viernes, 8 de enero de 2016

El final


  Cola para ver el final de la crisis. de el silencio (Jaime Lluch)
(Jaime Lluch)


El final.

Levantó la pluma del papel. ¡Qué horrible era tener tantas ideas geniales! Jamás podría desarrollarlas todas, y eso quemaba su corazón como si estuviera en el interior de una hoguera. Se levantó y se dirigió lentamente a la ventana. Fuera, la noche hablaba en un monólogo continuado con la luna, sin hacer caso del murmullo de las estrellas, y las montañas, que cuando soplaba el viento cantaban en verso, pero que entretanto hablaban en prosa, se percibían vagamente como unos borrones de tinta.
      Ahora, lo fundamental era decidir el futuro del personaje protagonista: ¿debeía morir, o debía continuar viviendo para llevar una vida sórdida?
      Entró Matilde con una humeante taza de café que dejó sobre la mesa, retirándose sin hacer ruido y sin articular palabra. Se acercó a la mesa y se tomó el café amargo, tan caliente que abrasaba la garganta, cosa que en parte le atrajo a la realidad; miró de reojo, primero a los dos terrones de azúcar aún dentro de su envoltorio que estaban en el borde del plato (no entendía por qué después de diez años seguía sirviéndoselos con el café, que siempre tomaba sin ellos); después, a los folios ya escritos de la nueva novela. Solamente le faltaba el final, decidir el destino del protagonista para acabarla, pero se sentía incapaz.
      Un arrebato que recorrió sus entrañas estuvo a punto de empujarle a romper aquellos folios que tanto le atormentaban, aquellas hojas que permanecían calladas, con su lado sin escribir mirando al techo.
      Recordaba con melancolía aquellos días gloriosos, hermosos días, fáciles, en que escribía una novela cada cuatro meses, y cuentos y poemas en sus ratos libres.
      ¿Por qué se había vuelto tan difícil para él? No alcanzaba a comprender el motivo que había causado aquella inversión: se supone que lo complejo son los comienzos, no los finales.
      Sin embargo, su principio había fluido con toda rapidez y facilidad. Había alcanzado el éxito. Y ahora, cuando llegaba el momento de las grandes obras; el momento de la culminación; el punto en que se rayaba, en que se vislumbraba la perfección, se amalgamaban todos sus sentidos.
      No lo comprendía.
      Se sentó de nuevo frente al escritorio, en la mullida silla. Pesadamente alzó el montón de folios y los puso frente a sí. Comenzó a ojearlos con creciente atención.
      Entonces tuvo la certeza, la revelación, la seguridad de que sin darse cuenta, había escrito el relato de su propia vida. Por eso era incapaz de escribir el final: no podía escribirlo, sencillamente, porque no lo conocía.
       Estaba claro que en esa situación debía inventar un final. Como era del todo imposible que él llevase un vida sórdida, vio con seguridad lo que debía hacer: el protagonista debía morir.
      Con renovada pasión, cogió la pluma. Escribió sin pausa durante toda aquella noche, como cuando era joven. Allá, a la vuelta del alba, levantó la pluma, seguro de que había escrito una obra maestra. Ciento cincuenta nuevos folios había nacido de sus manos en aquellas breves horas. Se echó hacia atrás, relajándose por completo en la silla, entornando los ojos. Aspiró profundamente, mientras trataba de no pensar en nada, de alejar de sí todos los posibles pensamientos que pudiesen en ese momento acudir a su mente.
      Con lentitud, se dirigió a la ventana, y la abrió. Una ráfaga de viento con aroma marino le golpeó la cara. Y sin pensarlo más, se dejó caer como un peso muerto.
      Mientras caía, le iba llenando una sensación perfecta, única e irrepetible.
      Al golpear el suelo, durante unos brevísimos instantes, menos de un segundo, sintió la perfección bullendo por todo su cuerpo; y sintió que, por primera vez en su vida, había hecho algo bien.

1995 - 1998

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