viernes, 24 de octubre de 2014

Booktube, ese gran demonio rojo


BOOKTUBE, ESE GRAN DEMONIO ROJO

 

En alguna ocasión he dicho, para alarma de algún amigo, que, con tal de que la gente lea, por mí como si leen los artículos de la Superpop —publicación que, por cierto, ignoro si sigue existiendo—. Es obvio que una afirmación como esta no puede seguirse al pie de la letra: soy perfectamente consciente —aunque no me parece por completo incontrovertible el aserto— de que la lectura, por sí misma, no tiene poderes mágicos que le mejoren a uno moralmente, o le ayuden a formarse como persona por arte de birlibirloque. Esa capacidad catártica, metamorfoseadora, de la lectura, tiene lugar solamente cuando se realiza sobre obras que reúnan unos, por así decir, requisitos mínimos, que, a mi entender, se cifran en la capacidad de tales obras para hacernos salir de nuestra experiencia particular y arrastrarnos a la experiencia ajena, vivida, además, no desde la visión de nuestros parámetros particulares, sino, precisamente, desde los planteados por la propia historia.

Obras que se ciñan a ese criterio hay, afortunadamente, miles, por no decir millones. A partir de ahí, entramos ya en otro terreno, que es la excelencia artística, la habilidad con que el autor componga su texto, la belleza del mismo… pero también hay que decir que, a medida que ascendemos por esa escalera, más subjetiva se vuelve la apreciación. Es importante tener claro que, cuando fulano o zutano diseñan su “canon de obras imprescindibles”, lo hacen desde su personal experiencia como lectores. A mí no me sirve de nada que me digan que la referencia inexcusable en tal o cual género, o repertorio, o época, es X, si esa referencia no me llega, si no me dice nada, si no consigo establecer un diálogo con esa obra. Cosa que pasará siempre que el texto concernido no logre entroncar con mi experiencia particular, en primer término, para poder luego sacarme de ella. Es como intentar comunicarse con alguien en un idioma que desconoce: la conversación, el intercambio, será imposible, por muy buena voluntad que pongan ambas partes, y por muy sustancioso que sea el mensaje que se pretenda transmitir. Sencillamente, el código no funciona. O, mejor dicho, es inadecuado.

A quienes nacimos en la era del cambio entre lo analógico y lo digital, todavía nos maravilla de cuando en veces encontrarnos con recursos que para el resto de la gente parecen darse por sentado. Aún me asombra poder encontrar en cuestión de segundos información sobre cuestiones que antiguamente llevaba arduas horas de trabajo localizar —aventura que, no obstante, tenía su recompensa: el sentido de triunfo que se notaba al desentrañar la más mínima pepita de conocimiento era de proporciones épicas—, bien sentado, además, que se estuviese buscando en el lugar apropiado. Muchas veces, sencillamente, la información no estaba disponible, ergo no existía. Ni siquiera en las bibliotecas. Esto es algo que sabemos bien quienes nos hemos criado en pueblos pequeños.

Hace unos meses descubrí, por pura casualidad, un fenómeno de la red cuya existencia ignoraba. El “movimiento”, común a muchos países y existente desde ya hace unos años, se llama Booktube, y lo integran personas, normalmente muy jóvenes, interesadas por la lectura, que graban vídeos para YouTube hablando de los libros que les han entusiasmado. A mí me recuerda a un club de lectura a escala multinacional (de hecho, algunos de sus integrantes organizan o participan en lecturas conjuntas). Así de simple.

Pues bien. Semejante iniciativa, lejos de ser universalmente celebrada y aplaudida, ha recibido, de hecho, numerosas y acendradas críticas, y parece que solo recientemente ha empezado a variar el sentido del discurso. Antes de proseguir, quiero sentar lo siguiente: tal como puede comprobarse en el interesantísimo estudio Hábitos de lectura y compra de libros en España 2012, desarrollado para la Federación de Gremios de Editores de España con el patrocinio del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, los jóvenes de entre 14 y 24 años no solo leen, sino que son quienes más leen. Leen principalmente libros literarios. Lo hacen, además, de forma ampliamente mayoritaria. Y lo hacen por placer, no por obligación.

