martes, 31 de octubre de 2017

Manuel Álvarez Torneiro, Os ángulos da brasa - RESEÑA EXTRA DE OCTUBRE

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Título: Os ángulos da brasa / Los ángulos de la brasa
Autor: Manuel Álvarez Torneiro
Editorial: Kalandraka / Visor
Año: 2012 / 2014
Valoración: 2 / 5

Noso foi o momento que hoxe volve
ao espazo seguro que é a memoria:
esa consumación que nunca acaba

—Manuel Álvarez Torneiro,
Os ángulos da brasa

Premio Nacional de Poesía en 2013 precisamente por el libro que hoy nos ocupa, el poeta gallego Manuel Álvarez Torneiro (A Coruña, 1932) persigue en Os ángulos da brasa —disponible en edición bilingüe en Visor— un empeño totalizador manifiesto ya desde el propio título de la obra: de un lado, tenemos la brasa, es decir, lo que queda después del fuego pero que todavía quema —el recuerdo y la evocación van a ser un tema esencial de este poemario, en esa perpetua repetición que la memoria supone—; y, de otro, encontramos el término ángulo, alusivo a un intento de observar su objeto “de estudio” —la vida toda, en realidad— desde cualquier perspectiva posible —de ahí las alusiones a todas las disciplinas imaginables, artísticas o científicas, a todo tipo de situaciones vitales, etc., en un esfuerzo integrador que hace que Os ángulos da brasa funcione como un caleidoscopio catalizador de la realidad misma—, que explica la evidente tendencia a concentrar la atención es microimágenes, con versos que funcionan como células independientes y dotados de gran intensidad expresiva.

Hay una obsesión del autor por lo que queda del tiempo, por el desgastarse de la memoria y del mundo, por lo poco del pasado que queda a flote en la vejez, pero siempre con una intención protectora, preservadora:

“Busco un pórtico, ás veces, un licor
que vigorice o ánimo ou recollo
a memoria do efémero durando”

e incluso una invectiva contra la complacencia con el poder —este es un tema recurrente, no siempre evidente pero constante como una corriente subterránea—.

La realización se verifica en un ejemplo de poesía pura, en el sentido más juanramoniano de esta expresión, que, sin bien exquisita desde un punto de vista técnico-formal —la técnica empleada es el versolibrismo, aunque con tendencia a la regularidad métrica, con empleo de un léxico preñado de ciertas recurrencias (las imágenes lumínicas, por ejemplo, y, por supuesto, los fenómenos naturales, sobre todo aquellos que contribuyen a desdibujar la realidad y a transformar lo visible en lo posible, como la bruma) y guiado por un esfuerzo sintetizador que tiende a eliminar lo superfluo—.

He de confesar, sin embargo, que cada vez me resulta menos atractivo este entendimiento de la Poesía: el nivel de abstracción al que suele trabajar —variable entre unas piezas y otras, como es lógico— determina que a menudo resulte difícil entender de que están hablando las piezas compuestas según este canon, de tan puras y abstractas, puesto que en realidad podrían estar hablando de cualquier cosa. Llega un momento en el que es tal la catarata de metáforas e imágenes que el lector fácilmente pierde el hilo léxico e incluso sintáctico del discurso.

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domingo, 15 de octubre de 2017

Susanna Clarke, "Jonathan Strange y el señor Norrell" - LIBRO DEL MES

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Autora: Susanna Clarke   Editorial: Salamandra / Círculo de Lectores   Año: 2006
Lugar: Barcelona   Páginas: 813
Valoración: 5 /5

 No es de sorprender que la autora de esta novela faraónica —por sus proporciones y por su ambición— dedicase diez años de su vida a componer Jonathan Strange y el señor Norrell (2004). Más bien habría que sorprenderse de lo contrario, es decir, de que haya sido capaz de completar en tan poco tiempo una pieza que está llamada a convertirse en uno de los clásicos de este siglo —si es que puede confiarse en el criterio de la posteridad, extremo que todavía está por demostrarse—. Y, por si fuera poco, de que esa novela sea un debut literario —sacado un puñadito de relatos—. La ristra de premios que la acompañan, el Hugo entre ellos, es no por merecida menos notable.

Y quizás porque se trataba de una primera novela, la británica Susanna Clarke tenía todas las recetas para el desastre, al imponerse múltiples retos, siendo el primero de ellos la elección de uno de los temas (anti)literarios a priori más aburridos y difíciles de tratar: el conflicto entre teoría y praxis. También, relacionadas con él, la oposición entre racionalismo e irracionalismo, e incluso entre nacionalismo vs. cosmopolitismo — se contiene aquí, y quizá sea ese uno de los puntos más fuertes de Jonathan Strange… una reflexión sobre el carácter e idiosincrasia ingleses—. Y, por último, otro tema destacado es el de la depresión, la pérdida de la ilusión y la alegría de vivir simbólicamente representado por Desesperanza —donde los personajes son afectados por una estéril impotencia— opuesto a la rebelión de Strange para zafarse del “maleficio”, de la “oscuridad eterna”, imponiéndose por su inconmovible voluntad, aunque para ello haya de atravesar los territorios de la locura.

