sábado, 15 de diciembre de 2018

Rosa Romá, "Lloran las cosas sobre nosotros" - LIBRO DEL MES

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Título: Lloran las cosas sobre nosotros
Autora: Rosa Romá
Editorial: Magisterio Español (col. Novelas y cuentos)
Año: 1979    Lugar: Madrid
Valoración: 5 / 5

“Solo trataba de hacerle ver la consecuencia
de una mentira. Todo es una cadena, estamos implicados
en las culpas ajenas. Nadie es enteramente inocente.”

—Rosa Romá, Lloran las cosas sobre nosotros

¿A vosotros os sonaba de algo Rosa Romá? A mí tampoco. Como suele pasar con muchas escritoras, sobre todo cuanto más atrás en el tiempo nos vamos, a menudo quedan reducidas a una nota a pie de página anecdótica, o a una mención marginal en las biografías de otros parientes masculinos. Me tropecé accidentalmente con ella cuando, al interesarme por la obra de su marido, un escritor del que hasta hace pocos meses no había oído hablar, consulté una tesis doctoral al respecto. Y ahí salió a relucir el anónimo nombre de Rosa Romá —el oxímoron es intencionado—. Tan anónimo, de hecho, que en plena era de la “electroinformación” me ha resultado virtualmente imposible —ahora el juego de palabras ha sido accidental— encontrar ni un solo dato sobre ella. Ni uno. Sólo las dos o tres pinceladas incidentales que en la biografía de su marido salen a relucir. Ni siquiera he podido averiguar si vive aún.

Por fortuna, sin embargo, existen unos lugares maravillosos llamados bibliotecas, cuyos depósitos son a menudo terreno abonado para los hallazgos afortunados. En ellos se pueden encontrar a veces tesoros olvidados pero valiosos, y en el depósito de la Biblioteca de Narón pude encontrar una copia de la novela que hoy nos ocupa, cuyo sugerente título, Lloran las cosas sobre nosotros, está sacado de un verso de Antonia Pozzi. Y en la contraportada de la primera —y, según creo, única— edición de esta obra figura una somera información sobre Romá, lo que, por contraste con la aparente inexistencia online de la autora, parece mucho.

Rosa Romá nació en Valencia, en 1940. Estudió psicología aplicada e idiomas, y fue asidua colaboradora en radio, televisión, revistas y suplementos literarios. Además participó en el programa cultural Página Diez, y fue coautora de numerosos guiones radiofónicos y televisivos —dato este que nos interesa retener, por cuanto guarda estrecha relación con la estructura de la obra que hoy reseñamos—. Es autora de una biografía sobre Ana María Matute (1971), las novelas La maraña de los cien hilos (1976) y Lloran las cosas sobre nosotros (1979), el ensayo Mujer: realidad y mito (1979), y otros títulos —no he podido averiguar a qué género pertenecen— como La ciudad de los deseos (1986), Bajo los tibios ojos de mi madre Amapola (1998), así como la novela corta Espejismos (2007). Por la pequeña presentación de Alfonso Martínez-Mena que precede a la novela que nos ocupa, sabemos que la escritora concibió varias novelas inéditas, y manifiesta aquel su extrañeza por que Romá no haya sido más prolífica en sus publicaciones. También por él sabemos que su primera novela, La maraña de los cien hilos, gozó de una acogida crítica muy favorable, a causa de la factura técnica de la obra.

Pues bien. La situación de partida de Lloran las cosas sobre nosotros es sencilla: un joven que está visitando un edificio en ruinas que recientemente ha causado una desgracia, auxilia a una anciana que sufre un desvanecimiento en las inmediaciones y que resulta tener mucha información acerca de los propietarios de aquel inmueble, una prominente familia local para la cual había trabajado muchos años. A partir de ahí, ante el interés del joven, se establece una larga conversación entre el este y la anciana, a la que posteriormente se suman otras personas.

Lo primero que llama la atención de este texto es su estructura: como saben todos los escritores —y también los lectores, que deben sufrirlo—, la prueba de fuego de cualquier novelista son los diálogos; y en esta obra, Romá toma la arriesgada decisión de eliminar al narrador, construyendo un monumental diálogo de 244 páginas y distribuido, casi teatralmente, en tres “etapas”, el cual se interrumpe por algunas breves cartas dispuestas estratégicamente, cuya técnica impecable sólo puede entenderse habiendo salido de una autora acostumbrada a escribir guiones, como ya mencionamos.

Se trata, por tanto, de una “novela dialógica” donde los participantes en esta conversación asumen al mismo tiempo el papel de narradores referenciales y fragmentarios, por así llamarlos, al dar información acerca de los diversos integrantes de la familia Durango, pero sin describir apenas sus acciones. Esto da lugar a la mejor simultaneidad que he visto en una novela, donde la acción presente, correspondiente al diálogo —en el que también los hablantes dejan entrever información acerca de sí mismos, y dan pie al lector a hacer suposiciones sobre ellos—, se superpone con las pinceladas sobre los eventos pasados que constituyen el corazón de la novela.