Hace unas semanas, la escritora, profesora, traductora y crítica literaria Ana Garralón publicó un artículo, titulado “Retrato del reseñista adolescente”, donde censuraba este fenómeno. Quiero aclarar, en primer término, que creo que Garralón lleva razón en algunas de sus apreciaciones, pero que falla estrepitosamente en la forma de articularlas; y en segundo, que el presente texto no pretende ser una respuesta a aquel propiamente hablando. Pero sí lo emplearé de base, porque creo que condensa muy bien los “argumentos” que usualmente emplean los antibooktubers. El primer fenómeno que llama la atención de la autora, es la aparente falta de bagaje cultural de los reseñistas, y el hecho de que

«muchos booktubers confiesan haber sido poco lectores cuando comenzaron, o no tienen ningún pudor en mezclar en sus canales de YouTube videos de recomendaciones de libros con consejos de belleza, moda y salud.»

Bien, eso parece normal: sería verdaderamente portentoso que alguien hubiera sido muy lector antes de empezar a leer. Usualmente, y exceptuado el caso de algunos privilegiados que los han recibido por ciencia infusa, se considera normal que la progresión en la adquisición de conocimientos vaya de menos a más. De hecho, el fenómeno inverso es señal inequívoca de que ahí hay un problema grave.

Por lo que toca a la mezcolanza de vídeos, eso me parece que tiene más que ver con las habilidades de gestión de los canales que con cuestiones literarias. Yo también soy un gran fan de la distribución temática —por pereza, más que otra cosa—, pero su ausencia, censurable cuanto pueda ser en cuanto al orden y la claridad, no invalida per se el contenido.

Otro baldón con el que han de cargar los booktubers es el de que no pisan una librería manque los maten, y que realizan sus compras vía internet: hecho desmentido, y es una lástima que no contemos con datos más actualizados, en la página 91 del estudio antes relacionado, donde se observa expresamente que “las librerías, que mantienen el descenso que se produjo en el 2011, siguen siendo el canal más utilizado para la compra de libros no de texto en la población de 14 o más años. Las cadenas de librerías vuelven a crecer en el 2012”.

Entrando ya en materia,

«¿Y qué es lo que reseñan, cuáles son sus gustos literarios? Los booktubers se justifican diciendo que muchos libros pasan inadvertidos y el comentario en video rescata esos títulos para darles difusión, pero la realidad es que prácticamente todos hablan de los mismos libros.»

Pues claro, precisamente en eso consiste este movimiento, en establecer una red de relaciones literarias. Y eso, por fuerza, al cabo de un tiempo, tenderá a homogeneizarse. Pero, ¿es que acaso los críticos literarios de antaño no aspiraban también a que los lectores de sus críticas leyesen los libros que ellos concienzudamente desmenuzaban? ¿No tendía eso a uniformizar el mercado literario? ¿No se ve, de hecho, uniformizado previamente por la industria editorial, por los libros que deciden publicar y los que no? Es cierto que se echa en falta más variedad de títulos en las recomendaciones, sobre todo en lo que toca a los clásicos, elecciones más arriesgadas, textos más enjundiosos; pero lejos de creer que esto se deba a falta de conocimientos, y menos aún, a falta de capacidades, creo que simplemente se debe a falta de experiencia. Tiempo al tiempo. Todo llegará. Es la evolución natural que seguirán sus gustos: poco a poco, irán incorporando otros títulos y otros universos. Pero ¡atención! Es que tampoco pasa nada si no lo hacen: no existe semejante cosa como “los libros que debes leer antes de morir”. Los libros que debes leer, son aquellos que te ayuden a crecer a ti, moralmente y como ser humano. No recuerdo quién era el que decía, con más razón que un santo, que nadie ha hecho tanto en contra de la lectura como la escuela. Las lecturas obligadas y, sobre todo, las lecturas ajenas a los intereses de los alumnos, me parecen algo peligrosísimo y terriblemente desmotivador y desincentivador. No se me ocurre nada más tortuoso que pasarse horas y horas con la cabeza hundida trasteando en un libro que nos repele. Y cuando hablo de sus intereses, me refiero a los que ellos mismos señalan como tales, no a los que alguien, en algún despacho, decide incorporar al canon. Porque, nuevamente, allí donde hay un canon, hay alguien que pretende imponer una opinión. ¿Que les gustan John Green, las sagas y trilogías, la fantasía[1]? ¡Pues démosles eso! Su natural curiosidad, puesta de manifiesto en el hecho mismo de que se decanten por la imaginación como pasatiempo, les llevará después a querer rastrear de dónde viene el acerbo cultural que existe hoy en día.

«Lo que los booktubers valoran en los libros son tramas que atrapen y enganchen, libros gordísimos que no pueden pararse de leer, momentos “supercinematográficos”, ritmos trepidantes. Cuanto más rápido se lea una historia, mejor, (…). Y no digamos cuando el libro les hizo llorar toda la semana.»

