domingo, 16 de agosto de 2020

Alberto Vázquez-Figueroa, "El perro" - LIBRO DEL MES

 

El perro: Amazon.es: Vazquez-Figueroa, Alberto: Libros

Título: El perro    Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Año de publicación original: 1975    Editorial: Plaza&Janés (1986)

Valoración: 5/5


No —se dijo—. Ese perro no es mi conciencia… Es únicamente mi miedo… Quizá también mi fatiga; mi hastío de la vida; ese monstruo que un día, pasados los cuarenta, se aparece a los hombres y es una extraña mezcla de la vejez que llega amenazando; la juventud que regresa deformada; el terror a la impotencia y la incapacidad de aceptar la realidad de que ya estamos más cerca del fin que del principio…”.

Alberto Vázquez-Figueroa, El perro—



No es que haya leído mucho a Alberto Vázquez-Figueroa. De hecho, que ahora recuerde, leí su Viracocha, que me mantuvo enganchado a la lectura por los peregrinajes peruanos de Alonso de Molina, si bien guardo un recuerdo vago aunque grato, y tengo la idea de haber leído algún otro de sus títulos de principios de los 2000 —pero quién sabe si esto no es más que una reconstrucción de la memoria—. De ser así, título y trama se han hundido en el cieno del recuerdo, sin perspectivas de que la draga de la voluntad baste a traerlos de nuevo a flote.

No obstante, desde hace tiempo —años, realmente, pero el calendario es una cosa tan elástica y veloz— quería adentrarme en esta novela corta suya, de la que mi madre me había hablado bien. Parecía una lectura idónea, por extensión y tema, para un corto periodo vacacional de apenas unos días. Y la verdad es que no me ha defraudado.

Publicada originalmente bajo el título Como un perro rabioso en 1975, se reedita en 1989 con su título definitivo, El perroelección mucho más sutil, en mi opinión, y es de suponer que también en la del autor—. Es difícil, en el caso de escritores tan prolíficos como Vázquez-Figueroa, saber en qué punto se debe trazar la línea entre la obra iniciática y la madura. Lo cierto es que, tan intrépido en esto como en todo lo demás —aparte de escritor superventas, nuestro autor ha sido también reportero de guerra, inventor, viajero empedernido y submarinista, habiendo incluso participado en algún rescate notable—, Vázquez-Figueroa había publicado su primera novela en 1953, escrita a los catorce y publicada a los diecisiete, y tiene cuarenta cuando publica El perro, que supone su duodécima obra. Todavía faltan unos pocos años para sus sagas más celebres —Tuareg, Cienfuegos, Océano...— pero sin embargo ya han visto la luz algunas de sus obras más apreciadas: Manaos, Ébano o la autobiográfica Anaconda, todas aparecidas el mismo año que El perro, si bien de mucha mayor envergadura. Por tanto, es completamente justo calificar esta obra de novela corta y, posiblemente, de obra “menor” dentro de la producción de que la firma.

Su breve extensión, no obstante —unas ciento treinta páginas, apenas poco más que un relato hipermusculado—, no debe confundirse con falta de intención o aliento, sino que se debe a la concreción del tratamiento del material narrativo. Así, en El perro, nos trasladamos de entrada a una penitenciaria de un innominado país de Centroamérica donde un represaliado político sufre trabajos forzados bajo la feroz vigilancia de un guardián y su perro. El animal recibirá el encargo de matar al preso, y a partir de ahí se iniciará una persecución despiadada.

Bien, hasta aquí una peripecia que podría ser la de cualquier peli de acción de sobremesa de un sábado. Sin embargo, Vázquez-Figueroa va más allá, y transforma su historia casi en una alegoría política o incluso sobre la propia naturaleza encarnizada de la vida. Para empezar, la correría se desarrolla bajo la moribunda si bien aún mortífera dictadura de un tal Abigail Anaya, donde no cuesta esfuerzo reconocer, si atendemos al periodo de escritura y publicación y a los rasgos que del sistema se nos dan, un trasunto del régimen franquista.

