martes, 26 de enero de 2016

La última excavación

[Este texto es muy especial para mí. Entre todos los que conservo, es el más primerizo: escribí mi primer relato, "El alfiler mágico", a los ochos años; tardaría tiempo aún en escribir como algo habitual y necesario, siendo mi siguiente apuesta un relato de tipo detectivesco escrito —y cuyo título he olvidado— para la clase de galego, el año anterior al que aquí reproduzco. Y, en 1995, cuando ya había empezado a escribir poesía, también como ejercicio académico, escribí este otro para una clase de Historia. La consigna es que debíamos relacionar el hallazgo de una serie de objetos, y yo me puse excesivamente poético —como puede comprobarse—, tal como me hizo notar la profesora —lo siento, sólo recuerdo que te llamabas Bea, tenías el pelo corto y rubio, y eras menudita, pero en tus clases empecé a interesarme por la Historia—: era prácticamente una imposibilidad arqueológica que objetos tan dispares apareciesen en un enclave tan reducido —lo que, paradójicamente, me enfrentó por primera vez a una cuestión literaria con la que sigo batallando hasta hoy en día: la de la verosimilitud—. En todo caso, y por todo ello, este fragmento es el texto en prosa más antiguo que conservo.]


La última excavación.

Un día, cansado ya por las intensas horas de actividad en los yacimientos; por todas las cosas materiales que me rodeaban que habían, tras mucho tiempo de servicio, perdido su valor; sumido en profundas cavilaciones y exhausto y hambriento como me encontraba, no caí en la insignificante idea de que no conocía aquella zona de escarpado monte por la que vagaba sin rumbo fijo hacia una infinita soledad que me rodeaba misteriosamente, sin ningún sentido alterado ni carcomido por la ausencia, el miedo o el hambre. Sentí un profundo sueño, un desvanecerse del ser, un caer sin detención en un vacío infinito que me atrapaba y me conducía a una soledad eterna, amargada por incontables días de monotonía y desesperación.
      Desperté tras varias horas de sueño perdido en un cráter de grandes dimensiones, destrozado por un dolor que no conocía límites, que hacía mi soledad más evidente en aquel lugar desconocido que me inquietaba tan profundamente como la bala del cazador traspasa al inocente cervatillo que aguarda, ignorante, la hora en que lo porten al lugar nefasto de las parrillas del horno. Observé, para mi sorpresa, que del suelo sobresalía un trozo de madera con forma de mango. Ayudado de un pico y una pala bastante destartalados que encontré en un rincón del cráter, comencé lo que bien puede llamarse “microexcavación”, sin ningún entusiasmo especial. Fue mayúscula mi sorpresa cuando descubrí que el mango que había visto no formaba sino parte de un arado, antiguo y carcomido por una desesperación tan profunda como aquella en la que yo me había hundido. Comprendí entonces, con una fría y cortante consternación, que todo cuanto amaba, cuanto anhelaba, se había terminado para mí, mientras seguía sollozando mis penas sin sollozos en aquel ridículo agujero del mundo, mientras las demás personas continuaban su vida acercándose a lo que querían y amaban.
      Aterrado por tan espantosa idea, hice un gran esfuerzo por continuar aquello que había comenzado y que era ya lo único que quedaba reservado para mí en aquel mundo desamparado y horrible. Tras incontables horas de exhaustiva inspección había hallado varios objetos nuevos: una vasija de —a mi juicio, ya desgajado por la soledad y el hambre— cerámica romana, varias lucernas, sucias por el tiempo y la tierra, cinco monedas de oro con la cara de Tiberio grabada, si bien sufrían un acusado desgaste producido por el paso del tiempo , que, en este caso particular, no mejoraba las cosas. También alguna muestra de cerámica gris y varias monedas de cobre que parecían pertenecer, aproximadamente, al s.XI; así como un molino de mano y tres pesas pertenecientes a telares, que, en otro tiempo, habrían sido, con seguridad, artífices del arte de bellas mujeres; finalmente, encontré un resto de tejido que envolvía una primorosa vasija de amplias dimensiones y muy hermoso tallaje, condenada por la injusta existencia a yacer sepultada bajo tierra por toda la eternidad y traída de nuevo a la... [aquí se interrumpe el manuscrito]

1995

lunes, 25 de enero de 2016

La conversación


 

La conversación.

-¿Cómo dices?
-¡No te oigo!
(Susurros).
-¡Qué me dices! No lo sabía...
(Alguien habla muy fuerte).
-No te he oído, pero da igual; vámonos a otra parte.
-No, he pedido ensalada sin tomate.
-(¡Qué sordo está!). ¡He dicho que si nos vamos a otra parte!
-... (¿Qué estará diciendo este?).
-... (¡Si los de la mesa de al lado hablasen más bajo...).
(Fuerte murmullo).
-Imagino que esta tarde lloverá.
-No, no sé cuándo volverá.
-¡Qué me dices!
-Que vuelve mañana.
-¿Quién vuelve mañana?
-Déjalo, es igual.
(Se cierra la puerta de golpe).
-¡Qué susto!
-Sí, aquí sí que se está a gusto. Quizá tengan demasiado alta la calefacción.
-Yo también creo que ha hecho una buena elección.
(Susurros).
-... (¡Bueno, a saber qué estará diciendo!).
-...
-... (Ya podían hablar más bajo los de la mesa de al lado).
-...
-¡Y yo qué sé! ¿A mí qué me dices?
-Debe haber sido un gran trauma.
-Ahora se ha cambiado de casa.
-Perder un hijo tan joven...
-Su otra casa se había quemado, ¿verdad?
-Bueno, sólo te preguntaba.
(Fuerte murmullo).
-¡Grita más, no te oigo!
-No importa; ya te lo diré luego.
-...
-... (Creo ya es hora de cerrar. Hay demasiado ruido). 

domingo, 24 de enero de 2016

El testamento


 

El testamento.

