sábado, 23 de enero de 2016

Las arañas


 

Las arañas.

Bajaba, acompañado de su amigo, la escalera.
      -Odio las arañas —le decía—; soy aracnofóbico.
     Su amigo le puso la mano en el hombro sonriendo con placidez. Faltaba tan sólo bajar el último tramo de escalera y, torciendo a la derecha, atravesar la estrecha puerta de arco. Algún día alguien un poco grueso quedaría atascado en ella. Después se torcía a la izquierda y se salía, finalmente, a la calle.
      En el momento en que pisó el último peldaño, su amigo desapareció y vio, colgando en la pared, una araña. Una araña enorme. Una enorme araña, tan grande como un puño cerrado, peluda y asquerosa. Intentó gritar, pero la voz se le ahogaba en la garganta y no había nadie que pudiera ayudarle. Se sintió desmayado; cayó al suelo. Al punto recobró el conocimiento para ver un ejército de arañas de todas clases. Una telaraña se ceñía fuertemente sobre su cara y veía alrededor cadáveres de saltamontes y moscas, trozos de cuerpecillos indefinibles, insectos-palo, insectos que no alcanzaba a reconocer...
      -¡Socorro! —gritaba, pero nadie le oía—. ¡Auxilio!
      Y la telaraña continuaba aprentándole el rostro; sentía el tacto de aquellos asquerosos bichos sobre su cuerpo, bajo su nuca, por todo él. Y la luz en el interminable pasillo se iba apagando; no podía huir porque tenía el cuerpo pegado a la telaraña.
     De pronto sintió la presión de ocho patitas que caminaban sobre él, y aquellos asquerosos cadáveres le rozaban la cara. Miles de arañas le rodeaban, urdían sobre él una telaraña como una mortaja mientras él seguía gritando.
       -¡Auxilio! ¡Ayudadme!
     Pero nadie en el mundo le oía. Estaban solos. Él y las arañas, que se le acercaban con sus patas peludas, observándole de hito en hito con aquellos monstruosos y deformados ojos. El miedo le helaba el corazón y se sentía morir. Quería morir. Deseaba morir; porque de lo contrario las arañas le amortajarían vivo y le arrojarían al fondo sin fondo de una despensa subterránea. Allí le irían a buscar cuando tuviesen hambre y le... ¡oh, no, por favor! Era terrible. Aún tenía libres los brazos; con ellos se tapó la cara. No podría soportar a las arañas sobre su cara y... todo era silencio.
     No sentía a aquellos asquerosos bichos, de modo que se destapó la cara y... ¡allí estaban! Aguardaban que se descubriese la cara para poder seguir amortajándole. Se tapó el rostro de nuevo, y entonces le tiraban de los brazos, intentando separárselos, y tiraban más y más, más, más... y lo consiguieron y... su amigo tenía la cara lívida. Estaba sudoroso y angustiado. Su amigo se inclinaba sobre él, que estaba tendido al borde de las escaleras, y le preguntaba si se encontraba bien. Una araña trepaba perezosamente por la pared.

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