¿Y cuál es el problema aquí? ¿Se sugiere acaso que los libros buenos, interesantes, importantes, son aquellos que no tienen una trama que atrape y enganche? ¿Los libros delgados en los que no pasa nada? ¿Los que no emocionan? Exceptuado El río de los castores, que leí con unos doce años, jamás he llorado con un libro. Pero me parece fascinante que uno pueda sentirse tan conmovido por lo que lee que le mueva a las lágrimas. Me parece que da prueba de una calidad humana notable.

«(…) las categorías “críticas” que sirvan para valorarla [la lectura] van a verse reducidas a la mínima expresión. Para esta comunidad si un libro es cortito se lee “rápido”, pues elementos como el flujo de conciencia, el monólogo interior, la prosa retórica, la intertextualidad o el experimentalismo (…) están fuera de su radio de entendimiento (…).

Es común que el comentario no traspase la capa superficial del argumento, pero sospecho que eso sucede porque el libro no tiene una segunda capa siquiera. Teniendo en cuenta que hay vídeos que duran quince minutos sorprende que los booktubers no hagan reflexiones sobre narradores, tiempo, espacio, figuras literarias... en fin, todo eso que la crítica por escrito se cuida de observar y valorar».

Este es otro de esos puntos donde creo que Garralón acierta más en la idea que en la forma de expresarla. Sobre todo porque parece sufrir una extraña confusión: en ningún momento estos jóvenes —a diferencia de otros—, se las dan de entendidos: y, en tanto que es cierto que sería genial que empleasen más vocabulario técnico y fuesen más específicos en sus juicios, no conviene olvidar el formato ante el que estamos: no se trata de ediciones críticas, ni de estudios introductorios, sino simplemente de una nueva forma de vehicular el boca-oreja de toda la vida, de contar que un libro te ha gustado y por qué. Pensar que, en términos generales, los lectores adolescentes van a interesarse por el flujo de conciencia, el monólogo interior, la prosa retórica, la intertextualidad o el experimentalismo (que además es muy discutible que no se hallen presentes en muchos de los libros que leen), es pensar en las musarañas; y ojo, no porque escapen a su “radio de entendimiento”, sino porque son ajenos a su experiencia vital. Tampoco a mí me interesan la mayoría de los libros que ellos recomiendan, pero no porque sean malos, o estén mal escritos, o porque me parezcan pobres sus reseñas, sino porque ya no tengo dieciséis años —“Huye sin percibirse, lento, el día, / y la hora secreta y recatada / con silencio se acerca, y, despreciada, / lleva tras sí la edad lozana mía.”— y, en consecuencia, mi experiencia vital me inclina a interesarme por otros asuntos. Así de simple. Y, sin embargo, en apariencia, tan difícil de entender para algunos.

Lo peor del texto de Garralón, y por ende de quienes comparten opinión con él, es que entronca directamente con un despotismo ilustrado que un autonombrado círculo de expertos[2] —y pocas palabras hay en el mundo que me den más repelús— profesan. Mezclan churras con merinas y acaban pareciendo más molestos por la forma que por el contenido, de modo que parece irritarles sobremanera ya la juventud, ya la atención al aspecto físico, ya el entorno de los vídeos, ya su dinámica, ya su desparpajo… ¿Es que acaso desaliño indumentario equivale a mayor inteligencia, a conocimiento más profundo, a mayor talento? Nadie pretende suplantar a nadie, pero quizás la figura clásica del crítico literario como hacedor y deshacedor de reputaciones literarias esté llegando a su fin: no hay peor crítica que ignorar un libro y no darle audiencia. En cuanto a lo otro, ya lo iremos trabajando poco a poco.

 

Canales recomendados:


·         El coleccionista de mundos:


·         Javier Ruescas: https://www.youtube.com/user/ruescasj

·         Esto no es un spoiler:


·         Wisecrack: https://www.youtube.com/user/thugnotes

 




[1] Tal vez algún día escriba algo sobre por qué creo que esas cosas son atractivas, ¡y no solo para los jóvenes!
[2] Desde el momento en que uno se presenta o es presentado como experto en algo, se produce una presunta superioridad intelectual de quien ostenta la condición frente a todos los demás que no la tienen, circunstancia que ahoga cualquier posibilidad de reacción, pensamiento, opinión o diálogo: “Yo soy el experto, ergo yo sé lo que está bien y lo que está mal. Si no concuerdas conmigo, es porque no eres un experto, es decir, eres un ignorante”. Sin embargo, una estupidez, dicha por un experto, sigue siendo una estupidez.

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