“Esta carta llevará mucho tiempo escrita cuando la recibas. Porque, de hecho, lo más posible es que no la recibas nunca. Como ves, está escrita a mano, cosa inusual en mí. En este momento, minutos antes de verte, se me ha ocurrido escribirte. No, no te rías, es menos ridículo de lo que piensas. Se me acaba de ocurrir la idea de que incluso sería posible que un día esta carta fuese un relato, uno de mis relatos. Esto sí es más ridículo de lo que parece. ¿Quién sabe? Cuando recibas esta carta, aunque seguramente nunca la recibas, porque es posible que nunca te la envíe, tal vez incluso esté muerto. Por eso pensaba... ¡qué infinitamente necio es el ser humano! Si yo te enviase esto y segundos después muriese... al recibirlo, estarías escuchando (leyendo) el monólogo de un muerto. No sé si me entiendes. Luego escribiré.
      Bueno, no soy tonto. Ya sé que escribir cartas para no enviarlas es una tontería, pero qué se le va a hacer. A ver, según tú, cómo te digo yo: “Te quiero, ¿sabes?”. Uno no puede andar por ahí diciendo: “¡Te quiero!”. Si fueses en extremo tolerante y muy educado, me dirías, por lo menos: “¡Ay, qué bonito y saleroso mi niño!”. No; ni te enviaré esta carta, ni sabrás nunca que te quiero. Decírtelo podría suponer, además, que te alejases de mí; entonces ya ni siquiera podría verte. Verte siempre es grato a la vista. Quizá sólo lo sea para mí, porque te amo. En fin. Así es la vida. ¿Qué cosas tiene, verdad? Es una ramera, igual que la suerte. No, no pienses mal, no soy nada intolerante, solo sucede que a veces se me contamina el lenguaje; yo nada tengo contra las rameras. Pero la vida es una puta, desde luego.
      Estaba pensando: ¡qué pareja haríamos! Tú guapo, musculoso (tienes un torso que parece un tablao flamenco), arrogante, sólo un poquitín, justo lo necesario; arrojado... Yo feuchito, débil, tímido... Los dos somos muy inteligentes, así que nada te digo de esto: sigo quedando por debajo de ti, infinitamente por debajo de ti. Yo solamente aspiro a conocer mejor al ser humano, contigo o sin ti, porque te juro que no lo entiendo. ¡Qué bicho más complejo! El reloj da la hora. Me está interrumpiendo y lo sabe. Es un alevoso. Esto último lo sospecha, pero no acaba de creérselo.
      ¡Qué sarta de tonterías puede uno escribir en una noche! No me creo que esto sean tonterías. ¿Qué es esto, sino amor? Cuando ya desvarío así, es que algo pasa. ¿Qué es esto, sino amor? Porque estoy muy enamorado de ti, pero lo disimulo bastante bien.
      Se me acaba de ocurrir: ¿y si tú también estuvieses enamorado de mí? I'm falling in love with you, and you are falling in love with me. Imposible, ¿verdad? Un momento. ¿Fuiste tú quien me dijo que le gustaban los gatos de Angora? A mí me encantan. Sofisma: yo amo los gatos de Angora; tú amas los gatos de Angora; luego tú y yo nos amamos. Nos amamos ardientemente pero no nos atrevemos a expresarlo. Esta situación es ridícula. Lo más ridículo a lo que me haya enfrentado en mi vida. Las once menos veinte: ¿qué estarás haciendo a estas horas? ¡Ay, en fin, ven en mi ayuda, oh, poderoso Cupido, tiende tus redes sobre él, poderoso señor de los amores humanos!
      ¡Qué insensato soy! Nunca podrás amarme. Ni siquiera la mitad de lo que yo te amo. Les voy a demostrar, le voy a demostrar al mundo, lo que soy capaz de hacer con una maquinilla de afeitar. Y te enviaré la carta. La carta. Esta carta. Mi declaración de amor. ¡Tiene que llegar ante todo!

Francisco de Basón, 26 de noviembre de 1998”

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La mañana del 27 de noviembre de 1998, fueron hallados los restos de Francisco de Basón, desangrado, en su habitación del prestigioso Sanatorio Mental de Monte de Cristo. Este trágico suceso contribuyó al desprestigio del famoso sanatorio. Su psicólogo declaró que el paciente se hallaba en una etapa de fuerte depresión. Otros dijeron que había muerto de amor, o por amor. Se le enterró en el cementerio del sanatorio, por no tener familiares de ninguna clase. La carta hasta ahora inédita que aquí presentamos nunca llegó a su destino, y se desconoce su destinatario.

1998

sábado, 23 de enero de 2016

Las arañas


 

Las arañas.

Bajaba, acompañado de su amigo, la escalera.
      -Odio las arañas —le decía—; soy aracnofóbico.
     Su amigo le puso la mano en el hombro sonriendo con placidez. Faltaba tan sólo bajar el último tramo de escalera y, torciendo a la derecha, atravesar la estrecha puerta de arco. Algún día alguien un poco grueso quedaría atascado en ella. Después se torcía a la izquierda y se salía, finalmente, a la calle.
      En el momento en que pisó el último peldaño, su amigo desapareció y vio, colgando en la pared, una araña. Una araña enorme. Una enorme araña, tan grande como un puño cerrado, peluda y asquerosa. Intentó gritar, pero la voz se le ahogaba en la garganta y no había nadie que pudiera ayudarle. Se sintió desmayado; cayó al suelo. Al punto recobró el conocimiento para ver un ejército de arañas de todas clases. Una telaraña se ceñía fuertemente sobre su cara y veía alrededor cadáveres de saltamontes y moscas, trozos de cuerpecillos indefinibles, insectos-palo, insectos que no alcanzaba a reconocer...
      -¡Socorro! —gritaba, pero nadie le oía—. ¡Auxilio!
      Y la telaraña continuaba aprentándole el rostro; sentía el tacto de aquellos asquerosos bichos sobre su cuerpo, bajo su nuca, por todo él. Y la luz en el interminable pasillo se iba apagando; no podía huir porque tenía el cuerpo pegado a la telaraña.
     De pronto sintió la presión de ocho patitas que caminaban sobre él, y aquellos asquerosos cadáveres le rozaban la cara. Miles de arañas le rodeaban, urdían sobre él una telaraña como una mortaja mientras él seguía gritando.
       -¡Auxilio! ¡Ayudadme!
     Pero nadie en el mundo le oía. Estaban solos. Él y las arañas, que se le acercaban con sus patas peludas, observándole de hito en hito con aquellos monstruosos y deformados ojos. El miedo le helaba el corazón y se sentía morir. Quería morir. Deseaba morir; porque de lo contrario las arañas le amortajarían vivo y le arrojarían al fondo sin fondo de una despensa subterránea. Allí le irían a buscar cuando tuviesen hambre y le... ¡oh, no, por favor! Era terrible. Aún tenía libres los brazos; con ellos se tapó la cara. No podría soportar a las arañas sobre su cara y... todo era silencio.
     No sentía a aquellos asquerosos bichos, de modo que se destapó la cara y... ¡allí estaban! Aguardaban que se descubriese la cara para poder seguir amortajándole. Se tapó el rostro de nuevo, y entonces le tiraban de los brazos, intentando separárselos, y tiraban más y más, más, más... y lo consiguieron y... su amigo tenía la cara lívida. Estaba sudoroso y angustiado. Su amigo se inclinaba sobre él, que estaba tendido al borde de las escaleras, y le preguntaba si se encontraba bien. Una araña trepaba perezosamente por la pared.

jueves, 21 de enero de 2016

La arboleda perdida



La arboleda perdida.

Caminaba lentamente por el pinar. Corría el riesgo de que alguna piña, con sus deliciosos piñones, le cayese en la cabeza, pero no le importaba, por eso caminaba despacio por el pinar, abstraído en sus pensamientos, tan abstraído que ni un relámpago que hubiese caído a sus pies le hubiese traído de vuelta a la realidad. Llevaba su pelo rubio escondido bajo una gorra azul. Su torpe aliño indumentario se mostraba una vez más. Una más como otras tantas antes se había mostrado. El cielo estaba nublado, pero no parecía que fuese a llover. No de momento. El viento corría rumoroso por entre los pinos. Estos se movían a compás, con el ritmo que el viento les marcaba, cual si se tratase, a sus ojos, de una danza. Se metió por un agujero que había en una zona del pinar, que semejaba casi un lugar selvático. En ese momento, se descubrió ante él algo increíble. Quizás lo que había estado esperando toda su vida. Quizás lo único que le quedaba en este mundo. Acaso lo único que no le quedaba, o lo único que había sido creado para él. Pero a su alma no se le podía arrebatar mayor tesoro que aquel: la arboleda perdida. Como tal él la había bautizado. Fue ese su nombre, porque dudaba mucho de que nadie la hubiese visitado en siglos. Y era lo que le imprimía perfección. Sólo eso: el haber sido construida, si así puede decirse, por la naturaleza y no por el Hombre, de cuyas manos sólo sale miseria y destrucción. Para eso fuimos creados. Sólo algunos elegidos, cada cierto tiempo (cada siglo ha tenido los suyos), rompen esta regla. Ellos son dioses en vida, divinidades dignas de elogio y admiración que parecen venir al mundo para instruirnos. Pero el Hombre no aprende. Es una criatura corrupta, sólo diseñada para la ambición, el dolor y el desastre. Sólo para eso. Bajo su apariencia inofensiva se esconden las más pérfidas mentes, las más aborrecibles criaturas. Los animales sinónimos por excelencia y antonomasia de destrucción: los Hombres. Sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor. Mirar la naturaleza, estirar la mano y tocarla. Estaremos entonces en la perfección, tocándola, en la arboleda perdida.

miércoles, 20 de enero de 2016

El mundo


 

El mundo.

Recuerdo un pasillo. Era largo. Muy largo. Interminable. Tan largo que yo lo concebía como Lo Único. Era la vida. No había nada más. No existía para mí más mundo que ese. A ese pasillo se me había reducido. Y no era más que ese pasillo y mi cuerpo. Porque mi mente no contaba. Porque mi mente y mi alma no existían. Me había enterado, más tarde, de que corrían rumores de que yo estaba loco. Pero no era cierto. Eso es lo que dicen todos. A los que lo repetían demasiado los encerraban en una habitación estrecha con paredes acolchadas. Húmedas. Los encerraban como castigo y sólo Dios sabe qué torturas les practicaban allí. Así que ni pío. Yo nunca decía: “Yo no estoy loco”, porque mientras obedecías Ellos hablaban contigo y te trataban bien. En cambio si intentabas hacerte el héroe, te trataban peor que a un perro. Además, quizá yo sí estuviese un poco loco. Y aunque no lo estuviese, ¿qué podía hacer yo? No tenía a nadie fuera de allí y me asustaba la soledad. Me asustaba mucho. Muchísimo. La soledad también estaba a veces por aquel pasillo. Pero si no te gustaba, salías de tu habitación, te colabas en otra y hablabas con algún Compañero. ¿Compañero de qué? De nada que nosotros conociésemos. Pero Ellos nos llamaban así y todo se pega... Entonces, cuando Ellos se daban cuenta, te buscaban, te encontraban y muy amablemente te cogían por el brazo y decían: “Venga, es hora de volver a tu habitación para dormir”, aunque no siempre dormíamos. Pero como ya habías estado con alguien, ya no sentías la soledad en dos o tres días. A veces venían unas personas a visitarnos. Los que venían a visitarme a mí eran desconocidos. Pero eran muy agradables y al saludarme tan efusivamente yo suponía que debía hacer lo mismo. Siempre omitía sus nombres para que no se diesen cuenta de que no les conocía. Aunque yo no sabía si en realidad debería conocerles. Supongo que sí. O quizás sólo fuesen Voluntarios. Era difícil saberlo sin preguntárselo, porque yo no me atrevía a hacerlo. Pero eso quizás fuese lo menos importante de todo. Lo importante era que se estaba bien allí. Muy bien. Sí, muy bien realmente. Nos lavaban, nos cuidaban, nos daban de comer y un largo etcétera de cosas más en las que ahora no caigo... Allí dentro podíamos hacer lo que quisiéramos. Casi todos pasaban muchas horas delante de un enorme televisor charlando sobre lo que iban viendo en la pantalla. Pero yo prefería escribir. Sólo veía unos determinados programas. Y siempre veía la tele en mi habitación. Porque también teníamos televisiones individuales en nuestros cuartos. Todo el mundo allí era muy agradable. Conmigo por lo menos. Quizás yo fuese una persona muy magnética. Tan sólo quizás. Pero lo que a mí me gustaba era escribir. A veces publicaban algo de lo que yo escribía. Alguno de mis libros de poesía; casi todas mis novelas. No era fácil escribir allí dentro. Tampoco lo era cuando salía al jardín. Era peor. Por eso me sentía especialmente bien cuando me decían que era bueno escribiendo. Pero a mí no me gustaba que me lo repitiesen demasiado. Me ruborizaba. Me desquiciaba. Aunque quizás yo fuese un desquiciado crónico. Había géneros que me estaban vedados, como el artículo periodístico, a menos que fuese subjetivo. Mi opinión sobre algo abstracto. Pura idea. Pero eso no me gustaba. Yo nunca podría estar en una guerra describiéndola a mi gusto. Jamás. Pero yo prefería las novelas y la poesía sobre ninguna otra cosa. Normalmente, los manuscritos se los dejaba ver a los que venían a visitarme. Muy amablemente me preguntaban si podían quedárselos, porque eran muy bonitos. Yo siempre decía que sí, pues no quería parecer descortés. Al cabo de un tiempo me llegaban varios libros editados con mi nombre en letras grandes sobre la portada, bajo títulos que yo nunca había escrito, porque yo nunca titulo lo que escribo. Dentro estaban los manuscritos que yo había regalado. Estaba bien. Todo lo que fuese leer me encantaba. Podía estar leyendo horas y horas y horas sin moverme de mi sitio. Y la gente se sorprendía de ello. Pero era fácil. Muy fácil. Muy fácil para mí. Más fácil para mí que para ningún otro que yo conociese. Pero yo no conocía a todo el mundo. Seguramente habría lectores mejores que yo. En ocasiones  tengo que releer varias veces el mismo párrafo para entenderlo. A veces me resulta difícil concentrarme en nada. Y eso no me gusta. No me gusta nada. Yo los llamo mis días tontos. Pero no tenía días tontos a menudo. Solía concentrarme mucho durante mucho tiempo. En ocasiones pensaba tanto y tan deprisa que casi me desmayaba. Y me sentía confuso. Pero yo era así. Y era tarde para cambiar. En otoño la luz inundaba el pasillo tenuemente y lo pintaba de un color amarillo oscuro agradable y acogedor. Muy acogedor, la verdad. Y yo me sentía melancólico. A veces alguno de Ellos que había salido en su semana de vacaciones me traía un libro. Y siempre tenían cuidado de que no lo tuviese ya. Con todo ya tenía una biblioteca con cerca de diez mil libros. Esto me agradaba. Me agradaba mucho. Muchísimo. En ocasiones todo me parecía absurdo y yo estaba muy deprimido. Entonces venía alguien que me daba unas palmaditas en la espalda y me recordaba lo bien que escribía. Y yo me ponía especialmente desquiciado esos días. Y sentía ganas de arrancarle todos los pelos de la cabeza y vaciarle los ojos. Pero no podía hacer eso. No debía hacer eso. Eso estaba mal. Estaba muy mal. Muchísimo. Y al final eso acababa animándome. Me animaba mucho. Y yo abrazaba efusivamente a esa persona. Tanto que la persona se quedaba boquiabierta. Y había que cerrarle la boca. Y a veces la boca no reaccionaba y se volvía a abrir. Y se la cerrábamos otra vez. Y había que repetir la operación tantas veces como fuera necesario hasta que la boca permaneciese cerrada. En rara ocasión tardaba más de cinco minutos. Entonces la persona volvía en sí. Y sonreía. Me sonreía. E iba caminando lentamente por el pasillo, hermosamente iluminado por la luz del otoño. Y era bonito ver llover. Y era bonito ver caer las hojas de los árboles. Y coger un libro de poesía. Y leerlo bajo la caída de las hojas. Todo era bonito. Pero yo sabía que no estaba loco y los demás no. Y no me importaba. Porque sabía que fuera de allí la vida era cruel. Cruel y bastarda. Muy bastarda en especial. Pero dentro todo era maravilloso. Francamente maravilloso. Era un mundo aparte. Era mi mundo aparte.

