Los niños.
Todavía recuerdo la cara de aquel pillastre. ¡Qué error asociar la
figura de un niño a la inocencia! Yo caminaba relajado, con los ojos
apenas abiertos, como un borracho. Escuchaba, entre mi paseo y las
voces entremezcladas de la gente, las sinfonías ultramarinas que se
producían en la cercana playa.
Aquellos niños, que, vistos desde lejos, semejaban hormigas, aunque
carentes, desde luego, de la férrea disciplina que aquellas
mantienen, correteaban, entre juegos y espantosos chillidos,
pisoteando la hermosa y verde hierba del parque, empujándose unos a
otros por la diminuta casita que hay en él.
Pero entre todos aquellos retoños había uno que destacaba. Tenía
algo especial, no sabría decir qué, que atraía la atención. Su
cara espabilada, pálida, presidida por aquellos ojos azules, me
recordaba a estas marionetas maquiavélicas que siempre representan
la función en el papel de malo. Pues en efecto era un diablo.
Todos los demás le cedían su lugar si aguardaban en la cola para
los columpios o para el tobogán; era el habitual mandón que ordena
sobre todos y que, no muy de tarde en tarde, arrea algún que otro
guantazo.
Pero esto no es muestra de la menor maldad por
parte del chiquillo, pues hasta aquí es su actitud perfectamente
comprensible y normal, propia de un niño.
Ya habían quedado los niños en el parque cuando, por la sombra,
observé algo que se me echaba encima, pero ya no tuve tiempo de
reaccionar; enseguida sentí sobre mi cabeza la húmeda, fría y dura
pelota con que los niños acostumbran jugar.
Al volverme, vi cómo una comitiva infantil corría a recuperar el
balón; observé al niño-rey, allí, en la lejanía, observándome
con una sonrisa orgullosa en la cara.
No le di la menor importancia al asunto. Simplemente, continué con
mi paseo diario.
Pero la culminación fue a mi regreso. Cuando más o menos pasaba a
la altura del punto anterior, sentí en la parte de atrás de la
cabeza, casi en la nuca, un golpe de un objeto aún más recio que el
anterior. El golpe fue tan contundente que dio conmigo en el suelo,
mojado por la fresca lluvia. Pero esta vez, conocí en el golpe que
había sido intencionado. Tenía esa perfección, esa precisión
propia del crimen calculado fríamente.
Algo aturdido, me di la vuelta para ver la cara del agresor,
todavía desde el suelo y con la ropa mojada. ¡Cómo! El autor de la
fechoría era el chiquillo diabólico. Permanecía allí, impávido,
expectante, con una malvada sonrisa en los labios. Con una sonrisa
tan estúpida que daba ganas de borrársela de una bofetada. ¡Asco
de niños!
1995
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