La obra se enmarca en la gran tradición novelística británica decimonónica, con una estructura clásica coherente con la ambientación. Coherencia esta que se extiende también al estilo, recibiendo Clarke en este punto la influencia de Dickens más netamente que ninguna otra —aunque los “chispazos” a lo Austen tampoco escasean, ni faltan los elementos de la literatura gótica—. Sin embargo, un aspecto que no me acaba de convencer, y que desaparece a medida que progresa el libro, son las irrupciones de la autora en la narración —si bien es verdad que suponen un estorbo mínimo—, al no estar atribuidas a la voz narradora. Por el contrario, es de celebrar que la autora se muestre más preocupada por construir una morosa ambientación realista que por desplegar una trama trepidante —lo cual hoy día es mucho decir (en favor de Clarke y en contra del gusto “del público”)—, algo que, por otra parte, suele ser común en los autores que llegan al mercado editorial en su madurez. El texto se convierte así en un tour de force donde la Historia, los usos sociales, la fantasía, la política… se dan la mano para alumbrar una Historia alternativa que, a pesar de su premisa a primera vista absurda, acaba resultando plenamente creíble dentro de las coordenadas que propone.

La ambientación es fantástica y el dominio de Clarke del tempo, sobre todo al inicio, completamente realista, y la dosificación de la información tan bien medida, logran que aunque dedique un solo capítulo a narrar toda una primavera, el tratamiento del tiempo sea muy proficiente, a lo cual contribuye la férrea y nunca quebrada estructura de la novela que, junto con su linealidad —más allá de alguna alusión al pasado, como es ya casi inevitable en cualquier historia—, indica al inicio de cada capítulo el arco temporal que comprende —determinado mes, una estación, etc.—.

La premisa de la que parte la británica es sencilla: la magia existió en Inglaterra. Así de simple. Pero ojo, no cualquier magia. O mejor dicho: no el tipo habitual de magia. Lejos de ser patrimonio innato de unos pocos elegidos, la magia de Susanna Clarke es susceptible de conocimiento científico y accesible a cualquiera.  Y a ellos se aprestan en cuerpo y alma los dos personajes que dan título al libro. Más bien, en cambio, la magia parece ser una cualidad de Inglaterra misma —que, de algún modo, es tan protagonista de la historia como el resto de personajes—. Esta premisa es adobada con múltiples tramas de sociedad, recorriendo todas las clases sociales, narradas con chispa y humorismo británico, lo que hace que Jonathan Strange y el señor Norrell sea lo que habría escrito Dickens de haber existido la magia en su Inglaterra. O la hija de JK Rowling y Jane Austen.

Es, pues, una novela bastante heterodoxa —“pastiche”, la han definido algunos—, lo cual se ve también en un recurso heredado de Borges —o, entre los más modernos, Foster Wallace—; a saber, el uso, la catarata, la auténtica inundación —más de dos centenares, al parecer— de notas al pie repletas de bibliografía apócrifa, comentando el texto, ampliándolo y dotándolo de un sustrato previo que le aporta una solidez y veracidad extraordinarias.

En cuanto a los personajes, y para ir cerrando esta breve revisión del libro que este mes nos ocupa, ya desde el mismo título se nos anuncia a los dos protagonistas —hasta en eso se mantiene la apariencia de clasicismo—, Jonathan Strange representando la praxis, de una parte; y, de otra, el señor Norrell representando el teoreticismo. Aunque, de hecho, un par de docenas de personajes principales circulan por estas páginas, a la par que una plétora de otros de menor envergadura narrativa más o menos accidentales. Ante esta profusión, considero que el narrador en tercera persona omnisciente se adapta muy bien —y no sólo por la coherencia estilística— a las exigencias del texto.

A Norrell, primero, y Strange, después, dedica Clarke, los “libros” primero y segundo de la novela, pero no centrándose en ellos como lo haría un estudioso al microscopio, sino bien al contrario, ampliando el foco de su atención, mostrándonos las circunstancias que los rodean y cómo interactúan aquellos con estas, más que describiéndonoslos. Con Gilbert Norrell diseña la autora un irritantísimo (anti)héroe obsesionado por acumular el conocimiento de su objeto de estudio, en un tremendo afán personalista que excluye a todos los demás, sin que nunca nos llegue a quedar plenamente clara su motivación, aunque parece que el terror al mal uso de la magia está en la base de aquella. Algo así como si un físico viviese devorado por el deseo de saberlo todo acerca de la energía nuclear, pero no tolerase que nadie más se adentrase en ella… por si acaso. Y que precisamente por su exceso de celo acaba convirtiendo aquello que tanto quiere en algo inútil y estéril.

Strange, por su parte, representa al talento natural desligado de cualquier preocupación formal, el instinto frente a la formación —y al formalismo—, el “lo hago porque puedo”… pero “no sé por qué lo hago”. Si se quiere el arrojo juvenil frente a la prudencia de la senectud. Lo cierto es que dado el temperamento de Jonathan, este sólo nos cae bien porque tenemos al insípido, atildado, irritante y sin embargo académicamente brillante Norrell para confrontarle. Cada uno es el antagonista del otro, y como todo antagonismo, esconde más similitudes que diferencias: ambos personajes son igualmente ambiciosos, prepotentes y autosuficientes. Aunque su verdadero antagonista son ellos mismos, que en más de una ocasión se ponen la zancadilla a sí mismos tanto como se la ponen al otro.

Así pues, a pesar de tenerlo todo en contra, Susanna Clarke logró salir airosa de tan gravoso desafío. Quizás, después de todo, haya que creer en la magia. Pero en una llamada talento. Y trabajo duro.

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