lunes, 2 de mayo de 2022

La proporción áurea

Hay una cuestión muy importante a la hora de escribir historias, que es la escala, la dimensión. Los textos, como las buenas conversaciones, suelen beneficiarse de la economía, de la concisión.

Recuerdo que en mi inocente adolescencia, cuando era lo suficientemente iluso como para pensar que un libro se escribe en el mismo tiempo que a Zapatero le iba a llevar aprender Economía (lo siento, millennials, pero no entenderéis esta referencia), albergué la idea de escribir una historia donde una parte de la sociedad sobrevive a una hecatombe innominada. En ese contexto, aparece un libro misterioso a partir del cual se empiezan a desarrollar una serie de sectas.
La intención, naturalmente, era hablar sobre el fanatismo, a través de los efectos, luchas, etc., de esos cultos (ya no sectas) durante generaciones y generaciones. Si bien la premisa me sigue pareciendo interesante incluso a día de hoy, podría decirse que esta historia fue un caso de "aborto espontáneo", de estructura que colapsa bajo su propio peso (ya ni hablemos del fraguado defectuoso de los cimientos, por mucho que los quince años sea el territorio de los empeños irreales). Además, luego me enteré de que ya había una novela de Stephen King tratando un asunto más o menos semejante y que aún encima tenía, en castellano, el mismo título que mi difusa idea: 'Apocalipsis'. Difícilmente podría yo competir con las extensiones faraónicas del 'maestro del terror'.
Un buen ejemplo de proyecto que fracasa por su desmesura es la saga 'Canción de hielo y fuego' (aka, 'Juego de tronos'). Teniendo en cuenta que hace una década que vio la luz el quinto volumen de la heptalogía y que su autor tiene ya 73 años, l@s fans de la serie deberían ir haciéndose a la idea de que nunca sabrán el final de la historia. Sencillamente, es [casi] imposible que Martin logre terminarla. ¿Por qué? Pues aparte de las dificultades comunes a toda escritura, en este caso estamos hablando de una saga con decenas de personajes principales y cientos de secundarios, cuyas intrincadas peripecias se desarrollan durante miles de páginas (entre la saga en sí, precuelas e historias colaterales, a ojo de buen cubero debemos de estar hablando de unas diez mil páginas).
En estas condiciones, escribir se convierte en algo parecido a avanzar sin más luz que un candil por un laberinto cuyas paredes y recovecos cambian constantemente. Por muy inmerso que el autor esté en su obra, hay detalles que simplemente se le olvidarán. Y eso que asumo que en el caso de Martin contará con un ejército de lectores y editores que revisarán el texto con el mismo celo que un converso, alertándole de toda suerte de inconsistencias. Es de reconocerle la honestidad de no recurrir a la solución más fácil (que seguro le habrán propuesto): estampar su firma en la portada de un texto escrito por una o varias manos ajenas.
La empresa es tan ciclópea que solo quien escribe puede entender lo descorazonador y extenuante de este esfuerzo donde toda decisión narrativa resulta insatisfactoria y todo avance parece mínimo por contraste con la escala de lo que tiene detrás.



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