miércoles, 15 de julio de 2015

Nueve mujeres y un solo destino (IV) - LIBRO DEL MES

Título: ¡Abajo las armas!       Autora: Bertha von Suttner
Editorial: Cátedra       Año: 2014       Págs: 544
Valoración: ♥♥♥♥

¡Guerra, pues tan sólo a la guerra!
Paz, para que el pensamiento
domine el globo, y vaya luego
cual bíblico carro de fuego
de firmamento en firmamento.
¡Paz para los creadores,
descubridores, inventores,
rebuscadores de verdad;
paz a los poetas de Dios,
paz a los activos y a los
hombres de buena voluntad!”
Rubén Darío, “Canto a la Argentina”


Algún lector pensará, no sin razón, que en esta cuarta parte de la serie me he desviado extrañamente del concepto que la guiaba hasta ahora. Y es verdad que ¡Abajo las armas!, de Bertha von Suttner, no es un texto antiesclavista ni antiracista. Pero su carácter pionero en el ámbito de la literatura antibelicista (otro tipo de abolicionismo igual de noble y necesario), así como el hecho de que esté escrito desde una perspectiva femenina, nos permite entroncarlo con el sentido general de la serie: la mirada femenina cobra importancia central en el debate tratado, y, como ya vimos con ocasión de los dos textos anteriores, en EEUU el abolicionismo acabaría siendo un elemento esencial dentro de la guerra civil, por lo que me parece justificada la presencia en esta entrega de este libro que Tolstói llegó a comparar con La cabaña del tío Tom por su alcance.
Como todas nuestras otras nueve heroínas, Bertha von Suttner tuvo una vida intensa y poco convencional. Aparte de ser una reconocida autora austríaca, fue, además, impulsora directa de los premios Nobel, con uno de los cuales fue distinguida en 1905, pero no en su faceta de escritora, articulista y ensayista, sino como promotora del movimiento pacifista: se le entregaría el Premio Nobel de la Paz en dicho año.
Escrita en 1889, ¡Abajo las armas! encuentra ya a Suttner como una autora consolidada y de éxito. La obra está repleta de elementos autobiográficos y adopta la forma de unas memorias escritas por la condesa Martha Althaus. Aparte del tema radicalmente novedoso —si aun a día de hoy la guerra existe, imaginemos el impacto que el pacifismo podía tener hace 126 años, cuando ni siquiera se había desarrollado el siglo más mortífero, en términos bélicos, de nuestra Historia—, destaca en esta obra la estructura innovadora, pues al texto narrativo, que sigue un orden cronológico lineal, se añaden extractos de documentación histórica, fragmentos periodísticos, apuntes de supuestos diarios, etc., que contribuyen a darle sensación de realismo.
Precisamente en este movimiento, el realismo, es donde se inscribe esta novela —la autora cita expresamente a Flaubert o Zola como lecturas de la condesa Althaus, de hecho—. Y, además de realista, se puede describir perfectamente como una novela política y de tesis, casi panfletaria, pues hay que reconocer que el diseño de los personajes que no suscriben el pensamiento de la protagonista apenas gozan de desarrollo, y mucho menos de estudio psicológico: a ello sirve bien el que Martha sea, además, la narradora en primera persona, hecho que determina que lo observemos todo a través de sus ojos, de modo que el texto adolece de cierto lastre autológico. Lo que sí hace es un cierto esfuerzo por ponerse en el lugar del otro para analizar su dolor y comprenderlo a nivel humano.
Aunque no faltan en ella algunos arrastres tardoromanticones, sorprende la ausencia, evidentemente meditada, de explicaciones mágicas. Si hacemos memoria, en La cabaña del tío Tom, p.e., había un personaje, la pequeña Eva, representada a efectos simbólicos como una suerte de virgen María en miniatura. Pues bien; ese tipo de procedimiento va a ser completamente ajeno a la labor de Suttner, que se esforzará explícita y repetidamente por desligar la voluntad divina del actuar humano en general y, muy en particular, de los eventos bélicos o relacionados. Las citas de Buckle o Darwin determinan, a mayores, una óptica científica y racionalista que guía la composición de la obra.
