miércoles, 27 de noviembre de 2013

Charles Dickens, Nuestro amigo común - LIBRO DEL MES

 
 
 
Ese observador incansable que era Charles Dickens acabó su gloriosa carrera con una firme candidata, en mi opinión, a novela suprema, un volumen que supera el millar de páginas titulado Nuestro amigo común, en el que narra, con técnica impecable que alcanza el virtuosismo en numerosos puntos (p. e., el esbozo de la dura vida de Lizzie y Charley en solo unas pocas pinceladas mientras la primera observa el fuego en el capítulo tercero), las peripecias de una galería de personajes, cuyas vidas se entrecruzan e influyen a veces de formas de las que ni siquiera son conscientes; tan disparatados que discurren siempre al borde de la irrealidad, pero que el genio del autor salva siempre y, lo que es más, hace plenamente creíbles (cualquiera que lea los diarios nacionales podrá fácilmente reconocer en los especuladores y politicastros representados en el texto arquetipos que corresponden a personajes de la realidad cotidiana).
Son demasiado numerosos para tratarlos a todos por menudo (estamos hablando de en torno a una veintena de principales), pero podemos encontrar a todos los tipos y clases sociales (la gente que vivía en condiciones deplorables en las riberas del Támesis, a las cuales me gustó imaginar durante la lectura habitando a la gélida sombra del Tower Bridge, a pesar de que este en realidad no se empezó a construir hasta un par de décadas más tarde; las modestas clases medias y sus delirios de grandeza, representados fundamentalmente por las mujeres Wilfer; y, en franca oposición, la pujante burguesía de la City londinense, rodeada de lujo y ostentación): desde el pobre que no pierde su dignidad ni siquiera una vez enriquecido, hasta un pescador de cadáveres del Támesis (profesión que, aunque parezca mentira, existía, para recuperar los cuerpos de los suicidas: como Ítalo Calvino muy bien señaló, en el capítulo de apertura, al acompañar a Mr. Hexam en su pesca nocturna, nos parece estar adentrándonos en el reverso del mundo), pasando por un abogado abúlico, un político que logra salir elegido sólo gracias a su bobaliconería, un taxidermista depresivo, o un profesor sociópata (una recurrente obsesión del autor, como ya sabemos), entre otros.
Al hilo de esto último, la aproximación al realismo de Dickens resulta muy singular, ya que a diferencia de los ejemplos franceses o españoles, la representación de la realidad tal cual en Dickens cede ligeramente el lugar al juego lingüístico, que tan del gusto ha sido siempre del público británico, y es precisamente en el terreno de lo lingüístico donde se da cabida al combate entre lo real y lo, no diré fantasioso ni muchos menos, sino más bien hiperbólico, que constituye la espina dorsal de la literatura dickensiana (aunque la realidad es ella misma hiperbólica abondo).
Los diálogos son vivaces, sin regodearse en el preciosismo, sirviendo para definir muy bien  la psique de los personajes, que, como queda anunciado, están muy bien diseñados y resultan muy interesantes: es fascinante la comicidad conseguida a través de la delineación de algo estrambótico de dichos caracteres que, a pesar de resultar por veces un tanto surrealista, jamás perjudica al realismo y credibilidad de los retratados (cfr. Cap. 11, p. e.).
Otro punto cómico proviene de cómo los sinvergüenzas arribistas que pululan por el libro (y son unos cuantos) se engatusan unos a otros, beneficiándose y perjudicándose al mismo tiempo por causa de sus engaños y medias verdades (pues este tipo de personas siempre se creen más listos que nadie); siendo interesante cómo se las ingenia Dickens para diseñar de tal forma a sus criaturas que resultan más ridículas que irritantes precisamente aquellas que representan las convenciones sociales, en tanto que son más simpáticas y agradables las estrafalarias y aquellas que las desafían (siendo, independientemente de ello, muy cómicas unas y otras, y, a ratos, también muy trágicas).
Asimismo me ha parecido una genialidad la subversión de roles entre el personaje de Jenny Wren y su padre (al verse forzada la niña a ser sensata muy por delante de su edad), así como el empleo de las cosificaciones (“parachoques”, “artículo”) y metonimias (“analista”) en sus descripciones psicofísicas, y la obtención de una socarronería notable a través de la repetición de diminutivos.
El capítulo final sobre Betty Higden (sin duda el personaje más digno de todo el libro, mismo si a veces su cabezonería nos puede parecer fuera de orden: por momentos dudamos de que esté completamente en sus cabales, pero hay algo muy íntimo y humano en su determinación de permanecer autónoma e independiente hasta el final) es sensacional, de un lirismo arrebatador y una ironía despiadada que roza el sarcasmo.
Un apartado no menos sorprendente lo constituye el que, así sea de forma colateral (relativamente), se introduzca el asunto de la violencia de género y el acoso (historias de Lizzie / Headstone y de Sophronia / Lammle; también en menor medida en el personaje de Eugene).
Quizás el punto más flojo de la novela (aunque muy propio de la narrativa decimonónica, verdaderamente un tropo) sea el no tan inesperado fingimiento del Sr. Boffin (junto con algún otro episodio menor, como la condonación de la deuda de Twemlow, al no tener en cuenta, aparentemente, los meses transcurridos desde el anuncio de la ejecución del crédito, que se dice inminente, y el perdón, ya que por el nacimiento de la hija de los Harmon sabemos que ha pasado en torno a un año).
Con todo, considerando cierto aquello que se dice de que no son los genios quienes van a juicio, sino nosotros, los lectores u oyentes, lo inmediatamente anterior es tan nimio frente a la sobreabundancia de virtudes del libro como pretender afrentar la pureza de un diamante porque le ha caído encima una mota de polvo. ¡Un volumen para devorar, créanme!  
 



