martes, 16 de julio de 2013

Un Chopin muy personal: Davidovich y Bolet

 
 
Decir algo novedoso o personal en un repertorio donde la competencia es feroz y que, como las Baladas chopinianas, constituye un básico para todo pianista, es difícil, considerando que hay una enorme (sobre)abundancia de registros; siendo lo más fácil caer en la aproximación caprichosa y extravagante que en la justificada en la partitura o en una verdadera comprensión de las piezas (por no meternos ya en las cenagosas aguas de las interpretaciones que se saltan notas a placer y otras lindezas por el estilo). Y otro tanto cabe decir de las cuatro Improvisaciones, que, por su extensión (20 mins. + / -) suelen incluirse como acompañamiento, total o parcialmente, en numerosas selecciones del polaco.

Conozco unas cuantas versiones de las Baladas (Cortot, Moiseiwitch, Barere, Kitain, Vasary, Zimmerman, Bolet, Pollack, ...) y también bastantes de las Improvisaciones (Bunin, algunos de los citados, ...); por contraste a estas, puedo decir que las aproximaciones de Bella Davidovich consiguen mantener el tipo y aun sobresalir por encima de algunas, siendo, simultáneamente, bastante personales: aunque es difícil aplicar unos mismos criterios a piezas tan distintas entre sí (al fin y al cabo, a pesar de que suelen ir agrupadas por razones discográficas y organizativas, no fueron compuestas como un todo), la pianista rusa hace unas lecturas poéticas llenas de dulzura, meditativas, de tempos reposados que permiten florecer a los intrincados recovecos de estas obras; sin embargo, este acercamiento resulta más apropiado para la 3 ª y 4 ª baladas, más tranquilas, puesto que el dramatismo de la 1 ª (en la que las versiones de Vasary o Zimmerman me parecen referenciales) queda un poco diluido (dura diez minutos, donde suelen emplearse siete u ocho), y algo borrosas las líneas de la 2 ª. Los mismos o similares criterios aplica a las Improvisaciones (fantásticas la 2 ª y la Improvisación-Fantasía), con gran claridad de articulación, aunque se esfuma un tanto el carácter juguetón de la 3 ª.

El invierno de 1838 - 1839 fue malo en Mallorca. Allí llegó Chopin con George Sand y los hijos de esta, en busca de un rincón exótico (Valldemosa, en la Sierra de Tramontana) donde poder prolongar las amenas estancias estivales en Nohant (que tan bien sentaban al compositor y tan productivas le resultaban), alejándose del lluvioso clima parisino. El viaje fue un desastre desde el principio: la lluvia y el mal tiempo parecieron viajar con ellos; la salud de Chopin se reveló más delicada de lo que parecía, pues el difícil acceso al pueblo se vio entorpecido por las continuas paradas que debían hacer a causa de las hemorragias que el traqueteo del carruaje le provocaban; tardaron en traerle su piano desde Francia (aunque pudo disponer de uno prestado); privado de las distracciones mundanas de la temporada en la ciudad, el compositor se sumió en un mal estado de ánimo, e incluso experimentó ataques de fiebre adornados con delirantes pesadillas en las que se veía a sí mismo muerto en el fondo de un lago y otras delicias por el estilo.

Una de las obras con las que llegó bajo el brazo, que constituyen una crónica musical de las experiencias de aquel invierno lamentable, fueron los "Preludios", que había comenzado unos años antes. Esta imitación-homenaje a Bach (aunque se estructuren por quintas y no por grados cromáticos) constituye la parte más críptica de la obra de Chopin (las críticas arreciaron contra él por esta producción), estando rebosantes de armonías raras, variaciones tonales, bruscos cambios de humor, disonancias intempestivas ... todo lo cual suele provocar una reacción inmediata en el oyente. Se trata de piezas breves o muy breves concebidas como un conjunto y para ser tocadas como un ciclo (algo infrecuente en Chopin).

