metáfora, representando un evento brusco y repentino que hace ver las cosas con claridad.
[2] En este punto también sería interesante tratar brevemente sobre los dos personajes femeninos principales, Leonora y Alice, mutuamente antitéticas y, sin embargo, “amigas”. ¿A qué se refiere la autora cuando nos dice que Leonora “era un poco retrasada”? Tosca como pueda ser, parece un personaje de una inteligencia normal. Sin embargo, en ocasiones tiene problemas para verbalizar las cosas, sabe lo que quiere decir, pero no encuentra las palabras.
                Alison, por su parte, ¿es verdaderamente una enferma? Se antoja, en muchos momentos, que buena parte de las dolencias que sufre provienen del estado de agitación y preocupación constantes en que se pone a sí misma. Y, de hecho, McCullers nos dice, en un momento dado, “Alison estaba siempre imaginándose tragedias”.

viernes, 24 de octubre de 2014

Booktube, ese gran demonio rojo


BOOKTUBE, ESE GRAN DEMONIO ROJO

 

En alguna ocasión he dicho, para alarma de algún amigo, que, con tal de que la gente lea, por mí como si leen los artículos de la Superpop —publicación que, por cierto, ignoro si sigue existiendo—. Es obvio que una afirmación como esta no puede seguirse al pie de la letra: soy perfectamente consciente —aunque no me parece por completo incontrovertible el aserto— de que la lectura, por sí misma, no tiene poderes mágicos que le mejoren a uno moralmente, o le ayuden a formarse como persona por arte de birlibirloque. Esa capacidad catártica, metamorfoseadora, de la lectura, tiene lugar solamente cuando se realiza sobre obras que reúnan unos, por así decir, requisitos mínimos, que, a mi entender, se cifran en la capacidad de tales obras para hacernos salir de nuestra experiencia particular y arrastrarnos a la experiencia ajena, vivida, además, no desde la visión de nuestros parámetros particulares, sino, precisamente, desde los planteados por la propia historia.

Obras que se ciñan a ese criterio hay, afortunadamente, miles, por no decir millones. A partir de ahí, entramos ya en otro terreno, que es la excelencia artística, la habilidad con que el autor componga su texto, la belleza del mismo… pero también hay que decir que, a medida que ascendemos por esa escalera, más subjetiva se vuelve la apreciación. Es importante tener claro que, cuando fulano o zutano diseñan su “canon de obras imprescindibles”, lo hacen desde su personal experiencia como lectores. A mí no me sirve de nada que me digan que la referencia inexcusable en tal o cual género, o repertorio, o época, es X, si esa referencia no me llega, si no me dice nada, si no consigo establecer un diálogo con esa obra. Cosa que pasará siempre que el texto concernido no logre entroncar con mi experiencia particular, en primer término, para poder luego sacarme de ella. Es como intentar comunicarse con alguien en un idioma que desconoce: la conversación, el intercambio, será imposible, por muy buena voluntad que pongan ambas partes, y por muy sustancioso que sea el mensaje que se pretenda transmitir. Sencillamente, el código no funciona. O, mejor dicho, es inadecuado.

A quienes nacimos en la era del cambio entre lo analógico y lo digital, todavía nos maravilla de cuando en veces encontrarnos con recursos que para el resto de la gente parecen darse por sentado. Aún me asombra poder encontrar en cuestión de segundos información sobre cuestiones que antiguamente llevaba arduas horas de trabajo localizar —aventura que, no obstante, tenía su recompensa: el sentido de triunfo que se notaba al desentrañar la más mínima pepita de conocimiento era de proporciones épicas—, bien sentado, además, que se estuviese buscando en el lugar apropiado. Muchas veces, sencillamente, la información no estaba disponible, ergo no existía. Ni siquiera en las bibliotecas. Esto es algo que sabemos bien quienes nos hemos criado en pueblos pequeños.