¡Dios! ¡Dios! ¡Qué manía! ¡Buscáis en la voluntad de Dios una égida para disfrazar todas las violencias, todas las insensateces, todas las ferocidades de los hombres!”
Suttner parece estar bien informada sobre la novedades científicas. Las declaraciones digamos antimetafísicas son moneda corriente en esta obra y, de hecho, el humanitarismo de Suttner se presenta como el resultado de la reflexión, del esfuerzo racional.
-Sufría horriblemente, Martha; sufría hasta el extremo de llorar, pero menos de lo que había supuesto, sin duda porque la vista de tantos seres desgraciados, lejos de sobreexcitar la compasión, la embota. De todas suertes, ya que es imposible elevarse sobre cierto grado de conmiseración, se puede, por lo menos, aquilatar la enorme suma de sufrimientos que uno tiene ante sus ojos.
-Tú podrías elevarte sobre el grado de conmiseración al que te refieres, lo podrían también otros; pero la inmensa mayoría de los hombres no razonan, no reflexionan.
-No piensan, no, y ahí tienes la causa de nuestros males. La mayor parte de la humanidad no piensa”
Se llega incluso a la formulación de pensamientos muy poco religiosos y sin ninguna resignación:
Que me dio miedo la muerte es evidente: me habría costado violento trabajo resignarme a perder una vida que tan querida me era. No podía sufrir la idea de separarme de Friedrich y este pensamiento me era más doloroso todavía cuando pensaba en el dolor que le embargaría a él si me perdía”.
Es decir, la presentación y ensalzamiento de una perspectiva absolutamente mundana de la existencia, materialista, y transida de un cierto elitismo cultural. De hecho, suscribe la figura del guía moral elegido, que conducirá a la expansión de los buenos sentimientos. Uno de los elementos más sobresalientes del libro es su enjuiciamiento de la predestinación: el más allá parece darse por sentado, pero sin relación operatoria con el más acá. No se plantea a Dios como un resolutor de problemas.
Sin embargo, la pertenencia a la nobleza opulenta —lo que describe Suttner está algo por encima del círculo social al que la autora pertenecía ella misma— permite graduar qué clase de humanitarismo es el que la protagonista maneja, siendo este claramente de corte intelectual, y no derivado del contacto con la miseria o la marginación, como sí sucede en otros grandes títulos de la época (pensemos en las obras de Dickens o Hugo, p. e.). De ahí el intenso impacto que su descubrimiento va a tener sobre Martha.
Cronológicamente, el grueso de la obra se desarrolla esencialmente en la década de 1860, aunque abarca de 1859 a 1889. En ese tiempo, durante algo mas de diez años, Austria se vería envuelta en una serie de guerras que, si bien pequeñas en escala, no por ello resultaban menos letales para los implicados. A estas seguiría, ya en la década siguiente, la guerra franco-prusiana. Pero en los tiempos antiguos, la mortandad bélica no era el único problema que las conflagraciones planteaban, sino que estas solían venir acompañadas de otros como la peste y las hambrunas. Es sorprendente comprobar la variedad de derivaciones que Suttner llega a contemplar, pues el sentido de ¡Abajo las armas! no se agota sólo en una crítica a la guerra en sí, sino que se extiende a cuestiones verdaderamente visionarias como la falsa concepción heroica de la misma, la torpeza política y diplomática que la provoca, la falta de estructuras médico-sanitarias para la atención de los heridos —no existía aún la Convención de Ginebra, y la Cruz Roja, recién fundada, era vista con notable reticencia—, la manipulación social por parte de los medios en contra del “enemigo”, la mentira de Estado, la necesidad de creación de un orden internacional de arbitraje que dirima las disputas entre países, el nuevo papel de la mujer, la defensa de un animalismo avant la lettre, cifrado en un trato humanitario y justo extensivo a los animales... Llega incluso a reflexionar, en una conversación entre dos personajes, sobre la eutanasia para los soldados, aunque en ese punto no va tan lejos como para aprobarla, si bien la narradora, significativamente, guarda silencio al respecto.
