A veces parece existir una
cierta convención en establecer una relación entre el genio de un artista y su
precariedad económica, o bien la idea de que todos los grandes artistas han sido pobres de solemnidad, o de que
no han podido ganarse la vida con el arte; de que han tenido que enfrentarse a
mil y una desdichas que, por el contrario, parecen ser las normales y
cotidianas de millones y millones de seres humanos. Hasta se buscan, a veces,
causas exóticas paras sus muertes, pues, como señalaba cierta médico forense a
propósito de Mozart, uno esperaría que la desaparición de tan gran hombre se
hubiera debido a una conjura de fuerzas infernales y no, como ella sostenía, a
una simple insuficiencia renal[1]. Sin embargo, en tanto que
esa afirmación puede ser cierta para algunos escritores —aquí nos vamos a
centrar en ellos—, en otros casos solo puede considerarse resultado de una
magnificación hiperbólica que, estúpidamente, romantiza la pobreza,
atribuyéndole algún tipo de virtud esencial (estúpidamente, insisto, por muy
formadora del carácter que pueda eventualmente resultar la experiencia).
Antes de proseguir, debemos
resaltar el hecho de que los artistas, con independencia de su condición
económica —normalmente poco ventajosa—, siempre han formado parte de la élite
por sus virtudes intelectuales, una suerte de burguesía honoris causa, si se quiere. Por otro lado, las estrecheces
económicas que tradicionalmente han ido ligadas al cultivo y ejercicio de las
artes, en confirmación de una verdad sociológica de carácter universal —a pesar
de que en breve hablaré de Jane Austen esta frase es pura coincidencia—,
siempre, y con las debidas excepciones, han afectado con mayor intensidad, a
pesar de que se trataba de una de las poquísimas vías a su alcance para poder
disfrutar de cierta independencia personal y patrimonial, a las [pocas] mujeres
que se han aventurado en estos menesteres.
Plauto, el legendario
dramaturgo que revolucionó la escena romana, comenzó su vida —de la que, por
otra parte, apenas se sabe nada y, aun de lo que se sabe, no todo es fiable—
como soldado y, posteriormente, comerciante. Parece ser que se arruinó a tal
extremo que hubo de ponerse a trabajar en una tahona desempeñando una labor
normalmente reservada a esclavos o animales: empujar la piedra del molino, tarea
en la que tenía por colega a un borrico que, como es lógico, le miraría con la
comprensible suspicacia de quien desaprueba el intrusismo laboral. Fue en ese
medio tan ingrato[2]
donde empezó a componer sus primeras comedias que, en poco tiempo, le auparon a
una inusitada popularidad y, por ende, a una prosperidad económica que mantuvo
toda su vida, muriendo “rico”.
Múltiples son los ejemplos en
la literatura medieval de nobles (don Juan Manuel, p.e.) o religiosos (Gonzalo
de Berceo, v.gr.) que componían
textos de importancia fundamental y que, por tanto, en mayor o menor medida
según la situación personal, no pueden ser considerados exactamente pobres,
aunque su sustento no proviniese principalmente de su labor artística.
Tampoco el Renacimiento fue
ajeno a literatos que gozaron de inmenso prestigio y popularidad y, por ende,
de no menguada hacienda, como Dante. Ya el mero hecho de que, en una época como
aquella, alguien tuviese acceso a la cultura y aprendiese a leer y escribir, le
situaba automáticamente en una clase mínimamente pudiente: la gente pobre,
pobre de verdad, los desheredados de la tierra, solían estar demasiado ocupados
tratando de no morir de hambre como para prestar atención a semejantes
minucias.
Tampoco en el Barroco faltan
los ejemplos de autores de pobreza romantizada[3], empezando necesariamente
por Cervantes: el ilustre inventor del Quijote,
a quien la tradición ha querido presentarnos poco menos que como un muerto de
hambre (y sin duda sufrió diversas calamidades, como la manquera a causa de un
hecho de armas o su presidio de cinco años en Argel), ocupó distintos puestos
oficiales, como comisario de abastos, comisario de provisiones o recaudador de
impuestos (más que un pobrecito de
solemnidad lo que parece es que tenía la mano, la que podía usar, un poco
larga, y acabó encarcelado por… como él diría, ser demasiado amigo de lo
ajeno); y este es el mismo hombre que recibió, en retribución por cierta misión
secreta en Orán en 1581, un pago de 50 escudos, que, para hacernos una idea de
en qué umbral de renta situaban al autor, tendrían un valor prestige[4] actual de nada menos que…
¡280.000€! Así que pobre… relativamente.