Hace unos meses descubrí, por pura casualidad, un fenómeno de la red cuya existencia ignoraba. El “movimiento”, común a muchos países y existente desde ya hace unos años, se llama Booktube, y lo integran personas, normalmente muy jóvenes, interesadas por la lectura, que graban vídeos para YouTube hablando de los libros que les han entusiasmado. A mí me recuerda a un club de lectura a escala multinacional (de hecho, algunos de sus integrantes organizan o participan en lecturas conjuntas). Así de simple.

Pues bien. Semejante iniciativa, lejos de ser universalmente celebrada y aplaudida, ha recibido, de hecho, numerosas y acendradas críticas, y parece que solo recientemente ha empezado a variar el sentido del discurso. Antes de proseguir, quiero sentar lo siguiente: tal como puede comprobarse en el interesantísimo estudio Hábitos de lectura y compra de libros en España 2012, desarrollado para la Federación de Gremios de Editores de España con el patrocinio del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, los jóvenes de entre 14 y 24 años no solo leen, sino que son quienes más leen. Leen principalmente libros literarios. Lo hacen, además, de forma ampliamente mayoritaria. Y lo hacen por placer, no por obligación.

Hace unas semanas, la escritora, profesora, traductora y crítica literaria Ana Garralón publicó un artículo, titulado “Retrato del reseñista adolescente”, donde censuraba este fenómeno. Quiero aclarar, en primer término, que creo que Garralón lleva razón en algunas de sus apreciaciones, pero que falla estrepitosamente en la forma de articularlas; y en segundo, que el presente texto no pretende ser una respuesta a aquel propiamente hablando. Pero sí lo emplearé de base, porque creo que condensa muy bien los “argumentos” que usualmente emplean los antibooktubers. El primer fenómeno que llama la atención de la autora, es la aparente falta de bagaje cultural de los reseñistas, y el hecho de que

«muchos booktubers confiesan haber sido poco lectores cuando comenzaron, o no tienen ningún pudor en mezclar en sus canales de YouTube videos de recomendaciones de libros con consejos de belleza, moda y salud.»

Bien, eso parece normal: sería verdaderamente portentoso que alguien hubiera sido muy lector antes de empezar a leer. Usualmente, y exceptuado el caso de algunos privilegiados que los han recibido por ciencia infusa, se considera normal que la progresión en la adquisición de conocimientos vaya de menos a más. De hecho, el fenómeno inverso es señal inequívoca de que ahí hay un problema grave.

Por lo que toca a la mezcolanza de vídeos, eso me parece que tiene más que ver con las habilidades de gestión de los canales que con cuestiones literarias. Yo también soy un gran fan de la distribución temática —por pereza, más que otra cosa—, pero su ausencia, censurable cuanto pueda ser en cuanto al orden y la claridad, no invalida per se el contenido.

Otro baldón con el que han de cargar los booktubers es el de que no pisan una librería manque los maten, y que realizan sus compras vía internet: hecho desmentido, y es una lástima que no contemos con datos más actualizados, en la página 91 del estudio antes relacionado, donde se observa expresamente que “las librerías, que mantienen el descenso que se produjo en el 2011, siguen siendo el canal más utilizado para la compra de libros no de texto en la población de 14 o más años. Las cadenas de librerías vuelven a crecer en el 2012”.

Entrando ya en materia,

«¿Y qué es lo que reseñan, cuáles son sus gustos literarios? Los booktubers se justifican diciendo que muchos libros pasan inadvertidos y el comentario en video rescata esos títulos para darles difusión, pero la realidad es que prácticamente todos hablan de los mismos libros.»