(...) la presión de la opinión pública, que es la opinión que fabrican, dirigen y exaltan los charlatanes, los vocingleros, los amigos de dar consejos, y, sobre todo, la prensa periódica: la presión de una opinión pública artificial es tan enorme, que un hombre solo, por alto que sea el trono que ocupe, no es bastante para resistirla”.
A diferencia de las obras de Avellaneda, Beecher Stowe y Wilson, Suttner no necesitaba humanizar a sus personajes —que, como vimos, era una técnica recurrente en las tres novelas anteriores—, puesto que, al ser blancos, su humanidad se da por sentada. No obstante, lo que la austríaca propone en su obra es aplicar esa mirada humanitaria a nivel general, a todos los seres humanos. Además, esto le deja espacio libre para adentrarse en algo que sus antecesoras habían evitado con puntilloso cuidado: caer en lo escabroso. En ¡Abajo las armas!, fundamentalmente en el último tercio, vamos a presenciar escenas decididamente sangrientas en las que no falta la truculencia de la sangre, las vísceras o los olores. Lo que, sin duda, persigue provocar una reacción visceral en el lector. De hecho, la obra incluye un suicidio, evento que si bien era tan corriente en la literatura romántica y realista que casi podemos considerarlo un tópico, seguía sin ser bien visto ni social ni moralmente. Sobre dicho evento, Suttner guarda silencio absoluto y rehúsa hacer cualquier valoración, más allá de sumarlo como una más de las desgracias de la guerra, lo que una vez más apunta al talante antimetafísico del texto.
Se abre el volumen con las reflexiones de la Martha madura sobre su ser adolescente, que todavía no había desarrollado una perspectiva crítica acerca del mundo: una joven que empieza siendo una forofa del temperamento bélico, por tradición familiar e influencia educativa más que nada, con una visión de la guerra casi como algo ajeno al hombre. Enseguida, sin embargo, va a empezar a nacer en ella el germen de lo que acabará cristalizando en un humanitarismo irrenunciable. La primera noción en caer es la de patriotismo, que se presenta difusa y discutida: la protagonista-narradora se interrogará sobre cuál es la utilidad para la patria de la muerte de sus ciudadanos, y si, de hecho, se trata de una demanda lícita; se preguntará por la necesidad de la guerra, por su justicia en tanto que tal. ¿Qué ultimátum estaría uno dispuesto a aceptar para su país, con tal de preservar la paz? A partir de ahí, lo que se plantea la autora es la Justicia, entendida como criterio universal, válido para la medición de todo ámbito.
También contrapone Suttner la visión masculina del conflicto —mediatizada por su papel activo en el mismo— y la femenina —que ha de soportarlo como algo fatídico—. Desarrollará y contrapondrá la noción “estándar” de la guerra, como algo heroico, loable, honorable, promotor del progreso, etc.; contra la noción de la guerra como perpetuadora de la guerra —la escalada armamentística del siglo XX da buena cuenta de lo sagaz y pertinente de la observación de Suttner—. Incluso va a emplear recurrentemente la expresión “teatro de la guerra” para referirse al campo de batalla, remitiendo así a la noción de los hombres como marionetas que carecen de poder de elección.
Así como la educación inflama a Martha de proclamas heroicas, será igualmente la educación la que la conduzca en la dirección contraria. No en vano, es en una librería donde encuentra por primera vez opiniones autorizadas en contra de la guerra, contraponiéndose así cultura vs. barbarie: para Suttner, la única explicación a la persistencia de la guerra, es la falta de racionalidad del ser humano, de la cual sólo la instrucción y la cultura pueden sacarle.
