martes, 8 de octubre de 2013

Buenas noches, princesa

Empiezo poniendo "Buenos días, princesa", que Nicola Piovani compuso para la película La vida es bella, para acompañar al texto que sigue.  
 
 
 
Este está siendo un año de despedidas caninas: ayer murió mi perra Minoka, a la que familiarmente llamábamos Mini, próxima a cumplir los quince años.

Mini era un diminuto cruce de pekinés y chino crestado (en la foto puede verse lo pequeña que era por comparación a su compañera Cosita, fallecida en junio, que era un caniche enano). La “rescatamos”, por así decir, de unas condiciones inadecuadas y de una infancia maltratada que condujeron a una desconfianza en los humanos que tardó mucho tiempo en desaparecer: tuvieron que pasar años antes de que dejase de temblar cuando se la cogía al colo (o simplemente se la separaba del suelo), e incluso de vieja seguía encogiendo la cabeza y las orejas cada vez que una mano se acercaba para rascársela.

Comía como un pollito y tenía un temperamento gatuno (de hecho, de cachorro, se educó con dos gatos que había en la casa): era independiente y no precisaba grandes mimos, que más bien rehuía. También era maniática, y detestaba que le tocasen las orejas o las uñas (menos en los últimos tiempos). Nunca fue juguetona, sino una perra callada y tranquila, aunque con una personalidad indomeñable, que solía desobedecer con una parsimonia y una displicencia verdaderamente envidiables. Le gustaba dormir enroscada cerca de la gente, lo cual hacía con sumo cuidado si estaban enfermos.

Mini era epiléptica de nacimiento. En los últimos tiempos se había quedado prácticamente sorda. Su provecta edad (y la enfermedad, supongo) la había sumido en una debilidad física que la hacía a veces perder el equilibrio o tropezar con sus propias patas. Pero era, como puede verse hasta aquí, una superviviente nata: pese a las estimaciones iniciales, que le daban meses de vida, acabó sobreviviendo más de tres años al cáncer que finalmente la venció. Aunque claro, como suele decir mi madre, a esas edades, se muera de lo que se muera, se muere uno de viejo. Y aunque el desenlace esperado le resta amargura al hecho, no lo hace menos triste, aunque con una de esas tristezas apacibles y abúlicas a las que son tan propensos los atardeceres soleados de otoño, como el de ayer. Nunca dejará de fascinarme el hueco tan grande que puede dejar algo tan pequeño, ni la enormidad de la ausencia de lo que se da por sentado.

Buenas noches, princesa.
 
 
 


 

 

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