jueves, 15 de enero de 2015

Nueve mujeres y un solo destino (I) - LIBRO DEL MES

 

En el post anterior ya vimos cómo la esclavitud en las colonias, y singularmente en Cuba, se prolonga por mucho más tiempo que en la metrópoli. Y va a ser precisamente en Cuba donde nazca en 1814 —recién acaba de terminar su bicentenario— Gertrudis Gómez de Avellaneda. Allí va a residir hasta los veintidós años, momento en que se trasladará a España, tierra de sus antepasados, donde pasará la práctica totalidad del resto de su vida (aunque visitará numerosas ciudades extranjeras y, sobre todo, regresará a la isla durante casi cinco años, entre 1859 y 1864).

La Avellaneda nace en el seno de una familia bien, culta y próxima a las corrientes liberales; recibe, para lo que era costumbre en la época, una educación bastante esmerada (en la que luego profundizará de forma autodidacta o en lecciones privadas), y desde pronto va a empezar a manifestarse como una joven de trato complicado, pues no se amoldaba en absoluto a lo que era el estereotipo femenino de la época: crítica con su entorno, rebelde, independiente, según algunos incluso ególatra, con una determinación inquebrantable, su inclinación hacia la literatura se va a manifestar tempranamente, aunque de forma convencional parece aceptarse que, propiamente hablando, la decisión de dedicarse a la escritura nacerá en 1836, con su traslado a España —previo paso por el sur de Francia—, aunque ya escribía desde mucho antes.

Tras varias obras tanto poéticas como dramáticas, recién llegada a la capital tras su paso por A Coruña y Sevilla, va a publicar su primera incursión en el terreno narrativo, la novela Sab. Con ella da Gertrudis un aldabonazo, y de golpe se separa de la “tradición” de señoritas que escribía, a menudo anecdóticamente, florilegios poéticos normalmente de poca enjundia. Sab supone un hito cada vez menos olvidado de la literatura en castellano, al constituir la primera novela abolicionista en esta lengua y prácticamente del mundo: el antiesclavismo va a ser un asunto que provocará un aluvión de obras literarias y que atraerá la atención de no pocas escritoras.  

Si bien es verdad que el volumen aparece cuatro años después de la abolición en el territorio peninsular, como dijimos anteriormente la práctica se va a sustentar todavía cuatro décadas en Cuba, de ahí la singularidad del relato (que, de hecho, fue censurado en la isla, prohibiéndose su distribución, por oponerse a sus leyes). Sin embargo, su importancia no se agota, ni mucho menos, en el tratamiento de este tema, que confluye con otros asuntos tanto o más impactantes y novedosos para la época en que se produjo el texto. Sobre todo, y más que ninguna otra cosa, prescindiendo del tono algo apolillado y la trama más bien acartonada propios del Romanticismo, la Avellaneda va a plantear un interesantísimo paralelismo entre la esclavitud de los negros ante los blancos y la esclavitud de las mujeres ante los hombres.

 

¡Oh!, ¡las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y baja la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño para toda la vida. El esclavo, al menos, puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: “En la tumba”.

 

En varios aspectos, Sab genera más dudas que certezas. En primer lugar, no se sabe con exactitud cuándo ni dónde se compuso, ya que los testimonios de la propia autora son contradictorios —algunos fantasean incluso con la idea de una Avellaneda casi adolescente esbozando su manuscrito todavía en Cuba—. Lo seguro es que la obra se publica en Madrid en 1841. Sin embargo, en el breve proemio expresa que

 

…si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictados por los sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud

 

pareciendo con ello aludir a una composición temprana. Pero, lo que es más importante, es difícil establecer hasta qué punto suscribía Gertrudis el planteamiento que ella misma expone en su libro, y cuál fue la motivación que la empujó a escribirlo. Por lo primero, nos dice en el mismo lugar que

 

Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones: pero sea por pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una verdadera convicción (aun cuando esta llegue a vacilar), la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos

 

La autora nunca llegó a explicar en qué sentido ni en qué grado habían variado sus ideas acerca de lo expresado en la novela, ni cuáles de ellas eran las que se habían transformado, pero justifica el no modificarla en la convicción sincera con que la había escrito. Creo que no se puede descartar que este proemio de trámite —en el cual, dicho sea de paso, se refiere a sí misma como “la autora” hasta en cuatro ocasiones en los tres párrafos que lo componen, dando con ello muestras de que la Avellaneda se consideraba a sí misma como escritora sin ambages, como puede constatarse también en su correspondencia y otros textos— sea una mera captatio benevolentiae para congraciarse con el público (dice que no tenía intención al escribirla de “someterla al terrible tribunal del público”, que “la publica sin ningún género de pretensiones”, pide que se olviden los errores que puedan encontrarse… todos los tópicos de estas solicitudes de indulgencia muy comunes en la literatura clásica), escrita sin la menor convicción: la autocensura una vez estabilizado su prestigio es un rasgo común a casi toda la “primera generación” de escritoras españolas.

Harina de otro costal es la motivación que la movió a escribir la obra. Dado que es posible, por su defensa de los derechos de los marginados —ahí incluida la mujer, a quien Gertrudis consideraba sujeta a mecanismos discriminatorios similares a los que sustentaban el esclavismo, como acabamos de ver—, incardinarla en la corriente de pensamiento más progresista (a veces se la adscribe ideológicamente al socialismo utópico, y no cabe duda de que poseía conciencia social, puesto que en su segunda novela va a tratar sobre el divorcio, en la tercera sobre el sistema penitenciario, etc.), y cohonestando esto con su firmes valores cristianos —que simultánea y contradictoriamente la movían a la piedad y atemperaban sus ideas, en el sentido de no llegar nunca a proponer cambios bruscos, como podemos ver en la carta de Sab—, es posible suponer que consideró una cuestión de dignidad humana luchar en la medida que pudiera contra los horrores de una institución que conocía de primera mano, pues su familia había poseído esclavos en Cuba.

Y llegamos así al primer elemento a destacar de Sab. Avellaneda realiza una obliteración deliberada de los malos tratos que sufrían los esclavos —a diferencia de lo que hace el también cubano Anselmo Suárez y Romero, que en Francisco, compuesta aproximadamente al mismo tiempo que Sab pero publicada mucho más tarde, no ahorra este tipo de escenas macabras—. Por el contrario, Gertrudis se va a decantar por una aproximación por el lado del sentimiento, rasgo común a casi todas las primeras novelas abolicionistas.

En particular, la autora va a diseñar un protagonista dotado de todas las características que se le ocurrieron para mermar la resistencia de sus lectores, en una clara actualización y reutilización del tópico del buen salvaje: en lugar de hacerle completamente negro, lo hace mulato, y además de piel particularmente clara, aunque un poco feúcho; se da a entender que es hijo —ilegítimo, claro— de un hombre blanco de buena familia y una esclava —punto este en que Avellaneda introduce en su relato una auténtica obsesión de la sociedad esclavista: el problema de la descendencia mixta; no olvidemos que casi hasta el final de la esclavitud imperaba la “ley del vientre”, es decir, que los hijos de esclavos eran también esclavos desde el mismo momento de la concepción, aparte del quebranto de los votos matrimoniales que implicaba el nacimiento de prole ilegítima y, en tercer lugar, el hecho evidente de que dicha descendencia ponía de manifiesto un drama silencioso: los abusos sexuales a las esclavas por parte de las élites blancas—; además, se trata de un esclavo instruido (sabe leer y escribir, ha asistido a las lecciones de su joven ama; tiene libre acceso a la biblioteca de la casa… rasgos estos que solo muy excepcionalmente habrán tenido lugar en la realidad); y, por último, le adorna con todas las virtudes morales en grado superlativo: generosidad, abnegación, sacrificio, honestidad, valentía, capacidad… Sin dejar, por ello, de deslizar características que le humanizan, como el hecho de que Sab se abrasa en celos, o que, como él mismo señala, no tiene demasiada paciencia ni humildad. Manifiesta, por el contrario, bastante orgullo, viéndose naturalmente capaz para cualquier tarea: es la voluntad que se autoexamina positivamente y no se avergüenza, sino que culpa a las circunstancias de haberle cerrado injustamente las puertas para desarrollar sus dones. Al final, la pasión amorosa, por un lado, y el sentimiento religioso, por otro, van a ser las dos fuerzas en tensión que extingan los empeños más revolucionarios de Sab.