martes, 19 de enero de 2016

La carta


 

La carta.

Permanezco inmóvil ante tu retrato. Me parece imposible que te hayas marchado, que ya no estés aquí. A veces, cuando miro tu cuadro, colgado en la pared, me parece que me estás mirando, sonriéndome con tu preciosa boca, e incluso que en cualquier momento vas a pronunciar alguna palabra. Enseguida me doy cuenta de que es una ilusión, un sueño, pues ya nunca volverás, ya nunca volveré a sentir tu presencia que llenaba toda la casa, tu plácida respiración, el tacto de tus manos sobre mi piel, ni volverá a sonar la dulce música de tu voz en mis oídos. Daría media vida porque todavía estuvieses aquí. Las horas van pasando lentamente y me parece que, aunque duran lo mismo, los minutos son horas y las horas, días, que voy sumando amargamente [,unos iguales a otros]. Cualquier cosa que mire, cualquier canción que escuche, me recuera a ti. No sé cuánto tiempo podré aguantar de este modo, añorándote. Tus plantas, esas que cuidabas con tanto esmero, se han marchitado. No se ha salvado ninguna, a pesar de que las he cuidado todo lo bien que sé. Se han marchitado como también yo me marchito ahora. Parece que la muerte nos sobreviene a todos, que a todos nos va sesgando con su afilada guadaña. Por cierto, hablando de sesgar: he vendido la casa de la montaña, aquella que tenía el jardín que cuidabas y mantenías sin que las hierbas creciesen nunca más de tres centímetros. También he vendido esta. Esto lo escribo ahora, en un rato perdido, porque la nostalgia me ha asaltado, al igual que la tristeza y la melancolía me asaltan furtivamente al más mínimo recuerdo tuyo. He vendido esta casa porque no quiero conservar nada que me recuerde a ti. A veces pienso que la mejor solución sería reunirme contigo, en donde quiera que estés, en el infinito, en la inmensidad. Por otra parte, no creo que sea esa la mejor solución a los problemas, quitarse la vida a la mínima dificultad que se presenta. ¡Qué dirías si me oyeses hablar así, tú, que siempre imponías tu férrea voluntad al destino; tú, que nunca cedías ante la adversidad! Mañana vendrá el camión de la mudanza y no tendré ya nada tuyo. Todavía tengo unas horas por delante para pensar lo que haré, pero... el afilado cuchillo de cocina... está ahí, en el plato... parece que me está llamando...
                                            Te echo [tanto] de menos,
                                                                                     A.

1995 - 1998

lunes, 18 de enero de 2016

El destino


 

El destino.

“Cuida de la niña”, me decían. Y se marchaban tan tranquilos. Yo era un perro. Se supone que era a mí a quien había que cuidar. Pero no. Ellos se iban. Y me dejaban a mí con una niña vivaracha y despierta. Una niña que no podía estarse quieta. No podía pasar sin tocarlo todo, especialmente desde que había aprendido a andar. Aunque aún lo hacía un poco mal. A veces iba caminando. Y se paraba de repente y empezaba a balancearse hacia atrás y hacia delante. Cada vez más bruscamente y más deprisa. Y se caía. ¡Claro que se caía! ¡Cómo no se iba a caer! Por ejemplo: ¿cómo iba yo a darle el biberón a un bebé? Esta explicación era prácticamente irracional. O yo no alcanzaba a conocerla. O a comprenderla. Ni cómo entender a aquella niña y su afán por tocarlo todo. Así que un día me decidí. Cogí a la niña y me fui. Me fui... sin saber a dónde. ¡Feliz idea! A ella la dejaría en cualquier puerta. Yo me marcharía. Pero... ¡qué mala idea había sido! La devolverían enseguida a sus padres. Yo a empecé a pensar si sería capaz de educarla... ¡Sí! Le buscaría una madre estupenda. Aunque cualquier podía ser mejor que la suya por naturaleza.

      Pasó el tiempo. Le había encontrado una madre fantástica. Una samoyedo cariñosa y trabajadora. Y vivíamos felices en un cubo grande del vertedero de basura. Pero yo sabía que antes o después ella tendría que seguir su camino. Y así fue. Una mañana, cuando tenía tres años, uno de los barrenderos la vio. La vio sola. Pero no lo estaba. Sólo que no tomaba en cuenta nuestra compañía. Ella había aprendido a hablar a base de oír a la gente por la calle. Era muy inteligente. Mucho. Por eso había llegado a hablar esa endiablada jerga de los humanos. Con una soltura asombrosa. Más de lo que prometía su edad insignificante. El basurero la recogió y la llevó a un imponente edificio. Enorme, casi infinito. ¡Ah! ¡Yo lo sabía! Ese era, al fin y al cabo, su destino.

1995 - 2000

domingo, 17 de enero de 2016

Las palabras perdidas


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Las palabras perdidas.

A veces a uno le apetece morirse. Sentarse en silencio, que nadie le haga caso, y morirse. ¿Qué habrá en la muerte que tanto se le teme, tanto miedo da, tanto se habla de ella? Muchas veces, al igual que en la canción, a mí me gustaría convertirme en aire, para ser respirado por la persona a la que amo y llegarle a lo más hondo.
      Hay muchas cosas que no se dicen: a mí me gustaría volver atrás en el tiempo para poder decirlas y no callármelas, para no llevar dentro este veneno que inoculo a aquellas personas que no quiero, o que odio: esto en sí no es peligroso, pero ahora me preocupa que a veces les inoculo ese mismo veneno a las personas que quiero, sin las que no podría vivir, lo cual puede que sea el principio de un intento de autodestrucción.
      Hay muchas cosas que no se dicen: dejamos que el silencio discurra entre dos personas que están hablando, y poco a poco, esto se convierte en unas porosidades que a la larga hacen que el hueso de la amistad, del amor, se rompa en mil añicos.
     Los añicos de la autodestrucción son muy peligrosos, porque además de herir a uno mismo, pueden herir también a las personas que tenemos cerca.
      En los días de lluvia, a uno no le importaría morirse. Ellos siempre nos recuerdan que, en el fondo, todo permanece; todas las batallas se luchan veces infinitas, una y otra vez, irremisiblemente, pero que toda batalla está perdida de antemano.
      Las palabras perdidas, en realidad, nunca se pierden. Esta es sólo una forma de denominar a ese hueco que nos queda en el estómago cuando todo falta.
      El día que perdí la vida fue cuando me di cuenta de estas cosas. El sol del atardecer refulgía con fuerza sobre el asfalto. Con él uno se relaja, y cerré los ojos en el coche, nada más que unos segundos. El golpe fue lateral, fortísimo, tanto que no me dio tiempo de abrir los ojos cuando de pronto me di cuenta de que ya había cesado de existir: al menos, yo no tuve conciencia de haber podido abrir los ojos. No obstante, pasaron unos minutos aún antes de que me diese cuenta de que había muerto: fue como una epifánica revelación. Sólo unos minutos antes de que el horror llegase. Emily Dickinson tenía razón: cuando uno se muere, hay en torno a uno el zumbido de un moscardón, de una abeja; poco a poco, se va alejando, perdiéndose, volviéndose inaudible pero presente al mismo tiempo. Entonces uno se da cuenta de que no hay espacio donde él está: uno intenta mirarse las manos, su propio cuerpo, pero no puede verlos ya, porque es entonces cuando uno cae en la cuenta de que ya para siempre ha abandonado su existencia corpórea: el mundo de las almas no tiene espacios, es todo oscuridad. De algún modo, sin embargo, es posible desplazarse por esa nada, y aunque no se ve, de alguna forma uno percibe otras presencias, y sin voz puede comunicarse con ellas. Fue en estos pensamientos cuando repentinamente volví. Pero mi regreso no fue como yo hubiera deseado: volví con un cuerpo, sí, pero no era el mío material, sino sólo una imagen virtual, un holograma de mí mismo, algo sin consistencia. Se dice que cuando alguien regresa del más allá en estas condiciones es porque le quedan asuntos pendientes aquí. Ahora debo averiguar cuáles.

1995 - 1998

viernes, 15 de enero de 2016

Chris Pueyo, "El chico de las estrellas" - LIBRO DEL MES

 

Título: El chico de las estrellas   Autor: Chris Pueyo    
Editorial: Destino  Año: 2015    Lugar: Barcelona
Valoración♥♥♥♥♥

... escribir es mirar dentro
de lo que no se ve...”

Chris Pueyo, El chico de las estrellas


Diciembre parece estarse convirtiendo en un mes de lecturas afortunadas, y si en 2014 mi corazón se rompió con el último aliento de Rafael Chirbes (con permiso de su recién aparecida novela póstuma) en este mi alma se llenó de constelaciones y estrellas con la primera apuesta del jovencísimo Chris Pueyo en el terreno de la narrativa larga. Hay una palabra para describir este libro, una palabra que horrorizaría al autor y también a varios de sus personajes, y esa palabra es:

PER-FEC-CIÓN

Que una primera novela se presente bajo el paraguas de la editorial Destino es garantía casi segura, como parece estar siendo el caso, de éxito para la misma. Pero es que cuando uno se tropieza con un primer libro de la calidad y originalidad de El chico de las estrellas, entiende perfectamente tanto el éxito cuanto la acertada decisión editorial de publicarlo. En este sentido, hay que dar un bravo a Destino —y un tironcillo de orejas por algunas erratas menores que aparecen en el texto—, por la valentía a la hora de apostar por una historia como esta —¡ya era hora!— y un doble bravo a su autor, por atreverse a compartir su historia, logrando hacer —como es la mejor misión del arte— de su dolor particular, algo universal; y, por otra parte, por la espectacular calidad del texto que aquí presenta.

Aviso para navegantes: vaya por delante que esta historia tal vez deba evitarse a corazones (hiper)sensibles, aunque quien suscribe cree que debería ser de obligada lectura para quienes hieren niños, y recomendada para todo el mundo: a quienes tienen alma, porque la tendrán mejor. A quienes no, porque se agenciarán una.

Desde el punto de vista temático, ya me congratulé, a propósito de la trilogía Play, de Javier Ruescas, de que autor y editorial se hubiesen aventurado a incluir la cuestión de la diversidad afectivo-sexual en aquella obra. No obstante, si en aquella se trataba de algo relativamente tangencial, cobra un papel mucho más preponderante en El chico de las estrellas. Sin embargo, constituiría un error gravísimo limitar esta novela a los estrechos límites de esa —o de cualquier otra— etiqueta, como la de “infantil y juvenil”, que me parece muy discutible —y que discutiría si no fuera porque ya expliqué en otra parte que directamente no me parece que exista semejante cosa—: cualquier lector desprejuiciado encontrará tratados en ella temas mucho más universales, singularmente la búsqueda del autoconocimiento, con los que cualquiera puede sentirse identificado: es una historia de reconciliación con el pasado y agradecimiento, un libro de aprendizaje que contiene una valiosa lección de vida.

Comencemos diciendo que, ya desde el principio, destaca la calidad estratosférica de la prosa de Pueyo, llena de metáforas de doble sentido (p.e., “Cuando termina abril, la gente normal compra mayo y tira abril a la basura”, p. 11). Tiene lugar un fuerte contraste entre la madurez vital —filosófica, si se quiere— del autor/narrador y su uso de un lenguaje por momentos deliberadamente infantilizado. Es muy posible que los niños que sufren envejezcan, por dentro, a razón de un año por hostia, así que Pueyo, de 20 por fuera, bien pudiera tener un alma de 200. Desde esa perspectiva, se entiende mucho mejor su sólido estilo, maduro, que sorprende a pesar de todo y, por qué no decirlo también, da envidia. La ingenuidad del tono general se contrapone a la sabiduría del protagonista-narrador en su madurez, y en particular, es de resaltar su capacidad para discernir que lo que no es forma también parte de lo que es; es decir, que el anverso es parte inseparable de lo que existe.

El chico de las estrellas presenta una habilísima mezcla de recursos clásicos (incluidos los de la literatura oral: es fácil imaginarse adaptaciones para la escena, ya que es una escritura muy teatral) con otras técnicas más novedosas que, si no completamente inéditas, sí están mezcladas con frescura. Así, el “esquizofrénico” narrador o la constante ruptura de convenciones narrativas, cierta violencia sobre la sintaxis, así como la presencia de múltiples intertextualidades, musicales sobre todo.

Hay también unas cuestiones de formato, que no describiré para no chafar la sorpresa al lector, pero que son dignas de aplauso, por lo acertado y por lo atractivo.

Como piedrecita en el zapato, sin embargo, cabe decir que el detallismo del principio se diluye hacia el final, resultado tal vez de estar contando la propia historia: sajar demasiado la carne puede resultar muy doloroso, incluso corridos años de por medio, así que no deja de ser comprensible desde el punto de vista humano, pero desde el narrativo deja al lector con cierta sensación de cojera —leve—.

A pesar de todo, y si las cosas fluyen como cabe esperar y deseamos, es muy posible que acabe de nacer una voz importante en la más joven generación de escritores españoles. En este sentido, y retomando algo que el autor afirma en el primer párrafo de la p. 64, su desafío será ahora ver si es capaz de contar vidas ajenas (aunque, en realidad, un escritor, escriba de lo que escriba, en el fondo siempre escribe de sí mismo). 

 

jueves, 14 de enero de 2016

Ir al cine un día de frío



Ir al cine un día de frío.

Siempre me ha gustado ir al cine. Sin embargo, casi nunca veo la tele. La noche es muy fría. Yo no lo sé, porque estoy ante la estufa, dentro de casa. Salgo. Voy a llamar a mi mejor amigo para que vaya conmigo a ver una españolada. La película promete ser tremendamente mala. Cierro tras de mí la puesta del edificio. En efecto, la noche es fría, muy fría. Al poco rato casi empiezo a tiritar. Hace mucho frío. Tarareo la obertura de Nabucco mientras me dirijo a casa de Julio. El camino está bastante oscuro, como siempre. Si alguien quisiese atacarme ahora sería presa fácil. ¡Pero qué frío hace! Corro el riesgo de ser rechazado, por supuesto, sobre todo porque sólo falta media hora para que empiece la función. Subo la escalera. Timbro. Julio baja hasta el portal.
      -Hola. ¿Vienes al cine?
      -Hoy no tengo ganas.
      -Bueno... —estoy pensativo, cara de bobo—. ¿Y mañana? ¿Vienes al cine?
      -Vale.
      -Adiós.
      -Hasta luego.
     Corría el riesgo de ser rechazado: ¡hace mucho frío! Después de todo, bien pensado, tiene razón: yo tampoco tengo ganas de ir al cine. Hace demasiado frío.

1995 - 1998

miércoles, 13 de enero de 2016

La perfección


 

La perfección.

Poco hemos de fijarnos, y no hace falta ser un observador muy sagaz, para darse cuenta de que la Historia no sucede por suceder, que las cosas no ocurren porque sí. Las cosas suceden para nosotros, como si alguien se preocupase por enviárnoslas para entretenernos, con una intención muy precisa. No estamos predestinados. Todos podemos manipular nuestro destino. Porque ese alguien... somos nosotros. 


      A lo lejos se oía una canción. Sí, alguien cantaba. Era una voz femenina, muy clara, muy aguda, muy precisa. Algún despistado se había dejado la radio del coche encendida, y una música estruendosa resonaba por todas partes, reverberaba contra las paredes del aparcamiento. ¿Quién cantaba? Sí, era la mujer de la limpieza. Llevaba su walk-man a todo volumen, y una bata azul, con una tarjeta identificativa que colgaba de su bolsillo izquierdo. Con movimientos rítmicos manejaba su escoba. No, no era una escoba. Era una mopa. Movía la mopa hacia adelante y hacia atrás. Adelante, atrás, adelante, atrás, adelante, atrás. Ya casi no quedaban coches. El más llamativo era el que tenía la radio encendida. La señora de la limpieza cantaba muy fuerte, y subió aún más el volumen de su walk-man. Pisadas de varias personas resonaron, y dos hombres y una mujer se dirigieron cada uno a su coche. Se marcharon, ante la mirada rencorosa de la interrumpida mujer, que veía cómo los tres coche pisaban todo lo que ella había limpiado.
      Pensó:
     -(La Perfección es patrimonio de unos pocos. Sólo los Elegidos podemos dominarla y utilizarla. Estos estúpidos no saben lo que es. No pueden saberlo. No pueden sentirlo).
     Y con rítmicos movimientos, volvió a manejar diestramente su mopa. ¡Qué elevados eran sus pensamientos! ¡Cuán elevados su sentimientos! Aquel dominio que tenía sobre la Perfección, aquel dominio que creía tener la llevaba, inexorablemente, a menospreciar a los demás.
      Después de todo... ¡qué cruel había sido la vida con ella! ¡Qué cruel, negándole las delicias del conocimiento! Ella, con su mísero sueldo, trataba de paliar su ignorancia comprando libros y más libros, de todas las disciplinas, de todos los géneros, en todos los idiomas que había conseguido dominar con tiempo y esfuerzo...
      Su mente se empapaba de conocimientos, al igual que una esponja se empapa de agua.
      Se oyeron pisadas.
     El hombre del coche que tenía la radio encendida ya se marchaba a su casa. Su pequeña hija y su amorosa mujer esperaban con ansiedad su llegada.
     Entretanto, la señora de la limpieza veía nuevamente destruido su trabajo.
     Un objeto muy contundente golpeó la cabeza del hombre, que cayó, inerte, al suelo.
    La señora de la limpieza pensó: “Esto es la Perfección”, mientras seguía sonando fuertemente la música de la radio y ella fregaba rítmicamente.

1995 - 1998

martes, 12 de enero de 2016

Los niños


 

Los niños.

Todavía recuerdo la cara de aquel pillastre. ¡Qué error asociar la figura de un niño a la inocencia! Yo caminaba relajado, con los ojos apenas abiertos, como un borracho. Escuchaba, entre mi paseo y las voces entremezcladas de la gente, las sinfonías ultramarinas que se producían en la cercana playa.
      Aquellos niños, que, vistos desde lejos, semejaban hormigas, aunque carentes, desde luego, de la férrea disciplina que aquellas mantienen, correteaban, entre juegos y espantosos chillidos, pisoteando la hermosa y verde hierba del parque, empujándose unos a otros por la diminuta casita que hay en él.
      Pero entre todos aquellos retoños había uno que destacaba. Tenía algo especial, no sabría decir qué, que atraía la atención. Su cara espabilada, pálida, presidida por aquellos ojos azules, me recordaba a estas marionetas maquiavélicas que siempre representan la función en el papel de malo. Pues en efecto era un diablo.
       Todos los demás le cedían su lugar si aguardaban en la cola para los columpios o para el tobogán; era el habitual mandón que ordena sobre todos y que, no muy de tarde en tarde, arrea algún que otro guantazo.
      Pero esto no es muestra de la menor maldad por parte del chiquillo, pues hasta aquí es su actitud perfectamente comprensible y normal, propia de un niño.
      Ya habían quedado los niños en el parque cuando, por la sombra, observé algo que se me echaba encima, pero ya no tuve tiempo de reaccionar; enseguida sentí sobre mi cabeza la húmeda, fría y dura pelota con que los niños acostumbran jugar.
      Al volverme, vi cómo una comitiva infantil corría a recuperar el balón; observé al niño-rey, allí, en la lejanía, observándome con una sonrisa orgullosa en la cara.
      No le di la menor importancia al asunto. Simplemente, continué con mi paseo diario.
      Pero la culminación fue a mi regreso. Cuando más o menos pasaba a la altura del punto anterior, sentí en la parte de atrás de la cabeza, casi en la nuca, un golpe de un objeto aún más recio que el anterior. El golpe fue tan contundente que dio conmigo en el suelo, mojado por la fresca lluvia. Pero esta vez, conocí en el golpe que había sido intencionado. Tenía esa perfección, esa precisión propia del crimen calculado fríamente.
      Algo aturdido, me di la vuelta para ver la cara del agresor, todavía desde el suelo y con la ropa mojada. ¡Cómo! El autor de la fechoría era el chiquillo diabólico. Permanecía allí, impávido, expectante, con una malvada sonrisa en los labios. Con una sonrisa tan estúpida que daba ganas de borrársela de una bofetada. ¡Asco de niños!