Pues claro, precisamente en eso consiste este movimiento, en establecer una red de relaciones literarias. Y eso, por fuerza, al cabo de un tiempo, tenderá a homogeneizarse. Pero, ¿es que acaso los críticos literarios de antaño no aspiraban también a que los lectores de sus críticas leyesen los libros que ellos concienzudamente desmenuzaban? ¿No tendía eso a uniformizar el mercado literario? ¿No se ve, de hecho, uniformizado previamente por la industria editorial, por los libros que deciden publicar y los que no? Es cierto que se echa en falta más variedad de títulos en las recomendaciones, sobre todo en lo que toca a los clásicos, elecciones más arriesgadas, textos más enjundiosos; pero lejos de creer que esto se deba a falta de conocimientos, y menos aún, a falta de capacidades, creo que simplemente se debe a falta de experiencia. Tiempo al tiempo. Todo llegará. Es la evolución natural que seguirán sus gustos: poco a poco, irán incorporando otros títulos y otros universos. Pero ¡atención! Es que tampoco pasa nada si no lo hacen: no existe semejante cosa como “los libros que debes leer antes de morir”. Los libros que debes leer, son aquellos que te ayuden a crecer a ti, moralmente y como ser humano. No recuerdo quién era el que decía, con más razón que un santo, que nadie ha hecho tanto en contra de la lectura como la escuela. Las lecturas obligadas y, sobre todo, las lecturas ajenas a los intereses de los alumnos, me parecen algo peligrosísimo y terriblemente desmotivador y desincentivador. No se me ocurre nada más tortuoso que pasarse horas y horas con la cabeza hundida trasteando en un libro que nos repele. Y cuando hablo de sus intereses, me refiero a los que ellos mismos señalan como tales, no a los que alguien, en algún despacho, decide incorporar al canon. Porque, nuevamente, allí donde hay un canon, hay alguien que pretende imponer una opinión. ¿Que les gustan John Green, las sagas y trilogías, la fantasía[1]? ¡Pues démosles eso! Su natural curiosidad, puesta de manifiesto en el hecho mismo de que se decanten por la imaginación como pasatiempo, les llevará después a querer rastrear de dónde viene el acerbo cultural que existe hoy en día.

«Lo que los booktubers valoran en los libros son tramas que atrapen y enganchen, libros gordísimos que no pueden pararse de leer, momentos “supercinematográficos”, ritmos trepidantes. Cuanto más rápido se lea una historia, mejor, (…). Y no digamos cuando el libro les hizo llorar toda la semana.»

¿Y cuál es el problema aquí? ¿Se sugiere acaso que los libros buenos, interesantes, importantes, son aquellos que no tienen una trama que atrape y enganche? ¿Los libros delgados en los que no pasa nada? ¿Los que no emocionan? Exceptuado El río de los castores, que leí con unos doce años, jamás he llorado con un libro. Pero me parece fascinante que uno pueda sentirse tan conmovido por lo que lee que le mueva a las lágrimas. Me parece que da prueba de una calidad humana notable.

«(…) las categorías “críticas” que sirvan para valorarla [la lectura] van a verse reducidas a la mínima expresión. Para esta comunidad si un libro es cortito se lee “rápido”, pues elementos como el flujo de conciencia, el monólogo interior, la prosa retórica, la intertextualidad o el experimentalismo (…) están fuera de su radio de entendimiento (…).

Es común que el comentario no traspase la capa superficial del argumento, pero sospecho que eso sucede porque el libro no tiene una segunda capa siquiera. Teniendo en cuenta que hay vídeos que duran quince minutos sorprende que los booktubers no hagan reflexiones sobre narradores, tiempo, espacio, figuras literarias... en fin, todo eso que la crítica por escrito se cuida de observar y valorar».

Este es otro de esos puntos donde creo que Garralón acierta más en la idea que en la forma de expresarla. Sobre todo porque parece sufrir una extraña confusión: en ningún momento estos jóvenes —a diferencia de otros—, se las dan de entendidos: y, en tanto que es cierto que sería genial que empleasen más vocabulario técnico y fuesen más específicos en sus juicios, no conviene olvidar el formato ante el que estamos: no se trata de ediciones críticas, ni de estudios introductorios, sino simplemente de una nueva forma de vehicular el boca-oreja de toda la vida, de contar que un libro te ha gustado y por qué. Pensar que, en términos generales, los lectores adolescentes van a interesarse por el flujo de conciencia, el monólogo interior, la prosa retórica, la intertextualidad o el experimentalismo (que además es muy discutible que no se hallen presentes en muchos de los libros que leen), es pensar en las musarañas; y ojo, no porque escapen a su “radio de entendimiento”, sino porque son ajenos a su experiencia vital. Tampoco a mí me interesan la mayoría de los libros que ellos recomiendan, pero no porque sean malos, o estén mal escritos, o porque me parezcan pobres sus reseñas, sino porque ya no tengo dieciséis años —“Huye sin percibirse, lento, el día, / y la hora secreta y recatada / con silencio se acerca, y, despreciada, / lleva tras sí la edad lozana mía.”— y, en consecuencia, mi experiencia vital me inclina a interesarme por otros asuntos. Así de simple. Y, sin embargo, en apariencia, tan difícil de entender para algunos.

