martes, 10 de junio de 2014

John Kennedy Toole, "La conjura de los necios" - LIBRO DEL MES


 
 
   
 
 
 

 

Escrita por un jovencísimo y brillante John Kennedy Toole principalmente en 1963, La conjura de los necios es una de las mejores novelas que he leído en los últimos tiempos. Aparecida en 1980, más de una década después de su suicidio, le valió al autor un Pulitzer póstumo. No puede decirse que se trate de una obra autobiográfica, pero su relación con eventos de la vida de Kennedy Toole y con gente que este conoció es patente y estrecha. De hecho, a medida que su mente se deterioraba por el avance de la paronoia, la depresión (no es de descartar alguna alteración neurológica) y el alcoholismo, el autor acabó obsesionado y dominado por sus personajes, llegando a parecerse a su protagonista (dejó de afeitarse, ganó mucho peso y su aspecto se volvió desaliñado), en el cual creo que, desde una perspectiva puramente intelectual al principio, se veía reflejado.

Lo que más me llama la atención de esta obra es la atención al detalle con que está escrita, de tal modo que actos o comentarios aparentemente irrelevantes dispuestos aquí y allá, al final cobran sentido (sobre todo en el estupendo y revelador capítulo decimotercero), logrando así que sea mucho más que una mera recolección de situaciones disparatadas. Es cierto, como se quejaba cierto editor, que durante buena parte del libro uno duda sobre la finalidad de este, de cuáles son las motivaciones que mueven a los protagonistas; pero, tras reflexionar sobre ello, me parece que esa forma de afrontar la cuestión es errónea: más que descubrir la motivación de la novela, lo que se nos presenta es a un grupo de personajes que son de determinada manera y que, siendo como son, se ven envueltos en una serie de situaciones: ver cómo reaccionan es la motivación de la novela, precipitándose los unos a los otros en situaciones a cada cual más absurda. En este sentido, los únicos personajes en los que se aprecia algo de evolución a lo largo del volumen son el Sr. Levy y, sobre todo, la Sra. Reilly, que experimenta una suerte de epifanía.

Es un libro muy divertido (aunque, para mí, no hilarante), en el que se despliega una ácida crítica de múltiples temas, desde el falso intelectualismo hasta la vacuidad de la cultura pop (esa falta de “teología y geometría”, léase de espiritualidad y proporción, que denuncia el protagonista), pasando por diversos clichés sociales. Como resumen, podemos decir que se trata de una farsa estupenda, muy bien trabada, de un estilo muy depurado que hace querer seguir averiguando (al leerlo en traducción, una de las cosas que se pierde es el hábil uso de los dialectos de Nueva Orleáns, alabado por los conocedores) y muy ingeniosa, con un narrador en tercera persona multiperspectiva.

La historia está protagonizada por Ignatius J. Reilly, un hipocondríaco zampón holgazán intelectualoide quijotesco y malicioso, bien analizado por su no tan distinta némesis, Myrna Minkoff, en la correspondencia que intercambian durante la novela (permitirnos la lectura de esta, así como de los escritos de Ignatius, es uno de los mayores aciertos, pues en ellos encontramos pepitas de sinceridad entreveradas aquí y allá), “con la cabeza llena de ideas erróneas y de juicios de valor abismales”, palabras que él dedica a cierto personaje secundario, pero que le son totalmente aplicables. En su disparar contra todo y contra todos, a veces incluso acaba incidiendo en los auténticos problemas y consideraciones fundamentales; p. e., cuando censura la patologización de las conductas afirmando, a propósito de los hospitales psiquiátricos: “Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y los coches nuevos y la comida congelada (…). El único problema que tiene esa gente, en realidad, es que no les gustan los coches nuevos ni los pulverizadores capilares. Por eso los meten allí. Porque atemorizan a los otros miembros de la sociedad. Los manicomios de este país están llenos de almas cándidas que sencillamente no pueden soportar la lanolina, el celofán, el plástico, la televisión y las circunscripciones”. Pero, en el fondo, Ignatius no es más que un niño grande al que no han dejado crecer (como se ve claro cuando se pone a hacer fintas al aire con su sable de plástico en la fiesta de Dorian al no hacerle caso nadie), detalle del que se da cuenta el Sr. Levy, cuya opinión está mediatizada, no obstante, por su complejo paterno (en su papel tanto de hijo como de padre) y el rencor que siente hacia la insufrible Sra. Levy. De ahí que piense “aquella mujer no le daba ni una oportunidad a su hijo. Era casi tan mala como su esposa. No era raro que Reilly fuera el desastre que era”. Y por eso la Sra. Reilly afirma: “Lo aprendiste todo, Ignatius, todo, salvo cómo debe comportarse un ser humano”. Ese es, creo, el quid de la obra: una crítica al falso intelectualismo, a la ausencia de valor de los conocimientos si no van apoyados sobre una formación humana.

El desmedido carácter hiperbólico del protagonista contrasta con el tono general de la novela, que no lo es tanto. Hay un aspecto que me parece muy digno de destacarse, y es la capacidad de Ignatius para convertir en algo maravilloso, a través de la palabra, sus vivencias, hasta transformarlas en auténticas aventuras en cada reelaboración, por muy quijotescas que puedan ser estas.  

En cuanto a Myrna Minkoff, un personaje central de la novela que, sin embargo, únicamente hace una aparición estelar, pero cuya presencia es esencial. En general, la vemos siempre a través de los ojos de Ignatius e, incidentalmente, a través de sus propias cartas, aunque tiene unas ideas opuestas a las de Reilly siente gran admiración intelectual por este. Cosa que no sorprende, pues ambos son, en el fondo, iguales: la Srta. Minkoff no es más que una burguesita de izquierdas que financia sus estereotipadas cruzadas sociales con el dinero de su padre y que se erige en salvadora de quien no quiere ser salvado, como cuando afirma, a propósito de una nueva amistad de color, “Hablo de problemas raciales con ella continuamente, planteándoselos incluso cuando ella no tiene ganas de discutirlos.

Por lo que toca a los secundarios, son bastante numerosos y muy bien perfilados, más desarrollados unos que otros, pero todos y cada uno esenciales en mayor o menor medida para la trama principal, como si el autor pretendiera mostrarnos que un idiota es inocuo en tanto en cuanto no se junte, directa o indirectamente, con otros idiotas (epíteto que, en el mundo de La conjura de los necios es aplicable casi a cualquiera). Hay en la historia un profundo contraste entre cómo los personajes se ven a sí mismos y cómo los ven los demás. Tampoco falta una censura de la incapacidad del arte y sociedad norteamericanos para ver la realidad, resultando paradójico que sea un “paleto” como Ignatius, que solo una vez ha salido de Nueva Orleáns, quien ejecute esta sátira, a través de las delirantes escenas en las que radica, sin embargo, una crítica visceral de nuestro mundo.

Con gusto hablaría horas y horas de esta novela, que además da para ello (sobre todo estaría bien analizar las relaciones entre los personajes), pero espero que lo hasta aquí esbozado baste para interesar a los lectores por este libro extraordinario. ¡Nadie perderá el tiempo con él!
 


 


JJJKL

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