No peor era la situación de
Lope de Vega o Luis de Góngora, cuya condición de canónigos (si bien el primero
si arrancó de una situación económica mucho más perentoria) les aseguraba al
menos el no morir de hambre (dejando a un lado los pingües beneficios que Lope
acabó cosechando gracias a su ultraprolífica obra teatral). Y esto por no
mencionar a Quevedo, cuyo aparatoso nombre y títulos como su señorío de La
Torre de Juan Abad o su pertenencia a la Orden de Santiago, ya nos ponen sobre
la pista de que no estamos ante un hombre desamparado al nivel que pudiera
estarlo, pongamos por caso, un campesino de la Alcarria en esa misma época.
Saltemos tiempos y edades hasta
el siglo XIX para darnos de bruces con Bécquer, co-forjador de la leyenda del poeta
romántico como criatura sensible y zarandeada por un destino aciago. De familia
de comerciantes y artistas, prescindiendo de sus comienzos difíciles (ya se
sabe que los comienzos siempre lo son), mal que bien vivió siempre de su arte
(aunque hubiera de malvender comedias alimenticias) y, aparte algún otro
puesto, entre 1864 y 1868 ocupa el cargo de censor de novelas, con un más que
generoso sueldo de 24.000 reales anuales. Si consideramos que las rentas medias
anuales de un jornalero apenas superaban los mil reales (suponiendo que
asistiese a trabajar todos los días laborables a razón de unos 4 reales por
jornada), y que un Presidente de Chancillería venía cobrando unos 18.000, eso
ya nos puede dar una idea de la posición más bien desahogada que ocupaba el
sevillano.
El problema con los genios
románticos es que, como suele decirse, vivían deprisa y morían jóvenes, y, por
tanto, no tenían tiempo a consolidar su posición. De hecho, es casi recurrente
en sus biografías que, cuando las cosas empezaban a irles un poco bien, se morían.
Se conoce que sus organismos no eran capaces de soportar la felicidad. Por su
parte, la situación de Rosalía de Castro, como mujer, y como mujer casada, era
un tanto distinta, pues, en principio, dependía para su sustento de su marido.
Sin embargo, ya ella era una autora publicada cuando conoce a Murguía (que
ocupó múltiples puestos, incluyendo varios oficiales), y su matrimonio era lo
suficientemente acomodado como para poder permitirse mantener dos casas en sus
últimos años, pues Murguía no residía habitualmente con ella, quien vivió
primero en un pazo en Lestrove y, posteriormente, en un caserón más modesto
llamado A Matanza. Sabemos que la poeta —que, dicho sea de paso, da muestras en
su correspondencia de considerarse a sí misma como escritora— disponía de
servicio, e incluso se permite, en carta a su marido fechada el 26 de julio de
1881, afirmar que “No siendo porque lo
apurado de las circunstancias me obligue imperiosamente a ello, dado caso que
el editor aceptase las condiciones que te dije, ni por tres, ni por seis, ni
por nueve mil reales volveré a escribir nada en nuestro dialecto, ni acaso
tampoco a ocuparme de nada que a nuestro país concierna”.
Por continuar con la condición
de la autora femenina, singularísimos casos de éxito son los de Gertrudis Gómez
de Avellaneda —autora, entre otras, de la que se considera la primera novela
antiesclavista, que le lleva la delantera incluso a La cabaña del tío Tom, a pesar de ser mucho menos conocida—, que,
como Rosalía, continuó su labor literaria una vez casada; y Emilia Pardo Bazán,
que la continuó, podríamos decir, a pesar
de estar casada: las feroces críticas vertidas contra Emilia llevaron a su
marido a exigirle que dejara de escribir y se retractase públicamente de lo
publicado. Lejos de hacerlo, la condesa —su buena posición social ya nos informa
de su lejanía con la pobreza más allá de lo que sus perspicaces observaciones,
en La tribuna, p.e., pudieran hacerle
pensar al respecto— consiguió una separación amistosa, prosiguiendo su
fulgurante carrera literaria sin preocupaciones pecuniarias.
¿Y qué hay, por ejemplo, de las
colegas británicas de nuestras escritoras? Novelistas como las hermanas Brontë,
George Eliot o Elizabeth Gaskell —siempre me ha llamado la atención que,
empleando todas ellas seudónimos, la tradición haya restituido los nombres de
las auténticas autoras salvo en el caso de Eliot, de forma aparentemente
arbitraria—, ocupaban un lugar modesto, pero acomodado, a menudo estando
asistidas económicamente por algún pariente o por sus esposos, pero con
capacidad para generar ingresos por sí mismas que, probablemente, les habrían
permitido una existencia autónoma de no haber sido por los prejuicios de la
sociedad en que les tocó vivir.
La precariedad de la situación
económica de Jane Austen como mujer soltera, sobre todo después del
fallecimiento de su padre, es un aspecto enfatizado en cualquiera de sus biografías.