1995

lunes, 11 de enero de 2016

El autobús


(Voz: Clara Montes / Poema: Antonio Gala)

El autobús.


Estaba cansado. Se dejó caer sobre el asiento del autobús. Estaba cansado de caminar por todo el centro comercial. Su amigo se sentó a su lado. Hacía calor. Hacía mucho calor. Cerró la cortina para no le diese el sol. Abrió el aire acondicionado y lo dirigió hacia su cara, hacia su cabeza. Estaba puesta la radio; sonaba una musicación de una famosa artista de unos poemas de un famoso escritor. Le estaba gustando la canción. Él conocía esos versos del poeta y la musicación era muy buena. Una anciana entró gritando, hablando a saber con quién. ¡Ahhh! La habría estrangulado allí mismo. ¿No oía la belleza de la música y del poema? Seguro que no. Era demasiado egocéntrica como para oírlo. Era demasiado egocéntrica como para escuchar nada que no fuese ella misma. La vieja continuó gritando:
      -¡Qué calor! ¡No se mueve ni una hoja! ¡Qué calor! Voy a abrir el aire acondicionado.
      Extendió la mano y, como iba sola, dirigió hacia sí las dos salidas del aire. Luego se levantó en su sitio y abrió también las del asiento de delante; los pasajeros que ocupaban esos puestos, indignados, le dijeron que tenían frío, que ya las abrirían si le parecía. Y la vieja, con tono despectivo, dijo dando voces:
      -¡Pues las cerramos! ¡Qué calor! ¡No se mueve una hoja!
       Después de estar parados un buen rato, el autobús arrancó al fin. Su amigo estaba un poco pesado ahora. Quería hablar, pero a él no le apetecía, aunque... “¡Todo por la amistad!”, pensó.
      -Lee la introducción de este libro —le dijo su amigo, tendiéndole un libro bastante grueso—.
      Él la leyó lo más atentamente que pudo, y al acabar le dijo lacónicamente:
      -Muy interesante.
    Su amigo le pidió el libro que él había comprado. Se lo puso en las manos. (“¡Qué sueño!”, pensaba). Su amigo lo hojeó decididamente y le dijo:
      -Muy interesante.
      (“Parece que el laconismo se pega”, rió para sus adentros).
     Su amigo quería hablar. Estaba decididamente pesado después de las compras que había hecho. Él le dijo:
  -Estoy cansado —y añadió, mintiendo—: he dormido mal esta noche. Además, el aire acondicionado me da sueño y hace demasiado calor como para apagarlo.
     Giró la cabeza y miró por la ventana. La apoyó entre el respaldo del asiento y el cristal. Le dijo a su amigo:
     -Voy a dormir.
    Volvió la cabeza a la misma postura y cerró los ojos.

1995 - 1998



domingo, 10 de enero de 2016

La maldita


 
(Bruno Amadio)

La maldita.

Fue un instante de furor, en el que, sin el menor remordimiento posterior, la habría matado. La explosión con que la ira había arrasado su alma en aquel momento, impulsándole a reaccionar tan violentamente, era algo indecible.
      Ahora, permanecía sentado sobre una banqueta, próxima a la pared y manchada por el denostador paso del tiempo. Su camisa, abierta en los tres primeros botones, dejaba al descubierto su pecho que se agitaba fuertemente, cansado por el repentino y salvaje esfuerzo que había hecho, que, sin duda, constituyó una desproporcionada producción de adrenalina.
      Ella, casi incapaz de gritar, más por el miedo y la sorpresa que por el dolor de los golpes, yacía en el suelo, sentada contra la pared, con uno de los ojos negro y el otro derramando un mar de lágrimas.
      La había azotado ferozmente con el ancho cinturón de cuero, y luego, no contento aún con la tremenda paliza, se decidió a aporrear con sus enormes puños, semejantes a mazas de batán, las frágiles carnes de ella, que, hubiera o no cometido la falta que se le imputaba, no merecía tal castigo.
      Él, ahora, cabizbajo, pensaba en cómo podía haberle hecho tal cosa a él. ¿Por qué? Ella sabía perfectamente que no podía, que no debía hacer aquello. Pero la amarga pregunta que ahora bullía en su cabeza era, ¿para qué? ¿Qué motivos podría tener ella que la empujasen a hacer esas cosas? No había sido instruida para que hiciese esas cosas.
      De pronto, le sobrevino una desagradable sensación, algo que le hacía pensar que lo que había hecho no era lo correcto. Sintió cómo una lágrima brotaba en su ojo izquierdo con dolor, y resbalando con pesadez mojaba su rostro. Repentinamente, un amargor indefinible se acumuló en su pecho, que no se agitaba ya, sintiendo cómo si el corazón se le apretase más y más, cada vez más. Un punzante dolor recorría su brazo izquierdo; se le hacía difícil respirar. Cayó al suelo como un peso muerto desde la banqueta en que estaba sentado, diciendo quedo:
      -Ayúdame... por favor... ayúda...
      Ella le miró lánguidamente, cerró con suavidad los ojos, y las lágrimas que acumulaban, dejaron de brotar. Se levantó lentamente, sin dejar de mirarle en ningún momento y, caminando despacio, se sentó en la banqueta, aún caliente, donde él se había sentado segundos antes. Ya no hablaba, gesticulaba tan sólo, llorando, movía cada vez menos los brazos y en su boca se pintó la misma mueca que se pinta en la de los peces cuando son sacados del agua. Al rato, dejó de moverse. Ella, sonriendo, le miró, permaneciendo sentada, esperando a que el día amaneciese.

1995 - 1998

sábado, 9 de enero de 2016

El secreto de confesión




El secreto de confesión.