El contraste con el “chico blanco” de la historia es evidente —de hecho, toda la obra está construida sobre una estructura de parejas antitéticas, como iremos viendo—: Enrique Otway es el hijo de un comerciante inglés que ha hecho fortuna en la isla. La principal motivación que alienta a padre e hijo es la codicia (se dice así expresamente, y se reincide en ello con frecuencia). A diferencia de Sab, el inglesito tiene una apariencia física agraciada, pero casi ninguna de las virtudes morales del esclavo, y ha gozado desde la cuna de todos los privilegios (cifrados en concreto en una elitista educación en Inglaterra), solo por tener dinero para pagarlos, con independencia de sus méritos personales. Con todo, no se le llega a dibujar como un personaje enteramente malvado, más bien se insinúa que sus características tendrían más brillo si no se viesen siempre supeditadas a sus intereses mercantiles.

Llama la atención a lo largo de todo el libro la actitud ambivalente de Enrique, pues, ante la exclamación de Carlota de que solo corazones tan tiernos como los de ellos dos son capaces de amar, es él y no ella quien afirma que el amor es para todos los corazones; poco antes de responder a la exclamación de Carlota, “¡Ya soy tuya!” con un comercial y más bien poco afectuoso, “¡Ya eres mía!”.

La pareja Sab-Enrique va a servir a Gertrudis, además, para explorar otra cuestión, a saber, los modelos de masculinidad. Así, Enrique es presentado casi como un petimetre torpe e interesado que no aprecia a Carlota en todo lo que vale, provisto, no obstante, de bastante ecuanimidad; en tanto que Sab cumple con el estereotipo del hombre-aventurero: es él, con su imponente presencia física, quien sabe guiar en las rutas para hacer viajes, quien cumple con la máxima eficacia todos los encargos que le encomiendan, y, sobre todo, simbólicamente —el libro está plagado de escenas de esta naturaleza, como la del caballo muerto, o cuando Sab besa la huella que Carlota ha dejado, o el hecho de que este se postre con frecuencia, o la mariposa que Carlota atrapa y después libera—, cuida de los demás: le salva la vida a Enrique y hasta en dos ocasiones le tiene que llevar en brazos.

Situadas en frente de Sab y Enrique se encuentran Carlota y Teresa, que representan, a su vez, dos modelos femeninos, en un principio positivo y negativo respectivamente, aunque luego resultan no serlo tanto. Ambas pueden ser analizadas como alter egos de la autora; entre las dos, representan las dos a veces contradictorias mitades que constituían su carácter.

Carlota representa a la jovencita mona, convencional y un poco bobalicona que, apenas salida de la adolescencia, piensa que es la primera enamorada del mundo; aunque, en honor a la verdad, hay que admitir que su visión idealizada de la realidad —no exenta, sin embargo, de conciencia social, pues numerosas observaciones humanitarias proceden de este personaje— se debe a que múltiples aspectos de esta le son ocultados. El amor que siente por su idolatrado prometido la ciega y la hace ajena a todo lo demás.

Por el contrario, Teresa representa el tópico clásico del triunfo del tiempo y del desengaño —hay muchos tópicos y escenas de carácter “operístico”, no debemos olvidar que la Avellaneda era una celebrada dramaturga—. Algo mayor que su prima, Teresa es una mujer sin fortuna, nada agraciada físicamente, y con muchos boletos para quedarse solterona, porque, peor que lo otro, nos es presentada de primeras como una mujer gélida, estoica, desapegada… hasta tal punto de que llega a decírsenos que a veces su indiferencia pasa por estupidez. Sin embargo, casi de inmediato la figura de Teresa empieza a mutar: así como Carlota se mantendrá igual durante la práctica totalidad de la novela, nuestra percepción de Teresa irá siendo cada vez más positiva. Descubrimos en ella un corazón ardiente que los múltiples infortunios de su vida han, si no doblegado, al menos sí domado; una joven independiente, valerosa, realista, con criterio propio, inteligente… Dentro de la ordenación de la novela, es el correlato de Sab, y su fuerte personalidad no la vuelve en absoluto cruel, como podemos ver cuando exclama

