lunes, 28 de marzo de 2022

La (involuntaria) lección de Will

 Una de las ventajas de hablar de un suceso de "candente actualidad" es que resulta innecesario explicar el contexto. La verdad es que se mire por donde se mire, lo de anoche en los Oscar fue lamentable. El resumen en titulares podría ser: "Todo mal".

Ya el nivel del humor no era para echar cohetes, y luego vino la "broma" con Pinkett por objeto, tan falta de tacto como de gracia. Es el tipo de humor que uno esperaría de un niño, y ni siquiera de uno muy bien educado. La bofetada puede que fuera incluso merecida, y si me apuran hasta puede que mereciera un par, para llevarse el dos por uno y disfrutar de la full experience. Por las imágenes me da la impresión de que fue una de esas cosas que se van de madre: Smith ni siquiera parece pegarle muy en serio a Rock, y la media sonrisa del actor cuando se da la vuelta hizo dudar sobre si todo estaba guionizado. Pero entonces algo cambió, durante el intercambio verbal entre ambos; creo que fue uno de esos casos donde uno hace o dice algo medio en broma, medio en serio y acto seguido se da cuenta de lo enfadado que está en realidad.
El problema (los problemas, en realidad) aquí viene por otra vía: para empezar, el sentido de la supuesta broma. Por ahí he visto un artículo de alguien que alertaba sobre los peligros de poner límites al humor, y por humor valga aquí decir al arte o a la libertad de expresión en general. No hace falta extenderse sobre eso, y en todo caso sería objeto de otra reflexión. La cuestión aquí no es si alguien puede o no hacer determinada broma, sino sobre lo que consideramos o no gracioso: ¿qué hay de risible en que alguien padezca una enfermedad y se quede calvo? ¿Cuál es la gracia exactamente? No creo que la broma de Rock fuera un ataque contra ninguno de los dos integrantes del matrimonio Pinkett-Smith, pero supongamos que la causa de la calvicie de Pinkett fuera un tratamiento oncológico: ¿cómo se habría visto esa broma entonces? No veo qué hay de cómico en el sufrimiento de alguien que padece una enfermedad actual. Primer punto negativo, que nos lleva al segundo: el machismo implícito en que la única forma que un hombre encuentre de bromear con[tra] una mujer sea metiéndose con su aspecto físico. Más de lo mismo y nada nuevo bajo el sol.
Lo que nos lleva al tercer problema: el machismo que conlleva el salir en plan gallo del corral a defender el honor de la ultrajada e implícitamente desvalida, porque aparentemente el ofendido es él y no ella, como si Pinkett no estuviese ya mayorcita para defenderse sola (puesto que caso de corresponderle a alguien el derecho a repartir guantazos habría sido a ella, no a él; lo cual, dicho sea de paso, también habría tenido una lectura muy distinta, porque incluso la violencia tiene una lectura cultural y de género, como todo lo demás). Y llevar a cabo esa defensa de la manera más tóxica que los hombres han usado siempre: mediante la violencia física. Ya que tan ofendido se sentía Smith, ¿qué tal, a la hora de subir a recoger su premio, haber declinado recibirlo por no poder aceptar una distinción de una academia que promueve o admite tal tipo de comportamientos? Eso sí habría sido un puntazo de reivindicación. Pero no fue esto lo que hizo, sin embargo. En lugar de eso, lo atribuyó todo a que "el amor nos hace hacer locuras". ¿A qué me suena esto?
No se puede, a estas alturas, admitir la violencia como forma válida de resolver problemas. Lo que nos lleva a la madre del cordero: ¿mediaba provocación [suficiente], como se diría en lenguaje judicial? Veamos. Según consta en mi documentación médica, empecé a hablar con seis meses, y con un año formaba ya frases completas con sentido. Lo mío con las palabras, pues, es un idilio que viene de largo. Las palabras importan. En casa mi madre nos hizo seguir siempre a rajatabla dos proverbios: uno, "Que lo que digas sea más bello que el silencio"; y dos, "Si no tienes nada agradable que decir, mejor no digas nada". Ambos están grabados a fuego en mi cerebro y hasta este día procuro no separarme de ellos tanto como puedo. Porque las palabras importan. Imagino que a Rock no le agradó mucho recibir una bofetada. Pues hay palabras que pueden ser auténticas bofetadas. Las palabras son tal vez la más refinada tecnología ideada nunca por el ser humano, y como tal tecnología puede ser usada para bien y para mal, para consolar o para dañar. Las palabras importan, porque las palabras son el arma más poderosa y destructiva de que dispone el ser humano. Por eso no hay régimen o sistema que no tenga propaganda. Porque las palabras importan. A un tío raro austríaco se le ocurrió recoger una idea que ya flotaba en la sociedad (el antisemitismo no lo inventaron los nazis, cuidado) y empezar a culpar a los judíos de todos los problemas y seis millones de personas acabaron pasando por un horno. El mismo tío raro austríaco empezó a caldear los ánimos en discursos multitudinarios y decenas de millones de personas más se vieron arrastradas a una guerra. Ahora mismo, en el corazón de la vieja, civilizada, bucólica y paradisíaca Europa hay cuatro millones de personas que han tenido que salir huyendo con lo puesto de sus hogares. ¿Y todo por qué? Porque las palabras importan y a un tío raro ruso se le ha ocurrido retorcerlas para transformar la Historia y pretender hacer ver que esta es algo distinto de lo que es. Para crear un relato que convierte lo inaceptable en necesario. Porque las palabras tienen incluso ese poder, el de convertir unas cosas en otras. Así que la cuestión es: ¿para qué va uno a usar sus palabras? ¿Para consolar o para herir? Porque las palabras importan.

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