Lo peor del texto de Garralón, y por ende de quienes comparten opinión con él, es que entronca directamente con un despotismo ilustrado que un autonombrado círculo de expertos[2] —y pocas palabras hay en el mundo que me den más repelús— profesan. Mezclan churras con merinas y acaban pareciendo más molestos por la forma que por el contenido, de modo que parece irritarles sobremanera ya la juventud, ya la atención al aspecto físico, ya el entorno de los vídeos, ya su dinámica, ya su desparpajo… ¿Es que acaso desaliño indumentario equivale a mayor inteligencia, a conocimiento más profundo, a mayor talento? Nadie pretende suplantar a nadie, pero quizás la figura clásica del crítico literario como hacedor y deshacedor de reputaciones literarias esté llegando a su fin: no hay peor crítica que ignorar un libro y no darle audiencia. En cuanto a lo otro, ya lo iremos trabajando poco a poco.

 

Canales recomendados:


·         El coleccionista de mundos:


·         Javier Ruescas: https://www.youtube.com/user/ruescasj

·         Esto no es un spoiler:


·         Wisecrack: https://www.youtube.com/user/thugnotes

 




[1] Tal vez algún día escriba algo sobre por qué creo que esas cosas son atractivas, ¡y no solo para los jóvenes!
[2] Desde el momento en que uno se presenta o es presentado como experto en algo, se produce una presunta superioridad intelectual de quien ostenta la condición frente a todos los demás que no la tienen, circunstancia que ahoga cualquier posibilidad de reacción, pensamiento, opinión o diálogo: “Yo soy el experto, ergo yo sé lo que está bien y lo que está mal. Si no concuerdas conmigo, es porque no eres un experto, es decir, eres un ignorante”. Sin embargo, una estupidez, dicha por un experto, sigue siendo una estupidez.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Dino Buzzati, "El desierto de los tártaros" - LIBRO DEL MES

 
 
Desde las primeras páginas no cuesta mucho imaginar por qué El desierto de los tártaros, del escritor italiano Dino Buzzati, novela aparecida en 1940, ha ejercido un hechizo o fascinación sobre generaciones de lectores. Minucioso estudio sobre la amargura de haber malgastado la vida en un empeño estéril, El desierto de los tártaros nos cuenta la vida del teniente Giovanni Drogo en el destino que le asignan nada más salir de la academia – una fortaleza remota en un paraje desolado prácticamente ajena al mundo – y cómo la inacción de su existencia externa contrasta vivamente con la inquietud y el ansia de su vida interior.

Empezando por destacar su prosa pulidísima, elegante, justa pero nunca seca, trabajada pero sin adornos superfluos, y siguiendo con su fiel y sutil retrato de la psique humana, podríamos decir que se trata de un libro que apunta obsesivamente a una misma idea: es una reflexión sobre el conformismo, sobre la insatisfacción vital, sobre las ilusiones perdidas y aquellas otras nunca concretadas, sobre la obsesión, sobre el deseo de gloria y trascendencia frente a la constatación de la mediocridad, sobre las tareas infructuosas, que se agotan en su propio cumplimiento – en este sentido, la crítica a la rigidez de la vida castrense es central –, sirviéndose a sí mismas de justificación… ¿Qué pasa cuando, a base de esperar los años buenos, los grandes acontecimientos, se da uno cuenta de que lo mejor de la vida ya ha quedado atrás? No deja de ser una cruel ironía, pero completamente justificada dentro de la lógica del libro, que al final el gran enemigo de Drogo acabe siendo la desidia.

