miércoles, 31 de diciembre de 2014

Nueve mujeres y un solo destino: introducción


En la serie bimestral que hoy comienza vamos a realizar un viaje en el tiempo de doscientos años, desde el principio del s.XIX hasta la actualidad. El s.XIX fue un siglo convulso, eso lo sabe todo el mundo; un tiempo de profundos cambios en el que las rupturas revolucionarias e ilustradas de la centuria anterior iban a irse aquilatando, al tiempo que surgirían otros nuevos motivos de fricción, de la mano de la revolución industrial o, más adelante, el advenimiento del capitalismo salvaje; fenómenos ambos que amenazarían los aún muy incipientes Derechos Humanos. Y un asunto mayor durante este periodo es la progresiva incorporación de la mujer al ámbito literario —que es el que aquí nos interesa—, demostrando que no solo es apta para decir cosas artísticamente, sino que tiene además mucho que decir; ello como derivación del lento pero imparable acceso de la mujer a todos los ámbitos laborales, de la mano de los procesos de industrialización y, posteriormente, en el escenario de las contiendas bélicas.

Fue en este contexto en el que, durante el referido siglo, empezaría a ceder una institución que durante buena parte de nuestra historia constituyó el motor económico fundamental de la humanidad: la esclavitud.

Como todo fenómeno humano, desde que surgió esta odiosa práctica la esclavitud no dejó de contar con detractores, pero sería por primera vez con el cristianismo, y su concepto de que “todos somos hijos de Dios”, y, en consecuencia, iguales ante él, que empezaría a fraguar paulatinamente la idea de la ilicitud del maltrato y la denegación sistemática de derechos que sufrían las personas sometidas a esclavitud, y, singularmente, que ningún ser humano puede ser propiedad de otro.

Por no dilatar demasiado las cosas, podemos decir que en la España peninsular moderna, donde la institución como tal existía, procedente del Derecho romano, la esclavitud fue un fenómeno que solo gozó de una implantación relativa, más bien menor. La situación, en cambio, en las colonias americanas, fue bastante distinta. Es verdad que desde el principio hubo voces contrarias, como la del religioso Bartolomé de las Casas, que clamaron en contra del trato que recibían los indígenas, perfectamente calificable de genocidio (por mucho que una parte de él fuera involuntario, a causa de las enfermedades transportadas, puesto que hablamos de una época en la que ni siquiera se conocían los microorganismos), pero esto iría fructificando en lo que podríamos denominar legislaciones “sectoriales” que más que abolir, pretendían regular el fenómeno y contener los abusos, pero sin implicar una verdadera concepción global calificable de contraria al esclavismo.

Así, el Tratado de Tordesillas prohibiría el transporte de esclavos africanos ya en el siglo XV, y desde principios del XVIII, por Tratado con Inglaterra, se cedería el comercio de esclavos negros a otros países. Entre ambos fenómenos, la declaración papal de la humanidad de los indígenas americanos fructificaría en la invención de la “encomienda”, un sistema que servía para ocultar lo que, de facto, eran prácticas esclavistas y que, a su vez, se limitaría, primero, en 1784, en lo atinente a marcar a los “esclavos”, y, posteriormente, sería abolida en 1791.

Ahora bien; ¿qué sucedió al desaparecer la figura de la encomienda, teniendo en cuenta que subsistía la institución de la esclavitud? El hueco vendría a ser reemplazado por el secuestro y trata de población negra africana. Sin embargo, tanto el hecho de que los esclavos eran transportados al nuevo mundo cuanto el fenómeno de la sucesiva independencia colonial, acabaría cristalizando en la paradójica situación de que, en tanto que en la España peninsular la presencia de esclavos era testimonial —de hecho, convencionalmente se entiende que la esclavitud en España acabó de hecho en 1766—, su comercio en las colonias (que durante el proceso de independencia, 1811 – 1825, irían desterrando la práctica), sería pujante (podríamos estar hablando de varios millones de personas).

Precisamente durante la época de las primeras independencias, y quizás porque se daba un clima crecientemente favorable a ello desde mediados del siglo XVIII —el Portugal peninsular abole la institución en 1761; lord Mansfield, presidente del Tribunal Supremo inglés, emite fallos condenatorios en 1772; la Declaración de Derechos del Hombre motiva  que en la Francia continental la esclavitud desaparezca en 1794 (aunque posteriormente será reintroducida durante unas décadas)… —, en la España peninsular las Cortes de Cádiz empezaron a tratar del tema en 1811; en 1814 se prohibiría el comercio de esclavos en un tratado con Inglaterra —que, de ser su principal comercializadora, había ido paulatinamente restringiendo el tráfico de esclavos— y, finalmente, en 1837, la esclavitud sería por fin abolida por completo, seguida por varias leyes de persecución del tráfico negrero. Sin embargo, en las pocas colonias restantes, y en concreto en Cuba, la esclavitud, de amplísima implantanción, persistiría largamente, hasta 1880, según parece por la presión de las oligarquías locales, lo que al mismo tiempo acabaría teniendo una incidencia decisiva en las revoluciones indígenas de la isla.

 

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