martes, 2 de julio de 2013

¿Qué es el arte?

 Vista del pabellón de España, con la montaña de escombros en el centro.
 
  
Es discutible, pero creo que buena parte del desapego que las obras artísticas generan hoy en día se debe exclusivamente a la actitud de los artistas. No pretendo adentrarme ahora en una disquisición etimológica o filosófica sobre la extensión, significado y contenido del concepto “arte”, sino, simplemente, poner en tela de juicio si, de forma intuitiva, ciertas “obras” pueden o no ser consideradas como artísticas: las obras maestras han llegado a serlo por una buena razón: porque, como decía Virginia Woolf, “son el resultado de muchos años de pensamiento común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia de la masa”. Es decir, son arte porque el conjunto de los seres humanos las acepta como propias, entiende que dicen algo sobre sí mismos y sobre las cuestiones que les acucian.
Pues bien; desde el 1 de junio pasado, y hasta el 24 de noviembre próximo, representando a España en la Bienal de Venecia, pabellón nº 55, estará la obra que arriba podéis contemplar (no, no agucéis la vista en busca de algún detalle pasado por alto, es lo que veis, es lo que parece: seis toneladas de escombro, que, según su autora, la zaragozana Lara Almarcegui, formada en Holanda, representan los que generaría la demolición del mentado pabellón).
 
 
  
Y aquí es donde empiezan a surgir, al menos para mí, las dudas y las preguntas. En primer lugar y ante todo: ¿quién y con qué criterio decide qué se envía a este tipo de eventos? Porque, lógicamente, plantar esto allende los mares ha costado un dinero, que no han puesto, en su mayor parte, entidades privadas, no señor: de los 455.000 € que ha costado la “obra”, 415.000 los ha puesto la Administación (300.000 la Agencia Española de Cooperación Internacional, dependiente de Exteriores; 100.000 la sociedad pública Acción Cultural Española; 15.000 el Gobierno de Aragón), y solo 40.000 proceden de diversas entidades privadas. Aunque hay que reconocer que el presupuesto se ha contraído notablemente (un 50 %) desde nuestra última participación, ¡cosas de la crisis!, con Lo inadecuado, de Dora García, una performance que englobaba rutinas diversas en cada una de las jornadas que pasó montada, p. e., la primera basada en la “narrativa instantánea”, en la que “un observador en un espacio de la exposición escribe en una computadora portátil todo lo que él / ella ve y oye, sobre todo el aspecto y comportamiento de los visitantes de esa exposición. Este texto se proyecta en una pantalla en algún lugar en la sala de exposición, sin evidente conexión con el escritor. Cuando el público es confrontado con el texto proyectada, se da cuenta de que alguien ha estado / está mirándoles, y se ven a sí mismos a través de los ojos de la otra persona, lo que resulta a veces cómico y, a menudo, desagradable para el lector. A partir de ese momento, el visitante sabe que su comportamiento influirá en el texto, y se genera una compleja retroalimentación. La duración de la exposición (la ejecución se realiza durante el horario de apertura del Pabellón Español en los Jardines de Venecia, a partir del 1 de junio al 27 Noviembre) produce un texto potencialmente infinito”. Al menos esta idea, basada en un experimento de Paul Auster, era sugerente (amén de divertida), aunque el coste (800.000 €), así a bocajarro, parezca desproporcionado.
 
 
Esto nos conduciría, por otra parte, a cuestionarnos cuál es el precio de arte, cuánto cuesta, p. e., un cuadro, o una sinfonía, o una novela, o un drama, o un poema, o una película, de los grandes maestros. Aunque cabría argüir que, como poco, antes de aventurarnos a fijar un precio de lo que a todas luces es imposible de valorar objetivamente, tendríamos que asegurarnos de que lo que estamos valorando es de verdad arte. Y, así, ¿cuándo es arte una obra? ¿Qué requisitos debe cumplir? Personalmente, creo que lo fundamental, como dije, es que hable a los espectadores de sí mismos, que les muestre algo de la Humanidad que no pueden ver por sí solos. En consecuencia, la obra de arte, para serlo, debe tener un cierto componente de originalidad, de irrepetibilidad, pero también de comunicación, de entendimiento con el destinatario: es obvio que, a pesar de su importancia crucial, los artistas son los únicos “profesionales” que no requieren de capacitación alguna (precisamente porque su consideración como tales surge de forma súbita y espontánea de la masa, como sucedía antiguamente con los chamanes o los oráculos); la obra artística nace del artista, de su voz particular, personal, peculiar: sin embargo, estoy bastante persuadido de que, pongo por caso, Velázquez habría sido perfectamente capaz de poner una escombrera en cualquier parte, si bien no todo el mundo podría pintar Las Meninas. Es más, ¿por qué la escombrera de Lara Almarcegui es arte y no la de “Demoliciones Paco. S.A.”?
 
 
¿Por qué no esta escombrera, de tal impacto que ha llegado a modificar el paisaje?
 



¿O este vertedero, que tanto nos dice sobre el consumismo?
 

Sencillamente, creo, por la voluntad de la artista de que su obra sea considerada arte. Y aquí entramos en el pantanoso terreno de que a menudo tengo la impresión, en estas producciones actuales, de que la explicación, el sustrato filosófico, precede a la creación misma de la obra; es decir: hoy día, muchas veces parece que el artista primero ha armado en su cabeza un concepto y después ha pergeñado su escenificación, con independencia de lo estrafalaria o incomprensible que resulte.

Creo que muchos supuestos artistas se han perdido en el deseo posmoderno de sorprender, de reaccionar frente a lo tradicional. Sin embargo, lo tradicional ha llegado a ser tradicional por una buena razón: porque nos habla ahora lo mismo que hablaba a quienes lo vieron nacer hace cien, doscientos, trescientos años. Dentro de mil años, las pirámides seguirán embelesando a millones de personas en todo el mundo; pero dentro de cincuenta nadie recordará la escombrera de Almarcegui. Dentro de medio siglo, la gente seguirá fascinándose con el aire de los cuadros de Velázquez, pero a todo el mundo le darán igual los bichos en formol de Damien Hirst. Ahora, a la perenne acusación de elitismo y falta de conexión con el mundo real (no me meteré ya en los pingües beneficios que genera la especulación) ha sucedido el mero deseo de epatar (como alguien que te chilla en una lengua que desconoces: puede causarte miedo, pero no comprenderás qué está pasando), que ha roto la comunicación entre público y artista, fuera de la cual lo único que queda es la banalidad de lo transitorio.

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