 

si es cierto que amas a Carlota con ese amor santo, inmenso, que me has pintado; si tu corazón es verdaderamente capaz de sentirlo, desecha para siempre un pensamiento inspirado únicamente por los celos y el egoísmo. ¡Bárbaro!... ¿quién te da el derecho de arrancarle sus ilusiones, de privarla de los momentos de felicidad que ellas pueden proporcionarle? ¿Qué habrás logrado cuando la despiertes de ese sueño de amor que es su única existencia? ¿Qué le darás en cambio de las esperanzas que le robes? ¡Oh, desgraciado el hombre que anticipa a otro el día del desengaño!

 

Es, además, por boca de Teresa que Gertrudis ensalza la naturaleza femenina frente a la masculina, aunque de esa forma tibia y pesimista que caracteriza Sab:

 

(…) no desprecies a tu marido, Carlota; él es lo que son la mayor parte de los hombres, ¡y cuántos existirán peores!

         (…) Los hombres son malos, Carlota, pero no debes aborrecerlos ni desalentarte en tu camino. Es útil conocerlos y no pedirles más que aquello que pueden dar: es útil perder esas ilusiones que acaso no existen ya sino en el corazón de una hija de Cuba.

 

Y, por último, la tercera gran pareja de la novela, al margen de otros personajes secundarios, la constituyen los padres de Carlota y Enrique, a saber, Carlos y Jorge. En primer lugar, como detalle sutil pero que irá trabajando en nuestro subconsciente, Gertrudis se referirá siempre al primero, un terrateniente de la “nobleza” local, como don Carlos, en tanto que al segundo, un comerciante de los más humildes orígenes, nunca le dispensa ese tratamiento.

Carlos y Jorge representan dos modelos de paternidad, aunque no enteramente positivos ni negativos, a pesar de lo que pudiera parecer. En principio, Carlos es el padre benevolente, afectuoso, atento… y Jorge el padre codicioso sin límites, ajeno a la felicidad de su hijo, irascible… Sin embargo, Carlos cuenta con una importante tacha en su carácter, la indolencia, que llega en su caso a tal extremo que ni siquiera para beneficiar a sus hijos emprende un pleito por una herencia perdida que podría beneficiar mucho su mermada hacienda, pues actúa con la insensibilidad hacia el dinero con que a menudo lo hacen quienes siempre lo han tenido, que parecen darlo por sentado, más que como algo que cuesta esfuerzo ganar; en tanto que Jorge, un hombre industrioso bien consciente de esta realidad tras una vida de sacrificios, tiene una visión materialista de la existencia que no solo ha transmitido a su hijo en el convencimiento de que es la más prudente, sino que es el modo que él tiene de manifestar su aprecio a su único vástago, preocuparse por que no quede desamparado a causa del revés comercial que ha sufrido.

En general, la autora dibuja un panorama más bien terrible de la existencia —la pugna entre una naturaleza humana bondadosa o malvada va a ser constante, y se manejará también la noción rousseauniana de que el ser humano es más feliz cuanto más próximo se halle al estado de naturaleza, puesto que la sociedad ejerce una influencia corruptora sobre él—, donde la única alternativa al sufrimiento que precede a la agonía, es la desilusión y el desengaño que ni siquiera la fe permite sobrellevar con plena serenidad, a pesar de la necesidad de aprender a sufrir el infortunio; de tal modo que tanto los más humildes cuanto los ricos y poderosos están expuestos por igual a la tristeza y la desdicha.

