lunes, 14 de marzo de 2016

El espejo en el espejo


Yo-Tú odiaba sus encuentros diarios con Tú-Yo. Le hacían sentir un extraño vértigo, como si se precipitase al interior de sí mismo y al mismo tiempo una fuerza opresora tirase de él hacia fuera. Sin embargo, era un ritual imprescindible. Lavarse la cara, cepillarse los dientes, peinarse... Cada mañana ambos se asomaban a aquella ventana bidireccional y remedaban los gestos del otro con milimétrica exactitud.

Al principio, pasaba largos momentos tieso como un palo intentando escrutar en Tú-Yo la más insignificante inexactitud, el más mínimo error en su siniestro remedo. A veces, incluso le hablaba, esperando inútilmente una respuesta en la que pudiera sorprender la más nimia diferencia en el timbre de la voz. Luego, incapaz de soportarlo, Yo-Tú había probado a no exponerse más que los segundos indispensables para comprobar el resultado final de sus acciones —si el nudo de la corbata estaba bien colocado, por ejemplo—, manteniéndose a un lado mientras las realizaba. Pero del hecho de que invariablemente su burlón imitador apareciera al momento como calcado, dedujo Yo-Tú que su copia estaba ligada a él por algún imperioso designio del que no podía escapar, condenado a ser su fiel retrato.

Tanto llegó a obsesionarse Yo-Tú que un día, presa de una ira incontrolable, creyendo liberarse de aquel tormento, dio un puñetazo al cristal y lo hizo añicos. Desde entonces, lo que no pudo dejar de pensar es que él era en realidad Tú-Yo, y que cada detalle de su existencia no era más que la imitación de la vida de un original al que ya no podía contemplar cada mañana rumiando su muda repugnancia.

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