La noche extendía su manto misterioso sobre el pueblo. La beata caminaba deprisa, algo alborotada. Creía sentir pasos tras ella. Cuando se volvía, no había nadie; seguía caminando y le parecía oír pasos de nuevo; pasos misteriosos que nadie daba. Y la noche continuaba cerniendo una negra espesura sobre las casas. Ya estaba subiendo la cuesta que conducía a la iglesia. La farola que iluminaba aquel punto estaba rota y no funcionaba, dejando completamente oscuro el callejón que desembocaba allí. Al pasar justo por delante, miró hacia la negra profundidad del callejón sin distinguir nada y aceleró el paso.
Por fin, llegó a la iglesia, que estaba totalmente iluminada. El organista ensayaba unas piezas de relativa dificultad con el coro y el órgano. En los solos del órgano, los ecos se perdían misteriosamente por las naves laterales del edificio. La idea de que hubiese gente la tranquilizó.
Se dirigió al confesionario, murmuró y escupió sus pecados, se le impuso una penitencia y fue absuelta.
Se arrodilló la beata en un reclinatorio cerca del altar y allí despachó, en un periquete la penitencia como quien tiene práctica. Casi corriendo, se dirigió a su casa.
Alguien salió del oscuro callejón embozado. Le tapó la boca y la arrastró hacia el callejón.
La violó.
La beata intentaba gritar y desasirse de él, pero no lo consiguió. Cuando el criminal estuvo saciado le propinó un tremendo bofetón que la dejó inconsciente y se marchó corriendo.
Tres días más tarde, encontraron a la beata en su casa, dentro de la bañera, con el agua corriendo y las venas de las muñecas cortadas, muerta. ¿No sabía, acaso, que el suicidio es un pecado?

*********

El eco del órgano se hundía en las profundidades de las oscuras naves laterales. Las pisadas de aquel hombre con botas resonaban misteriosamente en todo el edificio.
Se quitó el sombrero y la capa y se arrodilló en un reclinatorio para orar. Estuvo rezando cerca de media hora. Luego, se levantó y se dirigió al confesionario.
-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida.
-Dime, hijo, ¿cuáles son tus pecados?
-He violado a una mujer, padre.
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡El cielo nos asista!
-Y estoy muy arrepentido, padre.
-... siendo así, reza veinte Avemarías y quince Padrenuestros, y reza ahora el Acto de Contrición mientras yo te absuelvo.
El criminal rezó toda su penitencia. Cuando salió del templo, iban tras él el organista y el sacerdote, que cerraron las enormes puertas del edificio. Todo estaba en silencio, y no había nadie por la calle; todo sumido en una oscuridad sepulcral.
El criminal bajaba la cuesta de vuelta de la iglesia. Se oyó el sonido de un coche que pasaba. De pronto, el coche lo arroyó, tan brutalmente que lo partió por la mitad. Tres días después aún encontraron una mano presa en un seto, a medio kilómetro de donde había ocurrido el accidente.

1995 - 1998

viernes, 8 de enero de 2016

El final


  Cola para ver el final de la crisis. de el silencio (Jaime Lluch)
(Jaime Lluch)


El final.

Levantó la pluma del papel. ¡Qué horrible era tener tantas ideas geniales! Jamás podría desarrollarlas todas, y eso quemaba su corazón como si estuviera en el interior de una hoguera. Se levantó y se dirigió lentamente a la ventana. Fuera, la noche hablaba en un monólogo continuado con la luna, sin hacer caso del murmullo de las estrellas, y las montañas, que cuando soplaba el viento cantaban en verso, pero que entretanto hablaban en prosa, se percibían vagamente como unos borrones de tinta.
      Ahora, lo fundamental era decidir el futuro del personaje protagonista: ¿debeía morir, o debía continuar viviendo para llevar una vida sórdida?
      Entró Matilde con una humeante taza de café que dejó sobre la mesa, retirándose sin hacer ruido y sin articular palabra. Se acercó a la mesa y se tomó el café amargo, tan caliente que abrasaba la garganta, cosa que en parte le atrajo a la realidad; miró de reojo, primero a los dos terrones de azúcar aún dentro de su envoltorio que estaban en el borde del plato (no entendía por qué después de diez años seguía sirviéndoselos con el café, que siempre tomaba sin ellos); después, a los folios ya escritos de la nueva novela. Solamente le faltaba el final, decidir el destino del protagonista para acabarla, pero se sentía incapaz.
      Un arrebato que recorrió sus entrañas estuvo a punto de empujarle a romper aquellos folios que tanto le atormentaban, aquellas hojas que permanecían calladas, con su lado sin escribir mirando al techo.
      Recordaba con melancolía aquellos días gloriosos, hermosos días, fáciles, en que escribía una novela cada cuatro meses, y cuentos y poemas en sus ratos libres.
      ¿Por qué se había vuelto tan difícil para él? No alcanzaba a comprender el motivo que había causado aquella inversión: se supone que lo complejo son los comienzos, no los finales.
      Sin embargo, su principio había fluido con toda rapidez y facilidad. Había alcanzado el éxito. Y ahora, cuando llegaba el momento de las grandes obras; el momento de la culminación; el punto en que se rayaba, en que se vislumbraba la perfección, se amalgamaban todos sus sentidos.
      No lo comprendía.
      Se sentó de nuevo frente al escritorio, en la mullida silla. Pesadamente alzó el montón de folios y los puso frente a sí. Comenzó a ojearlos con creciente atención.
      Entonces tuvo la certeza, la revelación, la seguridad de que sin darse cuenta, había escrito el relato de su propia vida. Por eso era incapaz de escribir el final: no podía escribirlo, sencillamente, porque no lo conocía.
       Estaba claro que en esa situación debía inventar un final. Como era del todo imposible que él llevase un vida sórdida, vio con seguridad lo que debía hacer: el protagonista debía morir.
      Con renovada pasión, cogió la pluma. Escribió sin pausa durante toda aquella noche, como cuando era joven. Allá, a la vuelta del alba, levantó la pluma, seguro de que había escrito una obra maestra. Ciento cincuenta nuevos folios había nacido de sus manos en aquellas breves horas. Se echó hacia atrás, relajándose por completo en la silla, entornando los ojos. Aspiró profundamente, mientras trataba de no pensar en nada, de alejar de sí todos los posibles pensamientos que pudiesen en ese momento acudir a su mente.
      Con lentitud, se dirigió a la ventana, y la abrió. Una ráfaga de viento con aroma marino le golpeó la cara. Y sin pensarlo más, se dejó caer como un peso muerto.
      Mientras caía, le iba llenando una sensación perfecta, única e irrepetible.
      Al golpear el suelo, durante unos brevísimos instantes, menos de un segundo, sintió la perfección bullendo por todo su cuerpo; y sintió que, por primera vez en su vida, había hecho algo bien.

1995 - 1998

"Está ya mi corazón lleno"

[Un poema rescatado por casualidad de un relato olvidado en el fondo de una cajonera].

  

Está ya mi corazón lleno de
cicatrices por jugar con el Amor.
Estalla mi corazón, de cicatrices
lleno, suspirando por un nuevo Amor.

La luna de plata se mira en el río
cual si se mirase en un espejo.
Dolorosa y lenta, como un desafío,
la noche del alma camina en silencio.

¿No sabes, loco pensamiento, que
diriges tus esfuerzos en vano
a un pétreo corazón que ya,
solo y triste, te dejó abandonado?

No, no mires hacia él,
deja que como las palomas
con que te cruzas en la plaza
se arrepienta y de rodillas
te siga y te implore a todas horas.
Y después, no perdones las heridas
infligidas, nobles señoras,
que sólo con el mucho tiempo,
o con la muerte, se borran.