Dentro de la novela, a pesar de ser un texto con bastantes clichés, uno de los planteamientos más interesantes es la consideración de que la esclavitud y el racismo son cuestiones humanas, leyes de los hombres ajenas a la ordenación de la Naturaleza y, por supuesto y por ende, a la ordenación divina: la capacidad para el sentimiento, para la imaginación, y, sobre todo, para amar, va a ser lo que determine la igualdad entre los seres humanos, más que cualquier otra consideración científica o racional; también encontramos momentos revolucionarios, como la atrevida escena en que una mujer blanca se ofrece a Sab como esposa, al nacer en ella una sincera admiración por sus virtudes espirituales. Otra premisa interesante es la idea implícita de que una cosa es el amor como pasión que nos hace engrandecer al objeto amado, y otra muy distinta el amor construido sobre la base del respeto y admiración mutuos. Así, en el libro quienes experimentan el primer tipo, dirigen sus afectos hacia seres idealizados, al tiempo que paradójicamente expresan un aprecio mucho más profundo a otros personajes. Lo cual conduce, además, a una crítica del amor como apasionamiento, que lleva a resultados desastrosos: se lo presenta como una fogosidad cercana a la obsesión que nubla el entendimiento —de hecho, en muchos aspectos el comportamiento de Sab, movido por este sentimiento, es próximo a lo que hoy consideraríamos un acosador—; lo que en la ética del libro no se censura plenamente, porque se considera vital tener ilusiones, pero se opone a la constatación de que se trata de algo extraño al desengaño connatural al mundo y la existencia. De hecho, la visión del amor en Sab es la de un sentimiento decepcionante e intrínsecamente egoísta, que incluso en los momentos de mayor entrega sigue buscando el placer propio, ya que la visión del hombre (y particularmente de sexo masculino) es muy pesimista en el libro:

 

El hombre, egoísta por naturaleza, se irrita de ver gozar a otro la felicidad que él mismo ha despreciado, y muchas veces cesando de amar se cree todavía con el derecho a ser amado.

 

No se escamotean tampoco dardos dirigidos contra la religión y el papel de la Iglesia en el mantenimiento del sistema esclavista. Esta institución es presentada como una defensora tácita del statu quo, puesto que recomienda a los esclavos sobrellevar su penosa situación con paciencia y resignación; sin que en ningún momento demuestre tener conciencia de la cuadratura del círculo que supone predicar la igualdad universal de todos los seres humanos y el amor incondicional de Dios, y al mismo tiempo defender la sociedad de privilegios y dominación que imperaba en la época. Sin embargo, paradójicamente, y en consonancia con la creciente religiosidad que la autora iría manifestando a lo largo de su vida, el papel que la religión juega en la novela es, al mismo tiempo, el de restauradora de la justicia universal: a ella se posterga la ejecución del castigo por las injusticias humanas, ya que, en la óptica de Avellaneda, desconocer los dones de Dios es un gravísimo pecado contra Él.

Maneja también la noción, tal vez algo más manida, de la solidaridad entre miserables y desamparados, que cristaliza en el socorro mutuo que se prestan Martina y Sab.

Por lo que toca a los aspectos técnicos, la narración no esconde grandes sorpresas: es lineal, con alguna información de antecedentes que no constituye verdaderos flashback y con un pequeño salto temporal en el último capítulo, a modo de “¿qué fue de…?”; aunque algún intento de originalidad hay, como cuando al principio del capítulo II de la primera parte la autora dice “aprovechar” el silencio de un diálogo para presentar a dos personajes, como si estuviera narrando en tiempo real. La disposición del material narrativo tampoco persigue sorprender al lector, que con mucha antelación anticipa sin dificultad alguna lo que va a ocurrir. La juventud e inexperiencia en el terreno narrativo también se deja sentir en diversos momentos donde las escenas no están muy acabadas, o incluso en el empleo del lenguaje, a veces tópico, y otras veces repetitivo.

En resumidas cuentas, por la vivacidad de su convicción, por la gran modernidad de las consideraciones que realiza, en su tratamiento de cuestiones como el racismo, la esclavitud, el papel femenino, etc., Sab  es una novela única y sin parangón hasta el momento en la literatura en castellano —y casi en la literatura mundial— que no debe permanecer marginada por su crucial importancia histórica.

  


JJJLL
 
 

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