Ya se ha dicho muchas veces – y es algo de conocimiento común – que todas las obras mantienen relación las unas con las otras. Aunque es raro encontrar un libro que recoja una única influencia, en el caso de El desierto de los tártaros me parece obvio que la novela con la que más dialoga es El castillo de Franz Kafka – algo ya muchas veces destacado, por otra parte –: de alguna manera, podríamos decir que cada una es con respecto a la otra el anverso de la misma moneda: en El desierto nos parece poder acceder a la vida de ese castillo al que el agrimensor K. jamás logra acceder, sin ser capaz, tampoco, en cambio, de abandonar el pueblo aledaño. Por el contrario, Giovanni Drogo, sabiendo en el fondo que lo que más le conviene es regresar a la ciudad, parece magnetizado por las rutinas insanas de una fortaleza de la que no es prisionero pero de la que nunca logra despegarse. En ambos casos, los dos personajes representan el cumplimiento ciego del deber aun en contra de la más mínima lógica.

Así pues, ¿qué simboliza la fortaleza? ¿Qué los tártaros? La primera representa la costumbre, la comodidad de lo conocido, pero también el veneno de la rutina, del sinsentido. Los tártaros, ellos, son la aventura, la ilusión, la oportunidad elusiva pero siempre ansiada. De la contraposición de ambos extremos – o, más aún, de su mutua exclusión –, nacerá una voracidad arribista que no respeta ni a los muertos ni a los amigos (pérdida de un trozo de territorio por la absurda obstinación de Monti contra Angustina; ocultación de las peticiones de traslado…). A propósito del personaje secundario recién mencionado – Angustina –, y ya para acabar, no parece imposible suponer que sus actuaciones están regidas por una cuidadosa premeditación que acaba conduciéndole al éxito.

 


JJJJL
 

viernes, 3 de octubre de 2014

Pobres como ratas



A veces parece existir una cierta convención en establecer una relación entre el genio de un artista y su precariedad económica, o bien la idea de que todos los grandes artistas han sido pobres de solemnidad, o de que no han podido ganarse la vida con el arte; de que han tenido que enfrentarse a mil y una desdichas que, por el contrario, parecen ser las normales y cotidianas de millones y millones de seres humanos. Hasta se buscan, a veces, causas exóticas paras sus muertes, pues, como señalaba cierta médico forense a propósito de Mozart, uno esperaría que la desaparición de tan gran hombre se hubiera debido a una conjura de fuerzas infernales y no, como ella sostenía, a una simple insuficiencia renal[1]. Sin embargo, en tanto que esa afirmación puede ser cierta para algunos escritores —aquí nos vamos a centrar en ellos—, en otros casos solo puede considerarse resultado de una magnificación hiperbólica que, estúpidamente, romantiza la pobreza, atribuyéndole algún tipo de virtud esencial (estúpidamente, insisto, por muy formadora del carácter que pueda eventualmente resultar la experiencia).

Antes de proseguir, debemos resaltar el hecho de que los artistas, con independencia de su condición económica —normalmente poco ventajosa—, siempre han formado parte de la élite por sus virtudes intelectuales, una suerte de burguesía honoris causa, si se quiere. Por otro lado, las estrecheces económicas que tradicionalmente han ido ligadas al cultivo y ejercicio de las artes, en confirmación de una verdad sociológica de carácter universal —a pesar de que en breve hablaré de Jane Austen esta frase es pura coincidencia—, siempre, y con las debidas excepciones, han afectado con mayor intensidad, a pesar de que se trataba de una de las poquísimas vías a su alcance para poder disfrutar de cierta independencia personal y patrimonial, a las [pocas] mujeres que se han aventurado en estos menesteres.
 
