lunes, 15 de junio de 2015

Francisco Casavella, "Lo que sé de los vampiros" - LIBRO DEL MES


 
Autor: Francisco Casavella   Título: Lo que sé de los vampiros    Año: 2008
 
Ed(s): Booket / Destino   Págs.: 565  Lugar: Barcelona
 
Valoración: JJJJJ

La prematura muerte de Francisco Casavella en 2008 nos hurtó el desarrollo de un enorme autor con una escritura extraordinaria. Pocas semanas antes, había ganado el Premio Nadal con Lo que sé de los vampiros, su última novela, una historia en la que no pasa nada y, en realidad, pasa todo. Podríamos decir que, concentrándose en unas pocas décadas, aquellas que comprenden el paso del antiguo régimen a la edad contemporánea, comprime la historia del mundo, en la que pareciera que todo es ir a peor —desde un pasado supuestamente mejor que en realidad nunca ha existido—, en que todos luchan contra todos por prevalecer; todos con los mismos vicios.


Perfecta combinación entre lo narrativo y el estilo de calidad, a nadie debe asustar su título: no encontrará un sólo vampiro de afilados colmillos en el texto. Y, sin embargo, está plagado de ellos, de los vampiros más chupópteros y terroríficos que puedan hallarse: cualquiera de nosotros. Todos nosotros. El género humano. Un vampiro no es más que un aprovechado, alguien que busca el propio beneficio a través de la dominación ajena. Alguien que encarna la realidad de cómo el hombre explota siempre al hombre, y llama progreso a correr desnortado, repitiendo aquello mismo que censura, y provocando con su acción precisamente lo que temía o pretendía evitar y sin aprender nunca nada, puesto que



«(...) no hay nada como imaginar desgracias para crear las condiciones que las hagan realidad».



En esta historia, el protagonista, Martín de Viloalle, partiendo de la muelle molicie de su existencia de hidalgo provinciano, del confuso alelamiento de quien mira con extrañeza el ir y venir de los demás, enredados en sus apariencias y contubernios destinados a carroñear las más mínimas cuotas de poder, acabará, a impulso de su temperamento inquisitivo, por emprender un viaje, más interior que físico, hacia el descubrimiento de que uno vale tanto cuanto la opinión que los demás tengan de él; hacia la constatación de que nos sustentamos sobre la desgracia ajena, no importa la causa. Y, en esa medida, se planteará, por un lado, lo ilusorio de los ideales —como formas puras de difícil aplicación en la realidad—, y, por otro, la dificultad de mantenerse leal a los mismos.

Con un excelente estilo, rico de imágenes simbólicas y metáforas —si bien el desarrollo psicológico de los personajes, exceptuado el protagonista, es más bien nulo—, Casavella reflexionará sobre cuestiones tales como el aburrimiento, la venganza o el fingimiento como fuerzas motrices, o el triunfo de la sinvergoncería y la picaresca



«(...) nadie ha hallado nunca el secreto de la inmortalidad, pero desde luego está bien clara la fuerza del tedio, de que con argucias decorativas, con mentiras heroicas, neguemos lo que es en sí mismo inevitable, nuestra condición vacía de significado, la ausencia de un destino».



la esterilidad del esfuerzo individual; la pugna razón – fe, conocimiento – superstición, ilustración – decadencia... Consigue dar credibilidad al conjunto soltando detalles muy específicos que le evitan tener que sobrecargar el texto con largas explicaciones, y echando mano del sano disparate, del cuerdo delirio ya tan tradicional de la literatura castellana que casi podría decirse que, en cierta medida, se ha vuelto consustancial a ella.

Otro tema central de la novela es la cuestión de la identidad —representada a través de la figura del gemelo y los hermanos muertos—, la meditación sobre la angustia de no saber quién se es, de vivir un vida predeterminada, que los demás han diseñado para uno. Y, así, la única decisión que Martín verdaderamente toma a lo largo de su existencia, la toma por todas las razones equivocadas: son quizás el orgullo y el escapismo los que le impulsan más que nada.