De ahí que varios sean los problemas a los que Romá debe enfrentarse, el primero y más importante de los cuales es: cómo construir tensión narrativa en una obra donde no existe narración per se ni nada que se parezca a la clásica “introducción-nudo-desenlace”. La autora sale triunfante de la prueba, y para lograr que su texto funcione, no sólo dosifica astutamente la información para ir creando curiosidad —el mismo marujeo que los vecinos sintieron siempre por la familia “protagonista”, si es que cabe hablar de tal término en estas páginas—, sino que es la estructura del propio diálogo la que suplanta la estructura de la narración. Y así, la conversación con Mercedes, correspondiente a la segunda etapa, sirve de sustrato teórico-ideológico al material “narrativo” expuesto en la etapa anterior. Con todo ello, Rosa Romá consigue una reproducción perfecta del funcionamiento de la rumorología, como un puzle fragmentario, donde la renuencia a hablar de alguno de los personajes cimenta la curiosidad del lector, al dejar pasar mucho rato entre que hace una deducción y que esta se confirma o se desmiente, invitándole a seguir adelante en la lectura para ver si ha acertado o no en sus conclusiones.

Esta eliminación del narrador tradicional permite a la escritora mantenerse en un terreno de “ecuanimidad autorial” y no deslizar ni el más mínimo asomo de enjuiciamiento o valoración de los personajes, sino que son los propios dialogantes quienes expresan su visión subjetiva y parcial —uno de los temas centrales de la obra es la confrontación entre opinión y verdad—, que se completa o varía tanto por la interacción de los diversos hablantes como a través de las reformulaciones que la memoria opera a lo largo del tiempo, por las sucesivas cábalas que se han hecho. Unos personajes le enmiendan la plana a otros, y alteran la impresión que sobre ellos —y sobre el objeto de su conversación— tenemos.

Es cierto que un tono de cierto ateísmo/antireligiosidad y antifranquismo sobrevuela la historia, pero en general no se hacen valoraciones en el texto, como ya dije, lo que constituye una de sus mayores novedades y virtudes. No obstante, el lenguaje empleado permite a veces entrever opiniones que, con todo, no pueden ser adscritas a la autora necesariamente, ya que un mismo tema es formulado varias veces con ambivalencia, sino a los personajes hábilmente diseñados: se denomina “sublevación” al golpe de estado del 36, o cuando la anciana expresa con sorna:

“(…) los padres de don Luis tan educados y tan liberales, no querían saber nada con los curas, luego sí, luego hasta se pusieron santos y crucifijos por toda la casa, y todos eran devotos y rezadores, ya ve usted, no hay nada como pasarlo mal para aprender a bailar al son que a uno le tocan.”

Sin embargo no es por ahí por donde van los tiros de la escritora: el tema que verdaderamente preocupa a Romá en Lloran las cosas sobre nosotros es la ruptura del diálogo intergeneracional, con observaciones que podrían haber sido hechas ayer mismo y tendrían tanta vigencia como tenían en 1979. El choque intergeneracional se representa, en primer lugar, a través de los diversos registros lingüísticos que se recogen en el texto, que en algún momento incluso dan lugar a dificultades de comprensión, ya por su coloquialidad, ya por su cultismo.

Pero la premisa sobre la que pivota toda la obra es la prerrogativa de los hijos para enjuiciar los actos de los padres, y la incapacidad para establecer un diálogo fructífero para todos los participantes, encastillados, tanto los más jóvenes como los más ancianos, en sus posiciones, a pesar de que “dialogar no es imponer nada”, como afirma uno de los personajes. A partir de la conversación particular se entabla una reflexión de alcance general sobre este tema:

“Eso es lo que nunca he comprendido de ustedes. Piensan que el silencio, esconder la verdad, es un remedio para conservarnos inocentes, para que seamos felices, y lo único que consiguen es alejarnos más, hacer insalvable esa barrera que nos separa.”

En relación con este asunto central, se irá dibujando un tapiz de tres sociedades distintas, tres generaciones —la que vivió la guerra y las dos posteriores— que se superponen en un mismo punto del tiempo —el fin del franquismo y el inicio de la transición, que coinciden con el momento de composición de la obra—, y que dan lugar a la contraposición entre tres formas distintas de entender el mundo: temas como la hipocresía, la confrontación entre reflexión y acción, la esterilidad de las revoluciones “de salón” frente a la tozudez de la realidad, las confrontación con las nuevas visiones de las relaciones familiares, las apariencias, las relaciones conyugales o afectivas, la homosexualidad, la contravención de las propias ideas para obtener un beneficio, la explotación, la sinvergoncería de quienes se presentan rectos ante la sociedad pero actúan cuestionablemente por detrás para enriquecerse, la discriminación educativa de las mujeres, las consecuencias funestas de la presión y las expectativas sobre los hijos, la pérdida del idealismo que enseña a no ver la realidad como un oposición de blanco y negro, el riesgo del cambio por el cambio, sin un contrapeso que lo equilibre…

“Comprendo bien lo que vosotros queréis, aunque la juventud exige demasiado, la juventud es tajante, cáustica con sus mayores, y no los aceptan, claro, de eso a la destrucción no hay más que un paso.”

En resumidas cuentas, un texto de un virtuosismo técnico-formal, pero de fondo también muy relevante y bien pensado cuyo olvido no puede más que lamentarse en un mercado editorial donde a menudo se mantienen a flote, incluso con ventas masivas, títulos que probablemente ni siquiera deberían haberse publicado en primer término.