Respecto a la protagonista-narradora, la autora presenta a una mujer perteneciente a la nobleza que aparentemente responde en conjunto al estereotipo tradicional (frágil, cobarde, llorona...). Surge incluso la duda de si lo que está describiendo Suttner es una mujer aquejada de bipolaridad, a juzgar en conjunto por los periodos de euforia y postración y el actuar impulsivo en algún momento. En Martha, hacia las páginas finales del libro, se vuelve a enunciar una idea que ya habíamos encontrado en Beecher Stowe: la protagonista afronta su dolor personal con intención de que, al menos, pueda surgir algo bueno de él.
Creo que se trata de una estrategia deliberada de Suttner para hacerla menos repelente al lector. Ya vimos procedimientos similares en alguna de las obras anteriores. Sin embargo, lo cierto es que Martha subvierte varios de los parámetros del arquetipo femenino tradicional: es una mujer instruida, culta, con opiniones propias e insobornables. De hecho, es la única que contraría al padre, y en la manifestación de sus ideales llega a acusar en algún momento cierta pertinacia obsesiva e inhumana que nos hace sospechar que el personaje, en ese punto, se ha convertido en marioneta de Suttner, que habla a su través.
En cambio, la protagonista sí se amolda perfectamente a la tradición en el aspecto romántico. Podemos incluso observar cierto sexismo implícito en la codependiente relación marital de Martha y Friedrich, rasgo que está ausente en el resto de la actuación de la condesa Althaus. De hecho, el elemento que más me llama la atención en ese ámbito es que la protagonista da prolijas explicaciones acerca de sus intensos sentimientos por su marido; sin embargo, apenas habla de sus hijos, y siempre que lo hace, es mediante alusiones que suenan acartonadas.
Precisamente es la de la relación marital una cuestión interesante. Y, en concreto, el carácter de Friedrich, que es presentado de una forma un tanto ambivalente, puesto que Suttner navega entre dos aguas para su composición: la autora debía evitar el presentar a un personaje excesivamente almibarado, pues su antibelicismo podía fácilmente ser percibido como falta de hombría por muchos lectores. En consecuencia, hace de él un militar. Pero, al mismo tiempo, procede a dotarle de ciertos rasgos, como la compasión, p. e., que nos recuerdan a la técnica feminizadora de Beecher Stowe. Como resultado, Friedrich se presenta como un personaje que sufre un envaramiento permanente.
Como apunte a mayores sobre la cuestión conyugal, dentro de la nómina de elementos rompedores de este libro se incluye una infidelidad que, una vez más, se diluye en el silencio de la autora, que, en términos generales, excluye las valoraciones morales de todo lo que no sean asuntos bélicos. De esta manera, Suttner sigue afirmando el carácter independiente de su propuesta, mostrando una vida de las mujeres bastante ajena a los arquetipos estereotipados corrientes en las producciones de la época.
El sexismo también es perceptible en la diferente relación del conde Althaus con sus tres hijas, por un lado, y su hijo, por otro. En particular, emplea en múltiples ocasiones aquello de “las mujeres no entendéis de esto” —en sus múltiples y variopintas formulaciones que no ocultan la cazurrez común—, y será sólo el daño recibido por su hijo varón el que haga variar las opiniones que durante todo el texto ha manifestado.
Por último, cabe mencionar la momentánea “traición ideológica” que se opera en cierto punto del texto, cuando el rey está inspeccionando el campo de batalla en el aniversario, y la narradora se pregunta cuáles pueden ser sus pensamientos: en ese momento, Martha da un bandazo restaurador del orden establecido, puesto que ¡Abajo las armas! podría muy bien leerse como una diatriba a favor de la desobediencia civil, y el elitismo de su concepción vuelve a ponerse de manifiesto cuando por boca del monarca —y no olvidemos que su monólogo interior está siendo imaginado por la protagonista— culpa al pueblo de haberle forzado a esa decisión desventurada.
 

