miércoles, 20 de enero de 2016

El mundo


 

El mundo.

Recuerdo un pasillo. Era largo. Muy largo. Interminable. Tan largo que yo lo concebía como Lo Único. Era la vida. No había nada más. No existía para mí más mundo que ese. A ese pasillo se me había reducido. Y no era más que ese pasillo y mi cuerpo. Porque mi mente no contaba. Porque mi mente y mi alma no existían. Me había enterado, más tarde, de que corrían rumores de que yo estaba loco. Pero no era cierto. Eso es lo que dicen todos. A los que lo repetían demasiado los encerraban en una habitación estrecha con paredes acolchadas. Húmedas. Los encerraban como castigo y sólo Dios sabe qué torturas les practicaban allí. Así que ni pío. Yo nunca decía: “Yo no estoy loco”, porque mientras obedecías Ellos hablaban contigo y te trataban bien. En cambio si intentabas hacerte el héroe, te trataban peor que a un perro. Además, quizá yo sí estuviese un poco loco. Y aunque no lo estuviese, ¿qué podía hacer yo? No tenía a nadie fuera de allí y me asustaba la soledad. Me asustaba mucho. Muchísimo. La soledad también estaba a veces por aquel pasillo. Pero si no te gustaba, salías de tu habitación, te colabas en otra y hablabas con algún Compañero. ¿Compañero de qué? De nada que nosotros conociésemos. Pero Ellos nos llamaban así y todo se pega... Entonces, cuando Ellos se daban cuenta, te buscaban, te encontraban y muy amablemente te cogían por el brazo y decían: “Venga, es hora de volver a tu habitación para dormir”, aunque no siempre dormíamos. Pero como ya habías estado con alguien, ya no sentías la soledad en dos o tres días. A veces venían unas personas a visitarnos. Los que venían a visitarme a mí eran desconocidos. Pero eran muy agradables y al saludarme tan efusivamente yo suponía que debía hacer lo mismo. Siempre omitía sus nombres para que no se diesen cuenta de que no les conocía. Aunque yo no sabía si en realidad debería conocerles. Supongo que sí. O quizás sólo fuesen Voluntarios. Era difícil saberlo sin preguntárselo, porque yo no me atrevía a hacerlo. Pero eso quizás fuese lo menos importante de todo. Lo importante era que se estaba bien allí. Muy bien. Sí, muy bien realmente. Nos lavaban, nos cuidaban, nos daban de comer y un largo etcétera de cosas más en las que ahora no caigo... Allí dentro podíamos hacer lo que quisiéramos. Casi todos pasaban muchas horas delante de un enorme televisor charlando sobre lo que iban viendo en la pantalla. Pero yo prefería escribir. Sólo veía unos determinados programas. Y siempre veía la tele en mi habitación. Porque también teníamos televisiones individuales en nuestros cuartos. Todo el mundo allí era muy agradable. Conmigo por lo menos. Quizás yo fuese una persona muy magnética. Tan sólo quizás. Pero lo que a mí me gustaba era escribir. A veces publicaban algo de lo que yo escribía. Alguno de mis libros de poesía; casi todas mis novelas. No era fácil escribir allí dentro. Tampoco lo era cuando salía al jardín. Era peor. Por eso me sentía especialmente bien cuando me decían que era bueno escribiendo. Pero a mí no me gustaba que me lo repitiesen demasiado. Me ruborizaba. Me desquiciaba. Aunque quizás yo fuese un desquiciado crónico. Había géneros que me estaban vedados, como el artículo periodístico, a menos que fuese subjetivo. Mi opinión sobre algo abstracto. Pura idea. Pero eso no me gustaba. Yo nunca podría estar en una guerra describiéndola a mi gusto. Jamás. Pero yo prefería las novelas y la poesía sobre ninguna otra cosa. Normalmente, los manuscritos se los dejaba ver a los que venían a visitarme. Muy amablemente me preguntaban si podían quedárselos, porque eran muy bonitos. Yo siempre decía que sí, pues no quería parecer descortés. Al cabo de un tiempo me llegaban varios libros editados con mi nombre en letras grandes sobre la portada, bajo títulos que yo nunca había escrito, porque yo nunca titulo lo que escribo. Dentro estaban los manuscritos que yo había regalado. Estaba bien. Todo lo que fuese leer me encantaba. Podía estar leyendo horas y horas y horas sin moverme de mi sitio. Y la gente se sorprendía de ello. Pero era fácil. Muy fácil. Muy fácil para mí. Más fácil para mí que para ningún otro que yo conociese. Pero yo no conocía a todo el mundo. Seguramente habría lectores mejores que yo. En ocasiones  tengo que releer varias veces el mismo párrafo para entenderlo. A veces me resulta difícil concentrarme en nada. Y eso no me gusta. No me gusta nada. Yo los llamo mis días tontos. Pero no tenía días tontos a menudo. Solía concentrarme mucho durante mucho tiempo. En ocasiones pensaba tanto y tan deprisa que casi me desmayaba. Y me sentía confuso. Pero yo era así. Y era tarde para cambiar. En otoño la luz inundaba el pasillo tenuemente y lo pintaba de un color amarillo oscuro agradable y acogedor. Muy acogedor, la verdad. Y yo me sentía melancólico. A veces alguno de Ellos que había salido en su semana de vacaciones me traía un libro. Y siempre tenían cuidado de que no lo tuviese ya. Con todo ya tenía una biblioteca con cerca de diez mil libros. Esto me agradaba. Me agradaba mucho. Muchísimo. En ocasiones todo me parecía absurdo y yo estaba muy deprimido. Entonces venía alguien que me daba unas palmaditas en la espalda y me recordaba lo bien que escribía. Y yo me ponía especialmente desquiciado esos días. Y sentía ganas de arrancarle todos los pelos de la cabeza y vaciarle los ojos. Pero no podía hacer eso. No debía hacer eso. Eso estaba mal. Estaba muy mal. Muchísimo. Y al final eso acababa animándome. Me animaba mucho. Y yo abrazaba efusivamente a esa persona. Tanto que la persona se quedaba boquiabierta. Y había que cerrarle la boca. Y a veces la boca no reaccionaba y se volvía a abrir. Y se la cerrábamos otra vez. Y había que repetir la operación tantas veces como fuera necesario hasta que la boca permaneciese cerrada. En rara ocasión tardaba más de cinco minutos. Entonces la persona volvía en sí. Y sonreía. Me sonreía. E iba caminando lentamente por el pasillo, hermosamente iluminado por la luz del otoño. Y era bonito ver llover. Y era bonito ver caer las hojas de los árboles. Y coger un libro de poesía. Y leerlo bajo la caída de las hojas. Todo era bonito. Pero yo sabía que no estaba loco y los demás no. Y no me importaba. Porque sabía que fuera de allí la vida era cruel. Cruel y bastarda. Muy bastarda en especial. Pero dentro todo era maravilloso. Francamente maravilloso. Era un mundo aparte. Era mi mundo aparte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario