jueves, 26 de junio de 2014

Adiós a la Reina de las Hadas

 
 
¡Qué peculiar es la vida! Precisamente hace solo un par de días me preguntaba, viendo una entrevista con Alice Munro, si la Academia sueca tendría alguna vez oportunidad de otorgarle un merecido Nobel a Ana Mª Matute –aunque uno puede morir en cualquier momento durante toda su vida, a ciertas edades esa posibilidad se incrementa–.  Ahora, ya sabemos la respuesta.
Tuve la gran fortuna y el inmenso placer de conocer brevemente a Ana Mª Matute –la Matutita– en el Año Quijote, en el marco de un ciclo de conferencias sobre el tema. Era –es– una de esas personas que impresionan nada más conocerlas: más allá de la mujer de cuerpo y voz diminutos, grandes bolsas bajo los ojos y aspecto quebradizo, había en ella algo especial, una pizca de magia tal vez; había en ella gracia, y diría que, de alguna manera, era una mujer resplandeciente: irradiaba luz, calidez, bondad, sencillez, humildad… Si no temiese la vulgaridad del comentario, diría que es lo más cerca que he estado nunca de eso que los creyentes llaman santidad.
En aquella ocasión, tocó multiplicidad de temas: su infancia y los cuentos que oía; las experiencias durante la guerra y el descubrimiento de una realidad grotesca de la que los niños eran minuciosamente apartados en aquel entonces –como hoy, me figuro–; su temblor de piernas al comunicarle Ignacio Agustí la publicación de su primera novela, siendo aún menor de edad; el papel que El Quijote había jugado en su propia vida y en su formación como lectora y escritora; sus relaciones familiares –“recuperé a mi hijo, al que me habían arrebatado miserablemente”, adujo como una de las razones que la empujaron a mantener un silencio novelístico de veinte años, puesto que como decía otra recientemente desaparecida, Mercedes Salisachs, “se puede escribir con dolor, incluso con mucho dolor; lo que no se puede es escribir con preocupaciones”–; la novela en la que estaba trabajando, Paraíso inhabitado, que esperaba publicar en breve, salvo que le diese “parón”, lo cual calificó de lo más terrible que puede ocurrirle a un escritor –y que finalmente debió de sufrir, porque la obra se demoraría aún cuatro años más – …
A medida que aquella mujer que practicaba el asombro y la ingenuidad a diario pero que, como ella misma decía, no tenía ni un pelo de tonta, iba hablando, en un silencio sepulcral en el que no se oía ni una mosca, solo roto por las carcajadas que causaban sus frecuentes ironías, fue descendiendo sobre el auditorio un hechizo, y fue haciéndose patente la serena firmeza, la contundencia tranquila de aquella octogenaria menuda, que permitió entender su supervivencia en el mundo editorial durante más de seis décadas y la dignidad con la que afrontó su papel de mujer y madre en una época muy complicada para ser ambas cosas.
La Matute habló y habló hasta casi quedar sin resuello, durante más de una hora, y aun así tuvo la generosidad de responder, sonriente y sin dudarlo, a las preguntas que el público tuvo a bien formularle; y aun después accedió, con infinita paciencia, a firmar libros y sacarse fotos –guardo de aquella ocasión, como oro en paño, un ejemplar firmado en tinta morada de La torre vigía, una de las obras más bellamente escritas y que más me han emocionado–.
Me gustaría haber escrito este texto en otra circunstancia –con la concesión, por ejemplo, de ese merecido Nobel que ya nunca tendrá, aunque eso tampoco es demérito ninguno–, una reseña extensa sobre Olvidado rey Gudú, ese espléndido y maravilloso cuento de mil páginas que la habría hecho acreedora, aunque nunca hubiera escrito ni una sola página más, a todo el reconocimiento que obtuvo: una novela que bajo una solo aparente sencillez oculta toda la complejidad del mundo. O, ya puestos, invitar a la lectura de su trilogía fantástica –y fantástica trilogía, puesto que en este caso el orden de los factores sí altera el resultado–: compuesta por las dos obras citadas y Aranmanoth, que siempre me han parecido la misma historia contada de tres distintas maneras. La Historia de la Literatura colocará en su debido lugar a una de las voces más singulares de la literatura española, y reivindicará su papel como pionera.
Ahora Ana Mª se ha ido, y el mundo, tan falto siempre de ella, alberga un poco menos de luz. Quizá se la hayan llevado los duendes, tan amigos ellos de extraviar cosas. O tal vez haya sido el Trasgo, ese mismísimo Trasgo que tanta importancia tuvo para la Historia del Reino de Olar, y que tan caro lo pagó. O puede que, en fin, haya decidido adentrarse por aquel camino que descubrió paseando por un bosque en Noruega, y que alertaba al caminante, en una bifurcación: “¡Cuidado! Por este camino hay hadas”.
 
  
 
 

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