JJJJJ

jueves, 7 de noviembre de 2013

La invención del lenguaje


Los seres humanos estamos hechos para romper barreras. Caminar de pie, encender (¡y controlar!) el fuego … son solo dos ejemplos inmediatos que se le pueden ocurrir a cualquiera. Nos gusta entender las cosas, saber por qué las hacemos. El ser humano es pura potencialidad, más que habilidad natural. Se proyecta en su potencialidad. Y, más que en ninguna otra de sus potencialidades, el ser humano se proyecta en el lenguaje.

El ser humano tiene la capacidad natural para hablar, pero, como casi todo en él, el lenguaje es aprendido. Estudios hechos con gente aislada desde una temprana edad demuestran que un ser humano privado de la educación convencional o del contacto con sus semejantes no rompe a hablar espontáneamente y, lo que es más significativo, experimenta severos retrasos en su desarrollo mental. Los seres humanos pensamos hablando. Y, si no tenemos lenguaje, no podemos pensar.

Ahora bien; no deja de haber un componente innato en nuestra capacidad de comunicarnos, mediatizado como pueda estar por la sonoridad, sintaxis o gramática de nuestro propio idioma: hay un grupo de vocablos que me resultan singularmente atractivos, aquellos que pertenecen a grupos familiares o muy estrechos (y reducidos) de sujetos, a menudo basados en un acervo experiencial común inaccesible (e incomprensible) para quien no pertenece al grupo. Es decir, en ese ámbito el lenguaje se alza como un factor identificador, de pertenencia, de la misma manera que un español puede saber de inmediato si otra persona es o no española de origen solo oyéndola hablar brevemente, por su acento, por la fluidez, por el vocabulario empleado, por la construcción sintáctica … En mi casa, por ejemplo, existe el palabro “escotorromoñarse”, verbo intransitivo de la primera conjugación que denota la idea de una caída aparatosa en la que el sujeto (¡o más bien víctima!) se golpea repetidas veces, pero sin sufrir lesiones de gravedad, tales como puedan ser arañazos, magulladuras sin importancia, etc. Sin embargo, los hablantes de español convendrán conmigo en que el verbo citado nunca podría significar, pongamos por caso, “amar a alguien locamente”: hay una sonoridad en la palabra que lo impide, algo en ella despierta de inmediato la idea de “darse un morrazo”. Naturalmente, el verbo “escotorromoñarse” es un término inventado inexistente en castellano.

Sin embargo, quizás no siempre lo pensemos o nunca hayamos reparado en ello, pero todo el lenguaje que hoy existe, todas y cada una de las palabras y términos que componen una lengua en su aparentemente inagotable riqueza, han sido inventadas alguna vez: en algún momento alguien ideó por vez primera todos los vocablos, todas las declinaciones, toda la estructura del idioma, y cada inventor del lenguaje iba variando lo inventado por sus antecesores y añadiendo a su vez cosas nuevas de su propia cosecha, muchísimo antes de que llegaran los gramáticos y filólogos para diseccionarla con el afán del entomólogo: pensemos que la justificación de la ortografía constituye la tautología por excelencia (“equis palabra se escribe así, o tal cosa se llama asá, simplemente porque se escribe así o se llama asá”; como mucho podremos buscar razones etimológicas para explicarlo, pero antes o después acabaremos topando con el mismo callejón sin salida: en latín o griego se escribía así, simplemente porque se escribía así.

Así que, en definitiva, sin perder de vista que el objetivo último de cualquier idioma es siempre la comunicación, es decir, la unión (y nunca servir de obstáculo o elemento distanciador), tampoco debemos renunciar a imprimir nuestra propia huella y emplear su plasticidad para mantenerlo vivo y evolucionando, como siempre lo ha estado y siempre lo ha hecho. No hay que tenerle miedo a inventar palabras, a alterar las que existen, a darles nuevo contenido, a rehabilitar aquellas caídas en desgracia (la ola de lo “políticamente correcto” ha sido una peste para el lenguaje, al basarse en la absurda idea de que las palabras tienen un contenido intrínsecamente malicioso: las palabras no tienen voluntad (aunque es muy probable que tengan alma), las palabras no son malas: las personas son malas, las personas emplean el lenguaje con malicia, para zaherir o molestar). Después de todo, como muy bien afirmaba Camilo José Cela, “el castellano cada no lo habla como quiere, que para eso es de todos”.