Hay en ellas no menos competencia en el mercado que en las obras citadas. Estimando referentes las de Moiseiwitsch y Argerich, lo primero que llama la atención de la lectura de Davidovich es su lentitud significativamente superior a otras versiones en la mayoría de las piezas, que no parece deberse (por comparación al resto del repertorio aquí presentado) a ninguna dificultad técnica (la claridad de articulación se mantiene también aquí), sino a una elección consciente de la artista. Aunque esta es una decisión tan lícita como otra cualquiera cuyo desapegado ascetismo sirve para traer a la luz detalles a menudo ocultos y crear un peculiar lirismo soñador en unos casos y un extraño abatimiento en otros (el triunfal preludio en Mi mayor se convierte en algo muy distinto tocado así), deteriora (no en todos los casos) el contraste entre las piezas más introspectivas y las más veloces, que deberían irrumpir como un chisporroteo detrás de aquellas.

Incluye como propina la pieza para piano y orquesta "Krakowiak en Fa mayor, op. 14", con la Sinfónica de Londres a las órdenes de sir Neville Marriner, un acompañamiento de lujo para una obrita sin demasiado interés y, en particular, sin nada destacable para la orquesta, servida profesionalmente pero sin apasionamiento.

Las grabaciones aquí incluidas proceden todas del catálogo de Decca, realizadas la de las Baladas en 1981, las de las Improvisaciones y el Krakowiak al año siguiente, y las de los Preludios en 1979 (en ADD esta última, pues). El sonido no es todo lo bueno que debiera ser, adoleciendo de lejanía y una cierta opacidad que diluye las líneas en una masa un poco retumbante, sobre todo en el registro más grave.
 
La fiesta se ha acabado
 
 
 
Las grabaciones de los "Preludios", como de todo Chopin en general, (sobre)abundan en el mercado y la competencia es feroz. Resulta difícil decir algo novedoso en un repertorio tan trillado. Y, sin embargo, Bolet lo consigue. Su otoñal lectura (tenía 73 años cuando la grabó, no mucho antes de su muerte) puede no ser del gusto de muchos; desde luego, si es usted un amante del vigor juvenil y la ejecución técnica impecable, es mejor que pase de largo y siga buscando (Argerich es fantástica en este repertorio, y he oído maravillas de Blechacz). A primera vista, las descarnadas aproximaciones del cubano pueden parecer divagatorias, e incluso dar la impresión de que, tras la excusa del rubato, esconde problemas para mantener el ritmo (como en el 2º preludio). En cambio, considerando la ejecución de las dos baladas y la "Fantasía, op. 49" que cierran este disco, grabadas nueve meses antes, parece más bien que se trata de una decisión consciente del artista: si bien es cierto que no hace tanta justicia a los aspectos técnicos, sí captan a la perfección su espíritu. Los "Preludios", en manos de Bolet, se convierten en disertaciones musicales sobre la vida y la muerte y la existencia que las separa; se vuelven lentos (aunque no tanto como en la versión de Davidovich), casi sin dinámicas en muchos casos, sonando a una música lúgubre y fantasmagórica, como de final de fiesta (véase el en Fa sostenido mayor, o el tono mortuorio del llamado "Gota de agua"). Por el contrario, contienen una gran originalidad en el tono y color, y en la sonoridad que arrancan al piano (p. e., en el ferroso y desbocado último preludio).

Unas lecturas algo más canónicas hace de las baladas 2ª y 4ª, aunque con unos criterios equinocciales semejantes, pudiendo decirse lo mismo que respecto a los preludios, sobre todo de la 4ª. Por último, la "Fantasía", también muy personal, rebosante de anhelo y con una sonoridad muy sensual, se distingue de las poderosas y casi triunfantes aproximacinoes de Bär y Zimerman, de la apresurada de Barere, de la muy correcta de Solomon o de la excelente de Michelangeli, guardando tal vez alguna semejanza aquí y allá con la de Pires.

Las grabaciones se realizaron en septiembre de 1986 (las baladas y la fantasía) y junio de 1987 (los preludios). El sonido es más claro que en la grabación de Davidovich de la que ya hablé, pero aun así nada del otro mundo, no tan bueno como cabría esperar de Decca. Se incluyen unas breves notas que, por una vez, amén de en los idiomas de rigor, están también en castellano.
 