Es cierto que, dada su situación de sometimiento, y sin posibilidades de
desarrollar una carrera independiente, era complicado, por decir poco, para una
mujer mantenerse por sí misma. Gracias a la generosidad de sus hermanos, las
hermanas Austen y su madre disfrutaban, como la familia Dashwood de Sentido y sensibilidad, de unas rentas
anuales de algo menos de 500 libras (así como de una casa comprada para ellas).
Semejante cantidad las situaría, utilizando nuevamente el valor prestige, en un umbral de ingresos de
entorno a los 400.000€ anuales. Pero es que, además, Jane fue una escritora
temprana, pero una publicadora tardía. Hacia 1816, sus hermanos atravesaron
algunas dificultades económicas que imposibilitaban mantener el nivel de
contribución al sustento de las Austen. Sin embargo, en total, las cuatro
novelas que editó en vida la autora le reportaron, entre 1811 y 1816, unos
beneficios nada desdeñables de en torno a 630 libras, con lo que estaríamos
hablando de alrededor del medio millón de euros. No es, por tanto, sorprendente
que, en una nota que acompañaba a un regalo que hizo a su hermana Cassandra,
Jane hubiera escrito “No lo rechaces,
recuerda que ahora soy una mujer rica”.
Por muy acomodadas que fueran
las Austen —aunque indudablemente alejadas de la prosperidad de sus
personajes—, Jane no llegó a igualar, sin embargo, a algunas superestrellas de
la época, como su antecesora Ann Radcliffe, que recibió un pago de 800 libras por
el manuscrito de su novela El italiano.
Y ni mencionemos al Ken Follett del s.XIX, Charles Dickens, que con sus
apabullantes ventas (700.000 ejemplares vendidos a lo largo de su vida de Casa desolada, su novela más vendida en
formato libro; ya ni mencionamos las ventas astronómicas de las novelas por
entregas, a un chelín el capítulo) pasó de ser un joven que conoció bien la
pobreza y el abuso, a ser un hombre fabulosamente rico.
La explosión del número de
autores, aunque haya ido acompañada de la explosión del número de lectores
—todo ello como resultas de la universalización de la educación y el retroceso
del analfabetismo—, durante el s.XX nos permite, a su vez, constatar dos
fenómenos contradictorios: en primer lugar, que tener una carrera literaria
exitosa se hace exponencialmente más complicado, sin siquiera entrar a valorar
la calidad literaria, por el mero hecho de que la competencia es mucho mayor y,
en consecuencia, las cuotas de mercado mucho más exiguas. Pero, por otra parte,
también hemos asistido, en particular con el nuevo cambio de siglo, al nacimiento
de la figura del escritor multimillonario, muy ligada al concepto de best-seller, y no deja de ser curioso —y
reconfortante— que quizás el mayor ejemplo de este fenómeno sea, precisamente
una mujer: JK Rowling, la autora de la saga Harry
Potter. De modo que, en apenas un siglo, las escritoras ha pasado de caer
en el olvido casi en su totalidad[5] a liderar las listas de
más vendidos.
En conclusión, parece que ligar
las artes a una condena eterna a la miseria y el desamparo carece de
fundamento. No es el campo de trabajo en sí, sino conseguir ocupar una posición
en él. Pero eso como en cualquier otro ámbito de la vida, ¿no?
[1]
Aunque hoy día, de hecho, la causa más aceptada para la muerte del músico
salzburgués parece ser el consumo de carne de cerdo en mal estado (más vulgar
imposible).
[2]
Conviene alertar, no obstante, sobre el hecho de que es posible que la
expresión “empujar la piedra del molino”, más que expresión de una realidad,
tenga un sentido figurado próximo a «pasarlas canutas», del mismo modo que
“comulgar con piedras de molino” quiere decir simplemente «verse forzado a
asumir una posición incómoda o a la que se es íntimamente contrario».
[3]
Procede en este punto distinguir, grosso
modo, los conceptos de “pobreza absoluta” y “pobreza relativa”, que, como
fácilmente se puede deducir de sus nombres, aluden, respectivamente, a la
situación de quien [mal]vive con unas rentas inferiores a las que se consideran
mínimas para poder hacer frente a las necesidades básicas de un ser humano; o
bien la situación de quien vive con unas rentas que, situándole por debajo de
las rentas medias de su entorno, sin embargo no le impiden atender sus
necesidades básicas ni le abocan a una situación de pobreza absoluta (por muy
precaria que, no obstante, su situación siga siendo).
[4]
El valor que tiene en cuenta el poder adquisitivo que determinada renta
otorgaba en un momento concreto para calcular su valor actualizado.
[5]
Consideremos que aquí hemos enumerado algunos casos muy conocidos, pero durante
la era victoriana se contabilizan más de doscientas autoras en el ámbito
anglosajón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario