sábado, 12 de octubre de 2013

Chimamanda Ngozi Adichie, "Medio sol amarillo" - LIBRO DEL MES

 
 
 
La todavía joven novelista nigeriana Chimamanda N. Adichie publicó en 2006 una celebrada segunda novela, Medio sol amarillo, que le valió diversos reconocimientos y las alabanzas de autores nada menores como Chinua Achebe o J.M. Coetzee.
El título hace referencia a la bandera de la efímera República de Biafra, que existió durante la guerra civil nigeriana entre 1967 y 1970, y en la cual se ambienta el volumen. Pero es, al mismo tiempo, un símbolo que alude a la mitad que queda después del desastre, a los sueños rotos, a lo que pudo haber sido y no fue, a la ilusión perdida, a todo aquello con lo que hemos de recomponer(nos), después, cuando lo peor que podía suceder ya ha sucedido y todo acaba.
Vaya por delante que se trata de un libro excelente ambientado en una época y escenario poco habituales en la literatura “occidental” (si es que puede usarse sin rubor semejante epíteto); una historia sobre cómo la vida sigue adelante incluso en las circunstancias más adversas, y sobre el deslumbramiento ante un ideal, a muchos y diversos niveles, que sería premioso enumerar aquí, y además imposible hacerlo sin revelar detalles cruciales del relato.
El primer detalle que conviene destacar es el perspicaz diseño de los personajes (muy en especial de Olanna y Ugwu, a quienes se presta singular atención, y a través de cuyos ojos vemos gran parte de los eventos que tienen lugar durante el particular descenso a los infiernos del país africano), el sutil reflejo de las emociones, el detallismo sagaz pero sin excesos. Así, podemos apreciar claramente el contraste entre las ideas revolucionarias de una parte de los protagonistas (intelectuales acomodados) y su contradictoria actitud ¿de clase? hacia los negros pobres (o quizá, más bien, hacia los ignorantes), predicando la igualdad y hermandad entre todos ellos y simultáneamente permitiéndoles ocupar posiciones subalternas y referirse a ellos con los apelativos sah y mah (el servilismo del personaje Harrison permite notar esto con singular fuerza); o a través de las reprimendas que en ciertos momentos Olanna dispensa a Ugwu, el callado testigo de la debacle. En este punto es importante resaltar el hecho de que nunca, en ningún momento del libro, se adopta el punto de vista de Odenigbo (que representa la fuerza o ilusión de la fe, que va contagiando paulatinamente a quienes le rodean), a pesar de ser un actor principal y crucial de la historia. Así, poco a poco, la autora consigue humanizar a sus personajes y dotarlos de un realismo muy notable.
Continuando con el aspecto de los personajes, es resaltable también un procedimiento que la autora emplea varias veces, consistente en que, en ciertos momentos, los papeles entre los personajes se invierten, influyéndose los unos a los otros, como cuando, a raíz del asunto de Richard (no puedo ser más explícito), Kainene tiene una visión de lo que es ser Olanna y que te arrebaten aquello que más quieres. También en ciertos puntos las personalidades entre las gemelas parecen invertirse, así como entre los miembros de las diversas parejas.
Magistral el retrato del deterioro, o más bien desmi(s)tificación, de la relación entre Olanna y Odenigbo; y el fuerte contraste entre la revolución de salón, imaginada en la Universidad, y la revolución real, auténtica, plagada de atrocidades. Refleja bien la confusión del seísmo político y personal que supuso la guerra, aunque podría haber explotado y desarrollado más algunas escenas, así como el diseño de algún personaje (el proceso de maduración de Ugwu queda incompleto).
Es también Adichie una hábil estructuradora: se decanta por una narración clásica y lineal, decimonónica, aunque dividiendo la historia en cuatro partes intercaladas (mediados/principio de la década de los sesenta y final de la misma), lo que debe reputarse un gran acierto, sobre todo por cuanto permite al lector entrever hechos que le conducirán a conclusiones que luego resultan ser falsas (respecto a Bebé, sobre todo). Durante todo el libro, se mantiene un ritmo constante, pausado pero en absoluto lento, siendo muy notable la capacidad de la escritora para contar la epopeya de todo un país a través de la peripecia de unos individuos, para reflejar el sinsentido, la brutalidad, la crueldad, la violencia de una guerra (especialmente infame, tal vez, cuando se trata de una conflagración interna), sin ocultarlo, sin arredrarse ante ello, pero sin regodearse tampoco en lo escabroso.
Hay, también, una constante apelación a la necesidad de hablar, de contar: así con los constantes y frustrados intentos de Richard; de Olanna, cuando no se atreve a decir las cosas por temor a que nombrándolas se hagan verdad; por el elemento distintivo (o discriminatorio, más bien) que pueden suponer los idiomas, con independencia de que todos sirvan para lo mismo: comunicarse; y, por último, con la actividad de Ugwu.
En definitiva, una novela grandiosa y sobrecogedora que nos transporta al corazón de unas tinieblas apenas ahuyentadas por la tibia luz de los soles que solo alumbran a medias.
 

JJJJL
 

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