Todo cuanto se refería a Abigail Anaya era como una vieja reliquia de otros tiempos; absurdo régimen fosilizado, perdido en la noche de la Segunda Guerra Mundial. Durante quince años ejerció la política del espadón y el decreto indiscutible (…) y luego (…) optó por teñir de legalidad el oro de su corona; dictó una Constitución, implantó un Congreso de opereta y se proclamó Presidente reelegible indefinidamente mientras el cielo le concediera vida y salud, y el pueblo no votara abiertamente en su contra. (…) allí seguía Abigail Anaya, trepado en su pedestal y aferrado a sistemas económicos, políticos y policiales de los tiempos de Hitler”.

Así, el perro, animal de aptitudes magníficas, se engrandece hasta alcanzar la estatura de figura mitológica —imposible no pensar en las Erinias—, representando de un lado el resultado de un orden político-social acrítico a fuerza de décadas de sometimiento —la tan manida banalidad del mal de Hannah Arendt—, pero de otro también la persecución implacable de las consecuencias de nuestras decisiones vitales. De esta manera, no es extraño que acabe dándose una identificación entre ambos protagonistas, Perro y Hombre, basada en la compresión profunda de las motivaciones y virtudes del otro, con los sentimientos encontrados que no pocas veces nos inspiran nuestros enemigos: el temor enfrentado a la admiración. Esta despersonalización de los los personajes —solo del humano llegamos a saber el nombre—, contribuye a darle una dimesión alegórica al relato, que avanza de forma trepidante hacia su desenlace, pero también sirve para transitar ente la psique de ambos, identificándolos y por momentos llegando a confundir al lector.

Así pues, el perro se convierte en un símbolo que explica los mecanismos por los cuales un orden perverso y represor consigue perpetuarse en el tiempo, el condicionamiento para la obediencia, aquel famoso y trillado “el mal triunfa cuando las personas buenas no hacen nada” —parafraseado sobre poco más o menos, ustedes disculpen—, y la persecución cobra una doble dimensión política y ontológica.

Sus sueños chocaban siempre con la realidad de que no es posible un Gobierno —cualquier Gobierno— sin algún tipo de represión, y eso le desconcertaba.

Si encarcelamos a los partidarios de Anaya, estamos concediendo el derecho a que los partidarios de Anaya nos encarcelen a nosotros en justa reciprocidad… Y si no lo hacemos, estamos dándoles la oportunidad de atentar de nuevo contra la libertad de todos…”.

El texto de El perro trasciende así su mera apariencia de peripecia aventurera para adentrarse en la reflexión política de calado con la constatación de que el Derecho es siempre la expresión del poder, y el ejercicio del Poder entraña siempre un grado de coerción en defensa de la pretendida justicia de un orden. Lo cual nos sitúa entonces frente a la pregunta: ¿cómo se mide la Justicia de un orden? El viejo Pareto nos diría aquello tan utilitarista de “es más justo el orden que aumenta el bienestar del mayor número posible sin disminuir el de ninguno” —vuelvo a citar de memoria, ya se hacen cargo—, pero largo y de fino hilado sería el debate de lo que se debe entender por bienestar.

Desde el punto de vista humano, esta favoletta nos habla sobre las ilusiones perdidas y hasta qué punto es exigible el sacrificio de alguien. Dicho de otra manera, nos sitúa frente a la comprensión humana del desánimo ante la pérdida de unos ideales por los que se puede luchar durante un tiempo pero quizás no eternamente sin obtener recompensa, sobre el peso del sistema para doblegar el carácter y la necesidad —o de la posibilidad, más bien— de recuperar la vida más allá de la política.

“—Fue una estúpida presunción por mi parte, estoy de acuerdo —decía en ese instante—. Pero uno siempre cree que puede evitar los errores que otros cometieron… ¡Mentira! No somos más listos que los demás, te lo aseguro… Ni yo, ni nadie”.

Finalmente, el estilo no está especialmente trabajado, con algunas repeticiones léxicas un tanto descuidadas y un gusto algo naftalinoso en más de un punto, con algunas consideraciones de “moralidad” y sobre los roles de género chocantes hoy día —aspectos ambos comprensibles si se considera la fecha de la obra y su público potencial—.


 Alberto Vázquez-Figueroa | Planeta de Libros