martes, 7 de julio de 2015

COSAS DE ESCRITOR (V) - Algo más sobre la realidad y la ficción


Existe un proverbio que dice que “nadie escarmienta en cabeza ajena”. Lo cierto es que es mentira, una patraña. O más bien, la afirmación está coja, le falta algo. Aseverar una cosa semejante vale tanto como decir que, simplemente porque nunca me he roto un hueso o recibido un balazo, no puedo saber si quiero romperme una pierna o que me disparen. Pero, de hecho, eso supone negar una de las capacidades más básicas del ser humano, a saber, el pensamiento abstracto; la capacidad de extraer conocimientos con validez práctica de razonamientos ficticios o hipotéticos. Así que la enunciación más correcta sería algo como “sólo los necios no escarmientan en cabeza ajena”.



Este pensamiento se me ocurrió considerando la antigua confrontación entre realidad y ficción, que es uno de los temas narrativos que más me interesan. Desde hace mucho —no diré que desde siempre, porque la línea divisoria era (y es) mucho menos clara en sociedades donde el pensamiento mágico se practicaba de manera común—, incluso ocasionalmente entre los escritores, se ha tendido a excluir la ficción como parte integrante de lo que existe. Pero la verdad es que la ficción es real, forma parte de la realidad, simplemente porque procede de la actuación operatoria de los seres humanos. Ya he afirmado en otras ocasiones que o todo es realidad, o bien nada es real. Lo real, para existir, necesita inexcusablemente de un ente con, por un lado, capacidad cognoscitiva, y, por otro, conciencia de su propia actividad cognoscitiva. Naturalmente, sabemos que lo que existe seguiría estando ahí si —a falta de noticias de otras especies con capacidades intelectivas similares a las humanas— el Hombre no existiese, o si dejase de existir. La cuestión, es que ello carecería de relevancia: los planetas, no saben que son planetas, ni que están, ni que siguen una serie de leyes universales. Se necesita la concurrencia de una inteligencia consciente de su propio actuar para determinar que la piedra es, y en tanto que piedra, es distinta del agua, y que bajo las condiciones atmosféricas terrestres se presenta en un estado —el sólido— distinto del líquido, en el cual se presenta el agua bajo las mismas condiciones. Y así sucesivamente.



De esta manera, podemos llegar a deducir que los frutos del intelecto humano, estén o no extraídos de la constatación de los eventos prácticos, tienen existencia propia, son reales, tienen validez operatoria. Negarlo sería tanto como afirmar que la gravedad newtoniana es un cuento sólo porque Newton no fuera capaz de hacer que los objetos orbitasen a su alrededor. Pensemos en especies extintas; un tiranosaurio no tiene, a día de hoy, una existencia objetiva más real que una quimera o una esfinge. Un diplodocus no es menos ficticio que un dragón sólo porque se haya, digámoslo así, “manifestado” en una concreta esfera de la realidad —la objetiva, es decir, la de los objetos—. Creerlo de otra manera equivaldría a negar la posibilidad de conocer —¡y aun de ser!— todo cuanto no podamos experimentar directamente; conduciría a negar que China existe sólo porque nunca he estado en China. El famoso chiste aquel de “sé que existe un millón de pesetas, aunque nunca he visto ninguno”.



Aplicado a la ficción —cuyo estatuto de realidad espero haber sentado, aun a pesar de lo magro del razonamiento y lo sucinto de las líneas anteriores—, todo lo anterior cristalizaría en el siguiente corolario: los personajes ficticios son también reales —“ficticio”, así, se contrapondría a “objetivo” o “físico”, no a real—; los eventos narrativos de la ficción son también reales —se distinguirían estos de los eventos “históricos”, pero no de los reales—. Y, por tanto, de las circunstancias vividas —en el sentido más literal del término1— por aquellos, de sus reflexiones y decisiones, se pueden extraer enseñanzas y conocimientos aplicables en la realidad operatoria. Es decir, que no hay oposición entre ficción y experiencia: lo leído en un libro de ficción, siendo tan real como la realidad “física”, pasa a engrosar el caudal de experiencia del lector, y, por tanto, tiene tanta validez y aplicabilidad como lo vivido en la realidad objetiva. De ahí que nunca haya creído completamente a quienes afirman leer exclusivamente por mera evasión: desde este punto de vista, es imposible huir de la realidad, y la ficción se constituye como una forma válida de interrogarse hipotéticamente sobre situaciones reales y aprender sobre nosotros mismos, cuestionarnos nuestra propia actuación.

1De acuerdo al DRAE, el adjetivo “vivido” significa: “Que, en las obras literarias, parece producto de la inmediata experiencia del autor.”