 
Plauto, el legendario dramaturgo que revolucionó la escena romana, comenzó su vida —de la que, por otra parte, apenas se sabe nada y, aun de lo que se sabe, no todo es fiable— como soldado y, posteriormente, comerciante. Parece ser que se arruinó a tal extremo que hubo de ponerse a trabajar en una tahona desempeñando una labor normalmente reservada a esclavos o animales: empujar la piedra del molino, tarea en la que tenía por colega a un borrico que, como es lógico, le miraría con la comprensible suspicacia de quien desaprueba el intrusismo laboral. Fue en ese medio tan ingrato[2] donde empezó a componer sus primeras comedias que, en poco tiempo, le auparon a una inusitada popularidad y, por ende, a una prosperidad económica que mantuvo toda su vida, muriendo “rico”.

Múltiples son los ejemplos en la literatura medieval de nobles (don Juan Manuel, p.e.) o religiosos (Gonzalo de Berceo, v.gr.) que componían textos de importancia fundamental y que, por tanto, en mayor o menor medida según la situación personal, no pueden ser considerados exactamente pobres, aunque su sustento no proviniese principalmente de su labor artística.

Tampoco el Renacimiento fue ajeno a literatos que gozaron de inmenso prestigio y popularidad y, por ende, de no menguada hacienda, como Dante. Ya el mero hecho de que, en una época como aquella, alguien tuviese acceso a la cultura y aprendiese a leer y escribir, le situaba automáticamente en una clase mínimamente pudiente: la gente pobre, pobre de verdad, los desheredados de la tierra, solían estar demasiado ocupados tratando de no morir de hambre como para prestar atención a semejantes minucias.
 
 
 
Tampoco en el Barroco faltan los ejemplos de autores de pobreza romantizada[3], empezando necesariamente por Cervantes: el ilustre inventor del Quijote, a quien la tradición ha querido presentarnos poco menos que como un muerto de hambre (y sin duda sufrió diversas calamidades, como la manquera a causa de un hecho de armas o su presidio de cinco años en Argel), ocupó distintos puestos oficiales, como comisario de abastos, comisario de provisiones o recaudador de impuestos (más que un pobrecito de solemnidad lo que parece es que tenía la mano, la que podía usar, un poco larga, y acabó encarcelado por… como él diría, ser demasiado amigo de lo ajeno); y este es el mismo hombre que recibió, en retribución por cierta misión secreta en Orán en 1581, un pago de 50 escudos, que, para hacernos una idea de en qué umbral de renta situaban al autor, tendrían un valor prestige[4] actual de nada menos que… ¡280.000€! Así que pobre… relativamente.

No peor era la situación de Lope de Vega o Luis de Góngora, cuya condición de canónigos (si bien el primero si arrancó de una situación económica mucho más perentoria) les aseguraba al menos el no morir de hambre (dejando a un lado los pingües beneficios que Lope acabó cosechando gracias a su ultraprolífica obra teatral). Y esto por no mencionar a Quevedo, cuyo aparatoso nombre y títulos como su señorío de La Torre de Juan Abad o su pertenencia a la Orden de Santiago, ya nos ponen sobre la pista de que no estamos ante un hombre desamparado al nivel que pudiera estarlo, pongamos por caso, un campesino de la Alcarria en esa misma época.
 


Saltemos tiempos y edades hasta el siglo XIX para darnos de bruces con Bécquer, co-forjador de la leyenda del poeta romántico como criatura sensible y zarandeada por un destino aciago. De familia de comerciantes y artistas, prescindiendo de sus comienzos difíciles (ya se sabe que los comienzos siempre lo son), mal que bien vivió siempre de su arte (aunque hubiera de malvender comedias alimenticias) y, aparte algún otro puesto, entre 1864 y 1868 ocupa el cargo de censor de novelas, con un más que generoso sueldo de 24.000 reales anuales. Si consideramos que las rentas medias anuales de un jornalero apenas superaban los mil reales (suponiendo que asistiese a trabajar todos los días laborables a razón de unos 4 reales por jornada), y que un Presidente de Chancillería venía cobrando unos 18.000, eso ya nos puede dar una idea de la posición más bien desahogada que ocupaba el sevillano.