  ALGO MÁS SOBRE CHOPIN
 
Ejemplar y cálido Chopin
 
 
 
Como todo genio que se precie, y por extraño que pueda resultarnos hoy día, Chopin tenía una legión de detractores en su época. Una de las críticas que se le hacían más frecuentemente, era su incapacidad para los desarrollos estructurales, así como su abracadabrante uso de la armonía, lo que no era precisamente un halago. Uno se sentiría tentado a afirmar que, casi como respuesta, y sin llegar a tomarse las libertades de Liszt, Chopin reservó algunas de sus páginas más rompedoras para las formas más clásicas, de modo que sus sonatas son más bien un conjunto de piezas chopinianas con su habitual esquema A-B-A, que auténticos desarrollos temáticos. Este disco grabado en 1994 nos trae al pianista estadounidense Daniel Pollack (que tiene fama de virtuoso y fue ganador, en 1958, del Concurso Internacional Tchaikovsky, así como el primer americano que grabó para Melodiya), enfrentándose a las sonatas 2ª y 3ª, los nocturnos op. 27, nº 2 y el póstumo nº 20, y la cuarta balada; con calidad uniforme y aproximaciones distintivas y sensitivas a cada una de las obras.

La segunda sonata (una de las piezas más experimentales de Chopin), con un aire que recuerda a la de Godowsky, no tiene tanto dramatismo como la versión de Gilels de 1949, pero sí es más comedido que este en el scherzo y posee una solemnidad impactante y tenebrosa, sobre todo en el tercer movimiento, la archifamosa "Marcha fúnebre" (quizás los trinos graves de las secciones externas sean un poco bruscos), un toque poderoso, así como una intensa sensación de agobio en los dos primeros movimientos y en el confuso y breve último, que suena raro incluso hoy día, así que debió de dejar boquiabiertos a sus contemporáneos. La tercera sonata es servida con no menos maestría, detallismo y expresividad (recuerda en este caso a la de Brailowsky), conteniendo más el volumen, sin el toque netamente romántico de Sergio Fiorentino y sin su fuerza inusitada en el complicado último movimiento, que, no obstante, echa chispas en manos de Pollack y es más preciso.

Los nocturnos constituirían, después de las hasta ahora insuperadas lecturas de Maria Joao Pires, mi segunda opción (lástima que solo se incluyan dos), un prodigio de delicadeza ejecutado sin las dulzonerías habituales; algo que puede afirmarse también de la cuarta balada, atacada sin ninguna suerte de manierismos y con una decisión que la hace sonar más vitalista que de costumbre.

En general, puede decirse que los tempi están excelentemente escogidos, sin apresuramientos injustificados ni lentitudes obsesivas; un sabor remotamente jazzístico asoma la cabeza aquí y allá, entre una sonoridad intensa pero sin excesos que aporta luz a cada rincón de la partitura. El piano posee una gran sonoridad, pero está un punto demasiado afilado, y en la grabación se habría agradecido algo más de espacio (parece haber sido grabada desde muy cerca, con lo cual el sonido no es todo lo bonito que podría haber sido, pero sin más problemas en ese aspecto).
 
¿De verdad son tan buenas?
 
 
 
Excepción hecha de un puñado de ellas, las mazurkas nunca han sido mi parte favorita de la obra de Chopin. Durante años, la única versión de las mismas que tuve, hasta que adquirí la alabadísima de Rubinstein en 1938 (que me parece insuperable en este repertorio, salvedad hecha de su mal sonido) y la excelente de Cor de Groot tocada en un Pleyel de 1847, fue esta en dos volúmenes de la pianista turca Idil Biret, que no me satisfacían gran cosa, por su brusquedad en los fortes, su rigidez, el desagradable sonido del piano y pobre calidad de grabación, y su "peculiar" tratamiento del ritmo. Tanto era mi desagrado que, de hecho, doné ambos discos sin pena. Siendo honestos, sin embargo, he de advertir que las críticas que he visto de esta integral son en general muy postivas (cuatro o cinco estrellas en otras amazonías, con alguna degradación ocasional a las tres), de forma que tal vez el problema sea mío. Yo, no se la recomiendo.

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