No es ajena la obra a las consideraciones sobre el valor del Arte en la interpretación y modificación del mundo, y, en este sentido, me parece muy sintomática la pasión de Martín por el dibujo, ya que el autor elige para su personaje una vocación —denominada por él sus «garbanzos del alma», es decir, aquello de lo que se nutre— consistente, precisamente, en representar el mundo, en observarlo y retratarlo, pero siempre desde una actitud más bien pasiva. Repetidas serán las veces en que el protagonista considere la contradicción entre el arte idealizado y la caricatura —exageración hasta lo grotesco, sí, pero de un rasgo real—, es decir, un arte representativo de unos valores ideales, pero también inexistentes salvo en la imaginación, y otro carente, tal vez, de valor estético y, sin embargo, con un realismo mucho más activo. Por tanto, ¿cuál es la labor del artista? ¿Ser un mero cronista de la deformidad del mundo, de lo grotesco? ¿De lo estúpida e insignificante que es la realidad sin la imaginación? Valga decir, sin la capacidad de interpretarla: tratará, por ejemplo, de los cambios que sufre la Historia a partir de la percepción/interpretación que de ella se hace en cada momento, lo que conduce a meditar sobre la posibilidad del conocimiento verdadero.

«“Ley del Vampiro”: El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro. Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? […] seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ése es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable».


Hay que decir que la visión del mundo que se desprende de Lo que sé de los vampiros es más bien negativa, apesadumbrada, escéptica en cuanto a la posibilidad de cambio real, pero, al mismo tiempo, en absoluto derrotista. Sin embargo, también es de destacar la notable labor de Casavella a la hora de suprimir cualquier resquicio de evaluación o enjuiciamiento de los personajes por parte de la voz narradora —lo que, aparte de teñir la obra de un moralismo irritante y trasnochado, habría cambiado en gran medida el sentido de la propuesta—.

Lo que sé de los vampiros presenta la contradicción entre el idealismo y el pragmatismo, encarnada en su protagonista y aque al que prodríamos considerar su mentor. Así, el personaje del arbitrista Welldone va a representar la imposibilidad de hacer planes —puesto que los “vampiros” siempre acaban dando al traste con ellos—, a pesar de lo cual, insiste en que debe intentarse. Por el contrario, Martín tomará una actitud, no ajena a la existencia de ideales que pudieran tener cabida en otro mundo, pero mucho más contemporizadora con las circunstancias, puesto que aplicados en este, sólo conducen al desastre. Lo que en Welldone es acción y descaro, en Martín es obnubilación y dejarse llevar; de ahí que el primero le diga más de una vez «yo soy tú, y tú nunca llegarás a ser yo».

De esta manera, Martín, así como Rosella, son figuras que progresivamente se van adueñando de su destino y que, poco o mucho, se ganan lo que tienen (respeto incluido), sin tener que darlo por sentado, como sus situaciones de partida habrían sugerido, y como sucede a muchos integrantes de su entorno.

Es de considerar si se produce en él un proceso de auténtica maduración o más bien de deterioro. Y es que desde las elucubraciones iniciales sobre la inmortalidad, la ira de Dios —vinculada aquí estrechamente con la ira del hombre— como capricho ante la bajeza y envidia por la libertad/ignorancia, la falsedad de la extraordinariedad del ser vs. el sentimiento de la fragilidad y el aislamiento por la especialidad, por la distinción frente a los otros



«La piedra sigue golpeando y la expresión del rostro de aquel deforme encogerá el corazón de Martín para siempre. Porque no sigue la expresión del tonto los hábitos que llevan del éxtasis al desengaño y al terror, sino que recibe el castigo de buen grado. El sudor ensangrentado fosforece con calidad marmórea en el crepúsculo; absorbe y genera nueva luz. Empieza el bobo a mostrar las encías descarnadas, a cada pedrada la sonrisa destella, más humana al fin que el gesto frenético de su dios»



Martín parecerá irse sumiendo en un pragmatismo cada vez más corto de miras. En cambio, un periplo de toda una vida será necesario para permitirle comprender plenamente lo que Welldone trataba de trasladarle



«—Siento la libertad, Baptiste. Y Francia es la libertad. Creo que he formado parte de un logro. Y temo por su entereza. Pero ahora solo quiero solapar ese temor y apurar el gozo del día, ciudadano, que eso también es libertad. Quizá no me ha hecho más feliz la libertad, pero me ha dado más coraje y más aplomo. Que lo que tenga que suceder, suceda...»

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