El problema con los genios románticos es que, como suele decirse, vivían deprisa y morían jóvenes, y, por tanto, no tenían tiempo a consolidar su posición. De hecho, es casi recurrente en sus biografías que, cuando las cosas empezaban a irles un poco bien, se morían. Se conoce que sus organismos no eran capaces de soportar la felicidad. Por su parte, la situación de Rosalía de Castro, como mujer, y como mujer casada, era un tanto distinta, pues, en principio, dependía para su sustento de su marido. Sin embargo, ya ella era una autora publicada cuando conoce a Murguía (que ocupó múltiples puestos, incluyendo varios oficiales), y su matrimonio era lo suficientemente acomodado como para poder permitirse mantener dos casas en sus últimos años, pues Murguía no residía habitualmente con ella, quien vivió primero en un pazo en Lestrove y, posteriormente, en un caserón más modesto llamado A Matanza. Sabemos que la poeta —que, dicho sea de paso, da muestras en su correspondencia de considerarse a sí misma como escritora— disponía de servicio, e incluso se permite, en carta a su marido fechada el 26 de julio de 1881, afirmar que “No siendo porque lo apurado de las circunstancias me obligue imperiosamente a ello, dado caso que el editor aceptase las condiciones que te dije, ni por tres, ni por seis, ni por nueve mil reales volveré a escribir nada en nuestro dialecto, ni acaso tampoco a ocuparme de nada que a nuestro país concierna”.
 
 

Por continuar con la condición de la autora femenina, singularísimos casos de éxito son los de Gertrudis Gómez de Avellaneda —autora, entre otras, de la que se considera la primera novela antiesclavista, que le lleva la delantera incluso a La cabaña del tío Tom, a pesar de ser mucho menos conocida—, que, como Rosalía, continuó su labor literaria una vez casada; y Emilia Pardo Bazán, que la continuó, podríamos decir, a pesar de estar casada: las feroces críticas vertidas contra Emilia llevaron a su marido a exigirle que dejara de escribir y se retractase públicamente de lo publicado. Lejos de hacerlo, la condesa —su buena posición social ya nos informa de su lejanía con la pobreza más allá de lo que sus perspicaces observaciones, en La tribuna, p.e., pudieran hacerle pensar al respecto— consiguió una separación amistosa, prosiguiendo su fulgurante carrera literaria sin preocupaciones pecuniarias.

¿Y qué hay, por ejemplo, de las colegas británicas de nuestras escritoras? Novelistas como las hermanas Brontë, George Eliot o Elizabeth Gaskell —siempre me ha llamado la atención que, empleando todas ellas seudónimos, la tradición haya restituido los nombres de las auténticas autoras salvo en el caso de Eliot, de forma aparentemente arbitraria—, ocupaban un lugar modesto, pero acomodado, a menudo estando asistidas económicamente por algún pariente o por sus esposos, pero con capacidad para generar ingresos por sí mismas que, probablemente, les habrían permitido una existencia autónoma de no haber sido por los prejuicios de la sociedad en que les tocó vivir. 
 
 


La precariedad de la situación económica de Jane Austen como mujer soltera, sobre todo después del fallecimiento de su padre, es un aspecto enfatizado en cualquiera de sus biografías. Es cierto que, dada su situación de sometimiento, y sin posibilidades de desarrollar una carrera independiente, era complicado, por decir poco, para una mujer mantenerse por sí misma. Gracias a la generosidad de sus hermanos, las hermanas Austen y su madre disfrutaban, como la familia Dashwood de Sentido y sensibilidad, de unas rentas anuales de algo menos de 500 libras (así como de una casa comprada para ellas). Semejante cantidad las situaría, utilizando nuevamente el valor prestige, en un umbral de ingresos de entorno a los 400.000€ anuales. Pero es que, además, Jane fue una escritora temprana, pero una publicadora tardía. Hacia 1816, sus hermanos atravesaron algunas dificultades económicas que imposibilitaban mantener el nivel de contribución al sustento de las Austen. Sin embargo, en total, las cuatro novelas que editó en vida la autora le reportaron, entre 1811 y 1816, unos beneficios nada desdeñables de en torno a 630 libras, con lo que estaríamos hablando de alrededor del medio millón de euros. No es, por tanto, sorprendente que, en una nota que acompañaba a un regalo que hizo a su hermana Cassandra, Jane hubiera escrito “No lo rechaces, recuerda que ahora soy una mujer rica”.

Por muy acomodadas que fueran las Austen —aunque indudablemente alejadas de la prosperidad de sus personajes—, Jane no llegó a igualar, sin embargo, a algunas superestrellas de la época, como su antecesora Ann Radcliffe, que recibió un pago de 800 libras por el manuscrito de su novela El italiano. Y ni mencionemos al Ken Follett del s.XIX, Charles Dickens, que con sus apabullantes ventas (700.000 ejemplares vendidos a lo largo de su vida de Casa desolada, su novela más vendida en formato libro; ya ni mencionamos las ventas astronómicas de las novelas por entregas, a un chelín el capítulo) pasó de ser un joven que conoció bien la pobreza y el abuso, a ser un hombre fabulosamente rico.

 

La explosión del número de autores, aunque haya ido acompañada de la explosión del número de lectores —todo ello como resultas de la universalización de la educación y el retroceso del analfabetismo—, durante el s.XX nos permite, a su vez, constatar dos fenómenos contradictorios: en primer lugar, que tener una carrera literaria exitosa se hace exponencialmente más complicado, sin siquiera entrar a valorar la calidad literaria, por el mero hecho de que la competencia es mucho mayor y, en consecuencia, las cuotas de mercado mucho más exiguas. Pero, por otra parte, también hemos asistido, en particular con el nuevo cambio de siglo, al nacimiento de la figura del escritor multimillonario, muy ligada al concepto de best-seller, y no deja de ser curioso —y reconfortante— que quizás el mayor ejemplo de este fenómeno sea, precisamente una mujer: JK Rowling, la autora de la saga Harry Potter. De modo que, en apenas un siglo, las escritoras ha pasado de caer en el olvido casi en su totalidad[5] a liderar las listas de más vendidos.

En conclusión, parece que ligar las artes a una condena eterna a la miseria y el desamparo carece de fundamento. No es el campo de trabajo en sí, sino conseguir ocupar una posición en él. Pero eso como en cualquier otro ámbito de la vida, ¿no?

 

 



[1] Aunque hoy día, de hecho, la causa más aceptada para la muerte del músico salzburgués parece ser el consumo de carne de cerdo en mal estado (más vulgar imposible).
[2] Conviene alertar, no obstante, sobre el hecho de que es posible que la expresión “empujar la piedra del molino”, más que expresión de una realidad, tenga un sentido figurado próximo a «pasarlas canutas», del mismo modo que “comulgar con piedras de molino” quiere decir simplemente «verse forzado a asumir una posición incómoda o a la que se es íntimamente contrario».
[3] Procede en este punto distinguir, grosso modo, los conceptos de “pobreza absoluta” y “pobreza relativa”, que, como fácilmente se puede deducir de sus nombres, aluden, respectivamente, a la situación de quien [mal]vive con unas rentas inferiores a las que se consideran mínimas para poder hacer frente a las necesidades básicas de un ser humano; o bien la situación de quien vive con unas rentas que, situándole por debajo de las rentas medias de su entorno, sin embargo no le impiden atender sus necesidades básicas ni le abocan a una situación de pobreza absoluta (por muy precaria que, no obstante, su situación siga siendo).
[4] El valor que tiene en cuenta el poder adquisitivo que determinada renta otorgaba en un momento concreto para calcular su valor actualizado.
[5] Consideremos que aquí hemos enumerado algunos casos muy conocidos, pero durante la era victoriana se contabilizan más de doscientas autoras en el ámbito anglosajón.